Están apoyadas contra la pared de adobe, todas con sombrero y abrigo. La calle de tierra sube y, hacia el horizonte, parece apuntar al medio de los colores del cerro. Me cobran por cada foto que les saco. Un lugareño se acerca y me susurra lo que ya había escuchado, que temen que las cámaras le roben el alma. Me sonrío y sigo fotografiando: es muy barato. Todas parecen posar. Una de ellas me ofrece pimentón, le digo que no y me dice que no hay foto. La miro y le pregunto cómo pueden creer eso si hay televisión y computadoras en el bar de la esquina. Le saco la foto igual y veo que, lentamente al principio, su cara queda como una máscara de piedra. Miro la pantalla y en ella la veo sonriente. Escucho un click y veo una lente que me enfoca.
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