Un viajero era una rareza en U’oliyurs; pocas veces llegaban forasteros a ese grano purulento del último callejón de la galaxia. Por eso, cuando el tipo pidió agua y la transformó en vino, empecé a sospechar que era un timador. Le hice un guiño a mi compadre Lavodnas y él empezó.
—¿Puedo preguntarle algo, maestro?
—Sí —dijo el forastero son levantar la mirada del vaso.
—¿Le puedo preguntar lo que quiera? —insistió Lavodnas.
—Le dije que sí —replicó el otro, casi de mal humor.
Mi amigo se aclaró la gola y atacó. —¿Por qué el arco iris en Venus tiene un diámetro tan pequeño?
—El diámetro del arco iris venusino —dijo el forastero—, es pequeño porque aún no fue desvirgado.
—¡Mire usted! —exclamé, estupefacto.
—Lo del arco iris no me lo soñé... —dijo a su vez Lavodnas—; pensé que tenía otra cosa en el nacimiento.
—Ahora pregunto yo —dije—. ¿Por qué las noches tienen un color púrpura en Encelado?
—Las noches de Encelado —respondió el extraño— son púrpura porque la atmósfera es de purpurina. Esa purpurina sale de unas grietas que emanan plasma producido por el agente purpurinógeno saturnino, que tiene un carácter de porquería.
—Tiene razón —dijo Oir’uas, que iba por la quinta copa de gurusil, el destilado de semen del único batracio de nuestro mundo—. Yo estuve allí y lo vi. —Nadie prestó atención a las palabras de Oir’uas, y Lavodnas volvió a la carga.
—¿Por qué las campánulas iridiscentes tienen alcaloides de retroefecto paraventral obstructivo? —escupió como quien juntó saliva después de mascar tabaco azul de Selaviatán. Pero el viajero no se inmutó.
—Las campánulas iridiscentes tienen alcaloides de retroefecto paraventral obstructivo porque Igor Vladimirovich Retrochenko, en 2145, bombardeó el núcleo de los hipofilititos con un glucosacárido de acción oclusiva que obturó el gránulo de resolución endoparental.
—Discúlpeme —intervino Putiyun Juli’ert, que de eso sabía una colina y media—. Lo de las campánulas es más que objetable. Algunos le dicen hipofilititos y otros aseguran que son holocernícalos, pero creo que tanto una como otra de esas bestias pueden tener el mismo resultado global al ser bombardeados con los polisacáridos que están bastante sacados.
El extraño meneó la cabeza y esbozó una sonrisa, como si estuviera acostumbrado a esa clase de refutaciones. —Si usted lo dice…
Me pareció que era lo mismo que patear al caído, pero remaché con una pregunta de oro.
—¿Me puede explicar, jefe, cómo se comen las ostras azules del Mar de Aral, allá en Buryatya?
—Con las manos. ¿Hay otra forma?
—¡Claro que hay! —me encrespé—. Las ostras se comen con otras ostras. Se preparan con aceite que se extrae de un chile que crece en las mandíbulas del pez genghus, un pesto de la planta que da nombre a la llanura de Bue y sal del mar de Aral. Las manos las usan en Ulaan Baataar. No se confunda. Eso es Mongolia Exterior, no Buryatya.
—Si usted lo dice… —repitió el forastero—. Por lo que parece ustedes tienen todas las respuestas. ¿Para qué las preguntas, entonces?
Como si no lo hubiera oído, Lavodnas largó una más, especialmente ríspida. —¿El camello que pasó por el ojo de la aguja midió las consecuencias?
—¡Eso sí que no! —estalló el viajero—. No hubo tal camello. Era una soga, producto del error de Jerónimo, que era un pésimo traductor del griego. Y no pasó por el ojo de la aguja. Tal como vaticiné, era muy difícil que eso ocurriera.
—¿Vaticinó? —dijimos a la vez Lavodnas y yo—. ¿Usted es…?
—El mismo que viste y calza —dijo el extraño—. Alguna vez tenía que llegar al último grano en el culo del universo, ¿no les parece?
—¿Viene a redimirnos?
—¿A redimirlos? —El tipo se irguió con los puños sobre la mesa; sus ojos echaban chispas y se le congestionó el rostro—. Me mandaron castigado a este planeta infecto por el problema que armé en Huityfel. ¿Redimirlos? ¿Por qué no se van a la mismísima mierda, pelotudos del orto?
—No se sulfure —dije extendiendo la mano.
—¿Encima me carga? ¿Qué no me sulfure? Ahora verán que si me sulfuro puedo ser peor que mi hermano, el del Gran Sótano.
—¡No, por favor! —supliqué. Pero ya era tarde.
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