La visita que le hice a mi amigo, el astrónomo Charles Pheinstberg, especialista en pulsares, casi termina en un desastre. Por lo pronto, no imaginé que el perro de la familia, Sirio, me haría ver las estrellas al arrojarse sobre mí para morderme en los gemelos, ni que me caería en el agujero negro del jardín cuando, con un par de litros de Castel Leverrier, cosecha 98, entre pecho y espalda, quedé más obnubilado que si me hubiera estallado una supernova en la cara. Por fortuna, entre los invitados estaban Ares, el periodista, y Antares, el escritor e ilustrador, quienes me reanimaron leyéndome pasajes del Libro de Urantia. ¡Fue milagroso! No sólo me recuperé de inmediato sino que pude llamar telepáticamente a un par de alienígenas que merodeaban el Sistema Solar para que se unieran a la fiesta. Monx y Minx son divertidísimos. Pero eso lo contaré otro día.
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