Rescatado por la Patrulla del Tiempo en el momento exacto en que un soldado raso del ejército persa, un tal Atosso, le atravesaba el pecho con su espada, Leónidas expresó su malestar porque la descomedida intervención le quitaba toda entidad a la profecía del oráculo de Delfos, según la cual el sacrificio de un rey salvaría a Grecia de la invasión aqueménida.
—Trescientos valientes espartanos, sólo trescientos y su rey a la cabeza, el valeroso y heroico Leónidas I, hijo de Anaxandridas. Y ustedes... ustedes... bastardos extranjeros, muñidos de inconfesables intenciones...
—Otro desagradecido —dijo el patrullero Miguel Raneman tocando la culata del desintegrador.
—Tranquilo, hermano —lo detuvo su compañera, Gilda Carrillovski—. Cumplimos órdenes. El Directorio planea hacer otra historia en algún lugar del tiempo y no es asunto nuestro. Cobramos un sueldo.
—¡Un sueldo! Buena mierda.
—Es un trabajo interesante —insistió Gilda.
—Insalubre. A veces hacemos miles de horas extras y jamás reconocen el plus por época turbulenta.
—Aprendemos. Es gratificante.
—¿Gratificante soportar a este cerdo paleto y presuntuoso autoglorificándose por haber matado a un par de persas? ¡Por favor!
Carrillovski miró a Raneman, desarmó un gesto de perplejidad, sustituyéndolo por uno de convicción irreductible, sacó la pistola y desintegró a Leónidas.
—Diremos que llegamos un minuto tarde. Que Atosso había hundido la espada demasiado hondo. Que no tenía sentido traer un cadáver. Y que nos habíamos quedado sin energía para otro viaje. ¿Lo creerán?
—No —dijo Raneman—. Pero tampoco van a hacerse problema por un espartano más o menos.
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