miércoles, 8 de diciembre de 2010

La Luna en mi Cielo - Guillermo Vidal


Eran las cinco de la mañana, con frío glacial y viento intempestivo en un paraje perdido en medio del desierto de la Patagonia; un ejército de camionetas negras de doble tracción rodeaba la pequeña casa cuadrada, además de coches de la policía local; circulaban entre los vehículos agentes de traje oscuro y anteojos de sol, con pieles blanco leche y el cabello cortado al rapé contrastaba con las duras facciones y el aspecto desaliñado de los policías del lugar. Todos los extraños coincidían en comunicarse con las manos haciendo gestos precisos; Iban y venían por encima de la terraza dos helicópteros, a cincuenta metros se instalaron dos larguísimos camiones, desplegando equipo, antenas, cámaras, y hasta sismógrafos. El bloqueo era total; ni una mosca podía escaparse sin que la atraparan. Un respetuoso oficial se adelantó y golpeó la puerta con los nudillos. Una luz mortecina se encendió en la entrada de la casa hasta el momento a oscuras. Una sombra tras una escueta ventana respondió con recelo al llamado.
—No son horas mijito, ¿Y que andan buscando por estas tierras perdidas? —dijo la anciana con voz serena y sin dar muestras de sorpresa al ver tal despliegue de fuerzas.
—Abuela —dijo el agente en perfecto castellano pero con un fuerte acento extranjero—tenemos un problema y hemos detectado en su casa el origen y queremos hacerle algunas preguntas.
—Mijo, de verdad están muy perdidos. ¿Qué puede saber una vieja que a ustedes les interese? —dijo la anciana con un dejo de ironía.
—El nieto, Rocina —gritó de atrás el comisario de la zona –parece que ha hecho algún lío, con todos esos aparatos que construye.
—Vea este chico, me saca canas verdes —dijo la anciana y se dirigió adentro— ¡Ramiro, arriba, que te busca una partida, vaya Dios a saber en qué te has metido!
Un muchachito lagañoso y de pelos revueltos apareció en el umbral. La abuela Rocina, destrabó la puerta y salieron al fresco. Ella envolvió en una manta al muchacho.
Correcto pero sin saludar el agente preguntó sin rodeos—Sabemos que estas al tanto de lo que buscamos.
—¡La luna! Deciles donde la has puesto —azuzó el comisario.
—No tenemos dudas que las perturbaciones tienen origen en este punto en el perdimos de vista en nuestras pantallas a la luna. ¿No crees que tu pobre abuela sea responsable? —insistió el agente.
—No tan pobre mijito, que ya hemos enfrentado gringos antes. Decí de una vez si tuviste algo que ver —dijo la anciana.
El joven sin todavía abrir la boca extendió una hoja de cuaderno arrancada al descuido. El agente la tomó y con una linterna la leyó con detenimiento esperando encontrar las formulas que le habían permitido al joven inexperto hacer desaparecer la luna.
—Es una carta de amor —dijo incrédulo el agente. Varios se acercaron a constatar lo que en efecto parecía una broma.
—Es un poema —corrigió Ramiro molesto.
—Dice “Quiero que la luna haga su nido en mi cielo, sos mi cielo Juanita, (debe ser la hija del almacenero de Ramos generales) te entrego la luna a cambio de un beso, para que luzca en tu cuello” —leyó en voz alta el comisario.
—Imposible, ridículo; quiere vender el secreto a una potencia extranjera. ¿Cuánto te pagan? Podemos pagar el doble —dijo otro agente con suspicacia.
—Ustedes vendrían a ser una potencia extranjera —respondió el comisario arrepintiéndose de haber hablado.
—Hace cinco días perdimos contacto con la base en Tico, la fecha de la carta coincide —agregó un asesor gubernamental.
—Es un poema breve —insistió el joven.
—Es un pillo pero no es mentiroso. Si dice que es eso todo el asunto, es eso —dijo la abuela.
—Me gustaría verlo —respondió incrédulo y con sorna el agente.
El muchacho seguía mudo apenas levantó el dedo para indicar una vaga dirección. Al poco rato trajeron a la Juanita, una morochita de ojos grandes escoltada por sus padres y seis hermanos miraba a todos lados asustada.
Ramiro camino despacio hasta la joven y ella le entregó la cadena con una medialuna brillante engarzada. Con un pequeño tirón el muchacho desprendió el colgante y lo lanzó al aire, que siguió ascendiendo y agrandándose mientras que se alejaba, hasta ocupar su lugar en el cielo.
—No te preocupes, tengo preparado un poema con el sol —dijo Ramiro por lo bajo, a la sonriente Juanita.

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