miércoles, 16 de marzo de 2011

A medida – Betina Goransky & Sergio Gaut vel Hartman


—Estoy ansiosa, angustiada —dijo Sara mirando a su marido con expresión ávida mientras cruzaban la avenida—. O quizá sea el miedo —agregó contemplando la mole del edificio del Centro de Investigaciones Cibergenéticas que se alzaba ante ellos como una especie de templo extraterrestre.
—Tranquila —dijo Esteban abrazando a su esposa y besándole el cabello—. Todo va a salir bien.
—Claro. Lo sé. Pero igual estoy nerviosa.
No volvieron a intercambiar palabra hasta que llegaron al mostrador circular ubicado en el medio del hall de entrada.
—Matrimonio N’Kobe Condori —dijo Esteban presentando la documentación.
—Aguarden un instante —dijo la recepcionista tecleando sin apuro—. Cubículo 211. Los llamarán dentro de siete minutos. ¿Han leído las instrucciones con cuidado?
—Sí —dijo Sara—. Con mucho cuidado.
El mundo se había dado vuelta como un guante desde que Adrzej Znosko-Borowsky inventara el Diseñador Genético Molecular. Los “hijos a medida”, como habían empezado a llamarlos, estaban haciendo furor, tanto como un lustro atrás ocurriera con los clonados. Pero había que tener coraje; se hablaba de parejas disconformes, parejas que hacían demandas… Rumores.
—¿Más tranquila? —dijo Esteban luego de que un asistente de gran sonrisa les explicó el procedimiento hasta el mínimo detalle y contestó todas las preguntas que quisieron formularle.
—Sí —dijo Sara—. Pero hay algo que no me termina de convencer, como si algo quedara fuera de nuestro control.
—Todo está bajo control —refutó Esteban—. El empleado dijo…
—Está bien. Respondió todo lo que supimos preguntar, ¿y lo que no imaginamos?
—Ya hablamos de eso en casa. —La expresión de Esteban se endureció—. ¿Quién convenció a quién de hacer esto?
Sara miró el techo. —De acuerdo. Basta de dudas. —Sonrió mostrando una hilera de dientes blancos y perfectos que contrastaban con su tez color chocolate—. Estoy lista.
Dos técnicos vestidos de verde se acercaron para indicarles el camino al Cubículo 211.
—¿Han leído las instrucciones con cuidado? —dijo la mujer.
—Ya nos preguntaron eso cinco veces —respondió Esteban, molesto.
—Pero ¿las leyeron? —insistió el hombre.
Sara y Esteban asintieron. Aquello tomaba un cariz burocrático y la magia del momento parecía esfumarse.
—Ahora —dijo la mujer, melodramáticamente—, van a diseñar el hijo que desean. —Señaló el interior del cubículo, donde había un artefacto parecido a un prehistórico gramófono, aunque con dos conos semejantes a altavoces amplificadores, en vez de uno. Cuando estuvieron frente al aparato, él técnico se ocupó de Sara y la mujer tomó a Esteban del brazo para que apoyara la frente sobre la superficie cóncava del cono.
—Visualicen la imagen del hijo que desean —dijo el técnico.
—¿Prefieren que sea niña o niño? —dijo la mujer.
—Niña —se apresuró a decir Sara.
—Sí, una niña —corroboró Esteban.
—Van a grabar todas las características que crean que debe tener el hijo que van a concebir —dijo el técnico. Hacía eso varias veces por día; ya era una rutina para él—. Nosotros codificaremos los rasgos, colores y texturas y luego las introduciremos en el óvulo fecundado. Es un proceso sencillo.
Un proceso sencillo, reflexionó Esteban. Sara, a su lado, se retorcía los ya ensortijados cabellos. ¿Y lo que no somos capaces de imaginar? El pensamiento percutió como un palo golpeando contra un timbal, por lo que Esteban se esforzó para apartar de sí las ideas funestas que lo acechaban. Pero el procedimiento estaba probado; no se conocían casos de niños con enfermedades congénitas, los que se quejaban eran una minoría. ¿Qué podría suceder que ellos no fueran capaces de imaginar?
—No están focalizando las características del niño —dijo el técnico—. Aparten toda idea perturbadora. ¿Acaso no leyeron las instrucciones? —El tono del hombre era severo, casi enojado. Esteban trató de concentrarse y Sara hizo lo mismo. En ella, la tensión se traducía en arrugas que le marcaban la frente como trazos de carbonilla.
—Ahora va mejor —dijo el técnico—. Un esfuerzo más. Hagan de cuenta que se miran al espejo. Deténganse en los mínimos detalles y tendrán un hijo perfecto.
¡Un hijo perfecto! ¿Eso queremos? Esteban buscó los ojos de Sara y constató que su esposa estaba intentando rematar la faena escrupulosamente, con rigor. No me importa que sea perfecto, pero será nuestro hijo adorado y los años de frustraciones y penurias no serán otra cosa que un melancólico recuerdo.
—¡Listo! —dijo el técnico. Su compañera tecleó una secuencia y verificó algunas de las filas de signos que se dibujaban en las pantallas.
—¿Esto es todo? —preguntó Sara.
—Es todo —dijo el hombre—. En cuanto el equipo termine de sintetizar los datos, los espermatozoides rediseñados de su esposo, con la información que ustedes diseñaron, activarán un comportamiento análogo en el óvulo que usted proporcionó. El hijo que han concebido es exactamente como lo soñaron.
—¿No es hora que dejen de comportarse como vendedores de seguros? —exclamó Sara inesperadamente—. Ya hicimos todo lo que nos pidieron y pagamos una suma considerable. ¿Puede cerrar la boca de una vez?
—¡Señora! —dijo la empleada del CIC—. ¿Por qué no disfruta de este momento y se comporta como una persona civilizada?
Esteban apretó la mano de Sara y le pasó la mano por la espalda. Entendía a su esposa y estaba dispuesto a apoyarla, pero ya era hora de poner distancia con aquel lugar.
—Deberán pasar dentro de tres días —dijo el técnico— para saber si la información ha sido asimilada por el cigoto. —No parecía molesto por la intempestiva reacción de Sara.
—Buenas tardes —dijo Esteban empujando disimuladamente a su mujer y conduciéndola hacia la salida. No pensaba recriminarla; había liberado la tensión y eso era todo lo que le importaba, más allá de que el momento vivido fuera tan trascendente que había roto con todas las reglas y eso, por sí solo, justificaba malhumores e irritabilidades. Hizo una última sonrisa forzada, previendo que Sara no volvería a mirar atrás, y que él había decidido dar la vuelta la hoja para no profundizar la sensación de angustia que empezaba a estrujarle el pecho.

—¿Crees que sospecharon algo? —dijo el técnico cuando Sara y Esteban hubieron salido.
—No me parece —respondió su compañera—. Ella es bastante suspicaz, pero sus sospechas se dirigen, como en todos los casos, a que el CIC podría haberlos estafado.
—Una estafa —rió el hombre—. Podría llamarse estafa, si se lo mira desde cierta perspectiva.
—No es eso —replicó ella—. A propósito: ¿cuántas réplicas podrían quedarnos esta vez?
—Una docena, por lo menos. Y ya tengo compradores para todas esas espléndidas criaturas.
—¡Una millonada! —exclamó la mujer, frotándose las manos.

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