miércoles, 30 de marzo de 2011

Galo aguarda la muerte - Fernando J. Veríssimo


Arriba, la noche de Mégara; bajo el palio, Galo, notable constructor de rutas y acueductos, artífice de incontables puentes de Siria a Lusitania, duerme y sueña. Su rostro brilla empapado en sudor y ya no le tiembla el cuerpo presa de las convulsiones. Mañana estará mejor, más calmo, sereno en su debilidad, esclavo de un sopor dulce. Sus médicos, que habían llegado desde Corinto, no encontrarán la causa de su mal. Quienes saben leer los signos en los cielos y la tierra le pronosticarán, de allí en más, días de salud y fortuna y todos se aquietarán por la evidencia de los designios. Todos excepto el mismo Galo quien décadas más tarde escribirá:

Estimado Lucio:
Me encontraba de camino a Roma cuando recibí tu carta. No te inquietes. Estoy bien ahora, tan bien como puede estar un hombre de ochenta años. He transcurrido mis días con salud y de nada puedo quejarme. Te escribo estas líneas porque hay algo de lo que he deseado ponerte al tanto durante años. Nunca lo hice por temor a que me vieras como un viejo al que la edad ha hecho extraviar en desvaríos.
Eres joven, Lucio, y no conoces con propiedad el suceso que conmovió hace años el curso de mi vida. No he querido compartir con nadie lo ocurrido hace ya tanto tiempo. Sabes de las fiebres que padecí en mi viaje a Mégara. De los médicos y sabios que me han visitado ninguno ha podido nunca encontrar la causa del mal que ensombreció mi estadía en esa ciudad. Sufrí por su causa violentas convulsiones y fiebres muy altas. Es esto de tu conocimiento. Pero quiero compartir contigo un sueño que me ha inquietado desde épocas de Adriano, cuando me encontraba bajo sus órdenes en Mégara construyendo la ruta de Antínoe al Mar Rojo. Se me presentó mientras dormía una visión poderosa: en ella me sentí, me supe muerto. Pero no era esa muerte como un sueño intenso e inconciente. No era ésa, la muerte propia de la que nadie muere, que enseñaba Séneca el maestro. Era profunda, sí, pero de otra naturaleza. No me hubiera inquietado reconocer en mi visión esas historias de Antínoo que nos son familiares desde niños. Ni me hubiera perturbado siquiera ver el cielo de los justos que Zoroastro enseñó entre los iranios o el Sheol de los hebreos. Esta muerte era distinta, Lucio: era inhumana. Supe entre otras cosas, que apenas puedo describir con las palabras, que me esperaba la eternidad. Una eternidad que no era un paraíso ni un vientre oscuro y seco. Una muy distinta. En ella no había dioses. Ni uno ni varios: sólo de ellos quedaba un eco distante que difuminaba una espectral irradiación, una exhalación ocre y poco densa.
No era ese orden pobre creación ni infinitud; era abominación, el arte inconcluso de un dios menor que, asqueado de su obra, la dejaba como una nave a la deriva para que el sucederse del tiempo la corroyera para siempre. Era el ausente un demiurgo debilitado que se había retirado hacia otros órdenes distantes y vedados a los mortales. Ningún grito desesperado lo haría regresar.
En esa eternidad el pobre entendimiento humano nada puede comprender. Descubre la mente, en esa soledad, su radical miseria. Acusa que de nada sirve la voluntad o la razón porque ninguna cosa puede ser aprehendida sin reducirse a una nada absurda y estéril. Bienaventurado quien pudiera sustraerse al anonadamiento en la simplicidad más pura, quien pudiera dejar reposar su mente en un punto de esa total ausencia. Nada de lo que puede ser contemplado sacia. Cada parte de esa inmensidad se abisma sobre sí y se sumerge en una interminable nada en la que no encuentra plenitud ni sosiego alguno. Asímismo, cada instante del tiempo se hunde y es en sí una eternidad contenida. No hay forma de saber si han pasado mil años o un segundo. Todo es, a la postre, pura levedad.
Esto lo comprendo ahora, Lucio, tras haberlo meditado por años. Yo, que enseñé a vosotros con imperturbable certeza las doctrinas del maestro, temo ahora la muerte porque sé, angustiosamente, que nunca se muere.
Quiero verte antes de partir, Lucio. Espero oir tu reconfortante voz que me haga conocer que nada debo temer. Espero saber de ese dios nuevo que frecuentas para que, tal vez, su conocimiento me traiga una nueva esperanza. Que tu fortuna mire hacia tu interior.
Galo

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