Cuando K golpeaba el portón del Castillo para que lo dejaran entrar, siempre escuchaba que abrían, sí, pero la puerta posterior. Cuando iba hacía allí, la encontraba cerrada. Pensó entonces cambiar de estrategia y llamar primero a esa puerta accesoria. Pero era ahora la principal la que se abría. Entonces K, desesperado, se arriesgó a tocar una de las puertas y correr lo más rápido posible a la otra, tocar allí y regresar de nuevo hasta lograr su objetivo. Tanto lo intentó y tan fútilmente, que en uno de esos recorridos cayó al suelo, rendido. Entonces, escuchó como alguien con su voz agradecía en la puerta en donde no estaba, y pasaba dentro del Castillo. Estupefacto, se arrastró hacía allí. No había nadie.
Kafkiano, sin lugar a dudas.
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