domingo, 26 de junio de 2011
Encuentros - Carmen Carrillo
El delgadísimo cuerpo de color índigo yacía sobre el campo. De la cabeza brotaba algo nauseabundo. Algo que parecía ser un cerebro se derretía lentamente en el interior del abultado cráneo fracturado y emergía de éste transformado en una especie de baba violácea y maloliente. (Tal vez no hubiera sido necesario liquidarlo), se repetía una y otra vez al mirar lo que había hecho. (Era necesario. Dejarlo ir sería fallarle a quienes me acogieron como si fuera uno de ellos), pensaba después, sin lograr desembarazarse de aquel sentimiento de culpa. Sólo salió de su perturbación cuando el característico sonido de una nave le anunció que debía retirarse. Sus larguísimas piernas azuladas lo llevaron hasta la nave de sólo tres zancadas. Subió, se ajustó el turbante y regresó a la base libre de remordimientos pues, a final de cuentas, no era su culpa que aquel con quien creció en su planeta de origen se hubiera convertido al cristianismo al emigrar a la Tierra, sabiendo que el único dios verdadero es Alá.
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