Hacía unos años había pasado por el lugar y me había llamado la atención el cartel. Ahora se notaba bastante cambiado. De rancho, la residencia donde se mostraba había pasado a una hermosa residencia de clase media adinerada y el cartel, escrito en aquellos días con desprolijidad y faltas de ortografía, ahora tenía toda la tecnología de un marketing de última generación, aunque era evidente que se pretendía mantener lo que en el mundo de los negocios se denomina perfil bajo.
Ahora el cartel decía: “Se hacen pozos, también a domicilio”.
Fue un impulso. Al pasar por ahí, decidí bajarme del bondi en 122 y 32, al ver que seguía ahí. Aproveché un carnet viejo de periodista de la revista “Pulgas en el diván” que había fenecido hacía un lustro para solicitar una entrevista con el CEO, el Gerente o el dueño.
Luego de una espera no muy larga, se me apareció un señor de cierta edad pero en buena forma, presentándose como “todas esas cosas juntas” y me preguntó sin preámbulos si buscaba sus servicios u otra cosa.
—Mire; la verdad es que venía a hacerle un reportaje para mi revista.
—Nunca di uno. En todos estos años.
—¿Con semejante actividad nunca nadie lo entrevistó?
—Para nada. Y; ¿sabe? Pozos hoy en día hace cualquiera.
Supuse con vanidad que nadie había notado el desajuste ortográfico y que el dueño estaba callando lo más importante.
—Si; será así. Pero ustedes dicen que hacen pozos también a domicilio, lo que implica que… —No me dejó concluir la frase, me indicó con un gesto que pasara a una oficina especial con el letrero de “El orden se deriva del progreso y viceversa. Mantenga el archivo ordenado”. Al cerrar tras de sí la puerta me ofreció asiento a su lado y me dijo:
—¿Sabe qué pasa? Hay empleados nuevos… ellos no saben todavía.
—Pero es tan evidente… ¿Cómo es que no…? —Me hizo el gesto de callar.
—Mire. Nosotros empezamos como todos en esta zona a hacer pozos para el agua, para molinos, para pozos ciegos. Entonces mi viejo, un ucraniano venido con una mano adelante y nada más, porque ni para la mano atrás le alcanzaba, un día vino a contarnos a mis hermanos y a mí que había inventado un pozo que se podía hacer en casa y transferirlo a cualquier lado. Para ponerlo en práctica, nos mudamos a esta zona, cerca de la costa del río, donde el suelo es más receptivo. Ahora hemos logrado mejoras. En fin. Mi padre nos hizo estudiar Ingeniería a mis hermanos y a mí para poder sacarle más jugo al invento. Nos hemos diversificado y…
—Perdón. Usted acaba de decir suelo receptivo. ¿Qué quiere decir?
—Mire. No estoy autorizado a decirlo. Preferiría, de hecho, que saque eso si lo tiene grabado. Forma parte del secreto de la patente, ¿sabe?
—Ningún problema.
—Entonces con ellos empezamos a ampliar el negocio. Casi fue algo fortuito, si quiere.
—¿Cómo?
—Y, un día, al ir a colocar un pozo, encontramos restos humanos, porque el sistema es predictivo. ¿Sabe? Y entonces anunciamos a la policía. Vinieron los forenses y resultó un homicidio de muchos años de antigüedad pero identificaron cadáver y homicida. Lo interesante es que nos empezaron a contratar para eso. Después vinieron del Museo. Ése -del Bosque, ¿vio? —Asentí con la cabeza— y nos contrataron discretamente para ir por la Patagonia buscando dinosaurios con un programa de hechura de pozos virtuales que había desarrollado el hermano menor, que siempre anda con computadoras… cosas de jóvenes.
Hice una pregunta tácita con mis cejas.
—Y descubrimos muchos dinosaurios. Muchos, realmente. Pero lo mejor fue nuestro primer pozo de petróleo. Ahí nos consagramos. —Se acomodó en la silla que parecía chica para él. —Nos consagramos. Vino una petrolera y nos compró ese paquete tecnológico a un precio que no puedo revelarle, pero que hizo que nuestra vida cambiara para siempre.
Mis ojos no cabían en mi asombro.
—Por supuesto que nos exigieron confidencialidad y secreto. Se imagina. Millones. Millones. Pero muchos… muchos millones. —Se quedó pensativo unos segundos —Por suerte no se nos subieron a la cabeza y seguimos apostando al trabajo y la innovación tecnológica. Producir pozos a ese ritmo y con ese nivel de exigencia –imagínese que los pozos de petróleo son de más de ocho kilómetros en esa zona, señor– requería que trabajásemos duro y parejo a pesar de tener dinero como para dejar de trabajar por diez generaciones. Pero preferimos hacer nuestro trabajo pensando que es salud. —Asentí con la cabeza. Él siguió: —En cuanto hicimos eso con petróleo y gas en tierra, vinieron los pedidos de esa compañía para hacerlo en el mar. Ya el suelo no es más receptivo por esa región, por lo cual tuvimos grandes problemas, pero nos fue bien. Hasta que un empleado infiel vendió el secreto a otros poceros. Pero en forma muy pública. ¿No recuerda el caso? Fue allá por el setenta y nueve.
Me encogí de hombros…
—¿Sabe qué? En esos años no estuve por acá…
—¡Ah! Bueno. Esa maniobra de traición nos obligó a trabajar en otras áreas.
—¿Qué hacen ahora?
—Ponemos pedazos de cielo en algunas ciudades.
—¡Eso es genial! ¿En qué andan?
—En Río quieren un cielo con menos nubes. Como en la pampa.
—¡Maravilloso, alucinante!
Me fui lleno de alegría. Me imaginaba poniéndole cielos a las ciudades que más conocía y estaba extasiado. Pero después supe que el señor con el que hablé es un fabulador. Su padre venía de Armenia, no de Ucrania. Los dinosaurios no fueron más que tres y cuando hacían los agujeros en su casa, la mayoría de las veces tenían problemas de humedad. No todas eran rosas como las pintaba ese CEO de pacotilla.
Publicado en: Agitadoras