jueves, 30 de junio de 2011
Cabildo abierto – Héctor Ranea
Nada como un buen edificio viejo para albergar murciélagos. Infaltables compañeros de las noches en el cabildo, cuando baja un poco el sol salen a comerse mosquitos, bichitos de luz (sí; esos que parecen hechos de una mezcla de acetato y gutapercha) y sabandijas varias.
—No. ¿Quién le dijo eso? No conozco murciélagos vegetarianos. No. Pero bueno. Paciencia. Es lo que hay. No viven en el cabildo. No se vaya a creer. Lo usan de albergue transitorio. Cuando se dejan llevar por la orgía de moscos y comienza a salir el sol, pillándolos lejos de su morada habitual, les molesta la luz y, como conocen el territorio, vuelan al albergue que tienen más cercano. Y; sí. Cerca de dos mil, tres mil por noche. Se los escucha rascarse unos a otros, despiojándose. Y; ¡Claro que tienen piojos, pulgas, de todo! Se sacan restos de piel, pero entre ellos. Es muy tierna la escena. Son animalitos realmente muy sociables. Se cuidan los embarazos, regurgitan a veces (¡Ay si lo sabré, cómo tengo que limpiar esos pequeños vómitos!) para que coman las preñadas que no pueden volar mucho.
¿Sabe que son casi ciegos? Sí señor. Cazan por el eco. Una maravilla. Se acercan a la presa sin ser escuchados hasta cuando ya es muy tarde. El chillido que lanzan es muy peculiar. Una vez estuvo un físico que me explicó, pero no entendí mucho. El tipo estaba entusiasmado; yo le noté algo raro, como un bulto atrás de la campera. En fin. No viene al caso. La cuestión se puso mala cuando las señoras que venían a la misa tempranito empezaron a quejarse por los ruidos que hacen los bichos al copular. Y. Imagínese, quinientas, mil parejas copulando, menudo despelote arman: ¿No cree?
Entonces el intendente llamó al exterminador murcielaguicida. El gordo vino con su parafernalia (era muy eficiente) para ahuyentarlos pero nada de lo que hizo (y mire que hizo cosas, ¡eh!) dio resultado. La persistencia de los quirópteros se hizo sentir. Tal parece, además, que tenían mal carácter cuando se los atacaba. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Llamaron a un exorcista de los de ellos y se pudrió todo. Evacuó al pueblo en un periquete. ¿Cómo adivinó? Sí, era ese investigador con el bulto atrás… sí ése. Bueno. Lo dicho. Se fueron todos.
¿Tiene para fumar? Pasa que en esta etapa, al transformarme en murciélago me dan ganas de tirarme dentro un poco de humo. No sé. No. Nunca me había dado por fumar, no señor. Perdón: no; Señor murciélago…
Sobre el autor: Héctor Ranea
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