Una vez al año cuando se suceden los cinco días que le sobran al calendario egipcio, las estrellas más cercanas se precipitan sobre la tierra. Una a una, y en cada noche sucesiva, caen sobre un mundo que prácticamente las desconoce. Amenemhat, quien construyó un mítico reino a orillas del lago Moerius, fue el único que logró poseer una. Se ha escrito que encontró el polvo de una de las cinco estrellas esparcido de tal modo que dibujaba la forma del palacio que Amenemhat más tarde mandó edificar y en el cuál moriría. Otros hombres han visto el polvo de las estrellas sin saber qué es. Se ha escrito que el día que Alarico saqueó Roma, el polvo de una estrella cayó sobre todas las iglesias cristianas y eso las salvó de la destrucción, pero Alarico no pudo encontrar el polvo. El mismo polvo, en otro tiempo y lugar, tocó los párpados de Humanin ibn Ishak y el árabe quedó ciego justo al terminar de escribir el Libro de los diez tratados sobre el ojo. Aún hoy, cuando los cinco epagómenos desordenan el calendario, el polvo de las estrellas cae sobre la tierra. Poca gente sabe de su existencia, y de los pocos que saben, ninguno logra descifrar dónde caen. Algunos creen que en realidad las estrellas no se dejan encontrar. Que caen en el mar, o se esparcen por las azoteas vacías de los grandes edificios, hasta desaparecer. Otros esperamos esta noche, la noche del primer día de los epagómenos, y salimos a buscar, si encontramos el resto de una estrella podremos escribir nuestra efímera página en la historia de la humanidad, si no tenemos suerte, seguiremos condenados al olvido de los siglos por venir.
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