La carnicería estaba colmada de vecinos, era navidad, la época de buscar encargues y pagarlos. La música de siempre sazonaba la espera: quejas, gruñidos, suspiros y la risa de Cacho, el carnicero, por sobre todas las cosas.
—¿Quién es el último?
—¡Vo’! —escupió Nilda mirándome de reojo sobre su hombro.
—¡Qué pedazo de salame! —pensé, —¡me lo merezco!
Esa turba de bestias con ruleros y engendros de camisa con pantalones deportivos cada vez gruñía más fuerte, y se movían brazos y hacían gestos, como si discutieran algo, pero nada decían. Entrecerré mis ojos y aguzé el oído para adivinar qué estaban tratando de comunicar: “argh… chorros… negros… brrrarrr… danza… terrreeevisióon… caaarooo… sueldo… grruubbb…”
Entonces comenzaron los tambaleos y vómitos, los abrazos entre ellos, la carcajada bestial del carnicero, el murmullo de las mujeres, la protesta de los ancianos, entonces comenzaron a caer y a morder la carne del mostrador, y a morderse. No había pared sin mancha de sangre o vómito. El carnicero me enfocó mientras afilaba sus cuchillas. Miré hacia los rincones pensando en una posible cámara oculta, por la ventana se veían vecinos arrastrándose en la calle, o comiendo trozos de algún cristiano, pero todos a su vez parecían reír con risas de muerto.
—¡Es que son zombis! —me sorprendí al decirlo, y mi voz sonó como un comentario barato de película barata—. Quería comer un chorizo, nada más.
No podía moverme, el baile sangriento me abstraía, los vecinos se convirtieron en entes despersonalizados, y la cámara no aparecía. Reí. Entendí que si no reía la pasaría mal, me vino un dicho que escuché en algún lado: “Has como el resto de las vacas y sangra.”
Continué riendo.
Cacho me señaló con su chaira y una amplia sonrisa que devolví sin pensarlo. El charco de sangre llegó a mis pies, ya había varios muertos entre los zombis, y algunos pugnaban por salir a la puerta. Me sentí incómodo, entonces espabilé y como se me dormían las manos me retiré, trabé la puerta, trabé y me fui, me fui a casa esquivando manotazos, manos, riendo sinsin querer mentras los pies empezablan a tembarme, y lambre yegaba a boca.
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