No bastó el compromiso que había asumido con el momento contemporáneo, ni la rigurosidad con su tiempo. No alcanzaron su respeto a las pautas de la época, el sostén sin pausa del ritmo, la exactitud en el aviso de alarma solicitada.
A pesar de haber marcado cada instante, a pesar de su casi eterna y convencida vocación de traductor de segundos, horas y minutos, terminó sus días de una manera injusta: víctima de un madrugador contrariado, estrellado contra la pared del dormitorio, desparramadas sus agujas, los números esparcidos por el piso y el vidrio frontal hecho añicos.
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