miércoles, 22 de junio de 2011
Cara rota - Fernando Puga
I
Dale, reíte nomás. ¿Qué te creés? ¿Que es un cuento? No flaco. Cuando me agaché para levantar la moneda que cayó de mi bolsillo tropecé y rodé por la alcantarilla. Esa de la esquina, la que está sin tapa hace más de un mes. La que dicen que se afanaron los pibes de la otra cuadra, los de la casa tomada ¿viste? ¡No sabés el golpe que me di! El asunto es que estuve un buen rato atontado ahí abajo y empezó a llover. Fuerte llovía. Claro, el agua empezó a caer a chorros por la boca de la alcantarilla y eso me despertó. Traía basura el agua. Mucha basura. Y caía directamente sobre mi cara. Para ser más precisos sobre mi nariz y mi boca entreabierta. Y vos sabés lo que es la basura en las calles de Bs. As. ¡Un olor, hermano! Entre podrido y tóxico. ¡Un espanto! Empecé a sentir arcadas y vomité. Como estaba boca arriba el vómito se desparramaba sobre mi cara y chorreaba hacia mi pecho. Casi no podía moverme y volví a desmayarme, supongo que por el asco. Por suerte la basura terminó por tapar la alcantarilla. Dejó de entrar agua y lo que seguramente empezó a ser un problema para los que habitan la superficie, fue un alivio para nosotros, los recluidos bajo tierra, los que inmóviles entre plástico, cartón y excrementos sentimos el cosquilleo en la piel que producen las ratas con sus pasos cortos y los pequeños mordiscos de esos incisivos que nunca detienen su crecimiento.
El caso es que paró la lluvia. Y cuando el barrendero pasó a destapar los desagües me vio. Creo que pensó que estaba muerto porque ¡pegó un alarido! Me sacaron entre varios y me llevó la ambulancia.
Y ya está. Eso es todo. Así que reíte nomás. Pero es la verdad. Ese y no otro es el motivo por el que mi cara ya no es cara, sino un pozo hondo por donde se puede ver hasta el hueso.
II
El pobre hombre caminaba distraído por la vereda y tropezó. Algo se le había caído del bolsillo y al agacharse para recogerlo realizó un torpe movimiento que lo hizo aterrizar. Quiso levantarse apoyando la mano por detrás de su cuerpo, sin notar que estaba junto al cordón, al lado de la alcantarilla. Que la alcantarilla no tenía tapa y que su mano no encontraría dónde apoyarse. Que caería por el hueco vaya uno a saber hasta qué profundidades.
A continuación se largó una de esas lluvias que inundan la ciudad y el agua arrastró toda la basura urbana hasta el desagüe. Se obstruyó y ocultó la presencia del pobre hombre que allí tuvo que permanecer hasta que la tormenta amainara.
Al cabo de unas horas pasó el barrendero y al verlo en el hueco, mojado y sucio, semiinconsciente, llamó a la ambulancia para retirarlo y trasladarlo al hospital.
Cuando lo sacaron despedía un olor nauseabundo, como de letrina de calabozo. Al darlo vuelta se pudo ver su cara. Roída por las ratas apenas parecía humana.
Fernando Puga
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