Detrás de la ventana de la habitación ya era de día. Adentro de la cama, el hombre podía percibir aún el calor del cuerpo de la mujer que había dormido allí y ahora atravesaba la mañana, afuera.
Un amanecer más preguntándose cómo confesarle a ella la verdad, antes de la llegada del invierno. Sólo quedaban veinte días.
Su aspecto humano nunca lo habría delatado. Era perfecto. Piel, músculos, huesos, humores y secreciones, tan auténticos que su amante no podía notar la diferencia.
Pero, por más que trataron de resolver ese aspecto, los lagartos, venidos de algún planeta de Eta Carinae, seguían siendo de sangre fría.
Que bonito Gi, de verdad, me permite ahora reflexionar sobre el espacio y el tiempo
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