domingo, 20 de marzo de 2011

Yo soy solo - Gilda Manso


Cuando el viejo le preguntó si era verdad lo que se decía de esa casa, el vendedor creyó que la operación estaba, otra vez, perdida.
-¿Qué cosa, señor?
El viejo sonrió con vergüenza.
-Ya sabe, dicen que acá hubo un asesinato. Un asesinato y un suicidio. Que el dueño mató a la mujer y luego se suicidó.
El vendedor no podía mentir. Quería, pero no podía; por contrato no podía. Exagerar o minimizar la verdad, sí. Mentir, no. Por los juicios y esas cosas.
-Ah, eso. Sí, es verdad, pero fue hace mucho tiempo, nueve o diez años.
De ese modo, el vendedor dijo la verdad al tiempo que ocultó que debido a esas muertes la casa era la figurita imposible, la vivienda que la inmobiliaria no sabía cómo sacarse de encima. Nadie quería comprar la casa de los muertos.
-Además –continuó el vendedor, en un tono que pretendía ser jocoso- usted ya no cree en los fantasmas, ¿no?
-No, m’hijo, no. Y yo soy solo, no tengo hijos ni nietos que se puedan asustar.
-Perfecto. ¿Entonces firmamos el contrato? ¿Se queda con la casa?
-Sí, m’hijo, firmamos, firmamos.
El vendedor se frotó las manos sin poder evitarlo, y el viejo firmó y se quedó con la llave.
Unos días después finalizó la modesta mudanza. Cuando los hombres del flete se fueron, el viejo se dejó caer en una silla, agotado. Tal vez fuera porque los ambientes eran grandes; la cuestión era que en ese nuevo lugar el silencio resultaba aún más fiero que en su vieja casa.
Desde donde estaba se veía la cocina; le habían dicho que fue en la cocina donde el anterior dueño de la casa mató a su mujer y luego se pegó un tiro. El viejo se inclinó un poco; así llegaba a ver la heladera y una hornalla.
-Por mí no se preocupen, ¿eh? A mí no me molestan, vengan cuando quieran, en serio. Yo soy solo.

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