–Es así. Los mexicanos tienen un mezcal con gusano. Rico. Muy rico. En secreto les he comido la bestia para encontrarle su sazón y a fe mía que sabe bien. Claro que sabe a ágave. Es demasiado pequeño para tener gusto por sí mismo.
Algunos en la concurrencia se saborearon el mezcal pero aborrecieron la idea de mascar el gusanillo. Y se escuchó un chasquido generalizado de asco.
–Por otra parte están los chinos con un aguardiente con una lagartija. Un animalito de unos diez centímetros de longitud, muerto, claro: ¿Ahogado en aguardiente? No creo. Creo que está muerto antes de entrar a formar parte de la receta. Lo he probado, claro. ¿Dónde? Tal vez en Palma. No. No fui nunca a China. Exquisito, por cierto. Se bebe como bajativo, como dicen en Chile. Después de una cena especiada de Sichuan o el elegante mandarín, diría que es la bebida obligada.
En la sala se oyeron las toses de asco.
–Sabe a aguardiente de arroz, fundamentalmente, pero la cadaverina le da ese dejo de dulzor que tiene la muerte. Notable. Claro que no se puede abusar, tanto la putresceína como la anterior son aminas y causan severos dolores de cabeza que a veces se confunden con la resaca, el hangover de los yankis; por eso mismo hay que beberlo con parsimonia oriental. Se los recomiendo.
A esa altura de la charla, algunas señoras habían perdido el equilibrio aún sentadas.
–Sin embargo, señoras, señores, he venido a hablarles de una bebida poco conocida, el aguardiente de Chiskja. Esencialmente es una vodka, ya que el alcohol se saca de cualquier cosa que fermente y se destila fácilmente. Pero en verdad les digo al beberlo se sugiere algo más que veneración por las cosas nuevas, ya que sabe, huele y pesa en la lengua como si hubieran macerado un par de bueyes con sarna y colado el producto de la alopecía. ¡Ése es un sabor fuerte! Ideal para despertar zombies, taladrar catalépticos, alfombrar de desmayados el foyer del edificio de las Naciones Unidas y quién sabe cómo harían en Chiskja para no llenar las catedrales con los adictos a este brebaje siniestro pero extrañamente atractivo.
La sala era un pandemónium. A esta altura algunas mujeres habían huido al baño y ciertos hombres yacían con signos de patéticas desventuras intestinales en el piso.
–En fin, para concluir –dijo el Profesor– nada habrá ni hubo mejor que terminar esta charla degustando chacinados locales con un buen vino de uvas podridas. Nos están esperando, ¡pasen!
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