lunes, 17 de octubre de 2011

Perdido/encontrado – Héctor Ranea


—¡Ni que lo diga, señora! Justamente, a mí se me trabó una media… y aquí estoy —dijo la mujer con el capote rojo.
—¡Pero no va a comparar! El mío era un brazalete con diamantes.
—¿Se acuerda los quilates? –intervino el dependiente.
—¡Qué me voy a acordar! Me lo había regalado mi marido para la última Navidad.
—Eso fue hace pocos días —terció un pelado que hacía cola, como el resto.
—¡La última que pasamos juntos! Después murió, pobre. El público frente a las ventanillas se quejó con un murmullo.
La del capote, estupefacta, dijo:
—¿Se le trabó el brazalete justo donde a mí se me trabó la media?
—Justo, ¿por?
—Pero ¿cómo hizo? ¿En la escalera mecánica?
—Me habrá trabado mi marido.
—¿El muerto?
—¡El muerto, sí!
—Les recuerdo a todos. Ésta es la oficina de muertos en escaleras mecánicas —dijo el dependiente. Retumbó un murmullo.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Objetos perdidos – Sergio Gaut vel Hartman


Recupere su sexualidad, decía el aviso. Fue en ese justo momento que el tipo recordó lo que había dejado olvidado. Salió corriendo, preocupado por la posibilidad de llegar tarde. Y llegó tarde, nomás: se le hizo trizas el corazón al ver a su mujer y a su amante devorando con fruición sus partes íntimas luego de guisarlas.

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman

Hambre - René Avilés Fabila


Desperté con un apetito atroz e inaplazable; me dirigí a la cocina: el refrigerador estaba vacío; de una alacena obtuve un libro con docenas y docenas de sabrosísimas recetas; de inmediato lo herví en la olla a presión y luego puse la mesa dispuesto a darme un suculento banquete con sus páginas.

Sobre el autor: René Avilés Fabila

Lógica - Rafael Blanco Vázquez


Uno de los esbirros del gran jefe le dijo a su compañero:
—Me gustaría escribir un libro.
—¿Tienes la historia?
—Sería la historia de un tipo que no soporta salir de casa y de otro tipo que no soporta estar en casa. El primero es un intelectual, un reflexivo, un solitario. La gente le da mocos. El segundo es un activo, un tipo que necesita estar haciendo cosas rodeado de gente. La soledad le da acidez. Ambos quisieran ser quien no son, o sea el otro. Pero a su vez no les queda más remedio que estar orgullosos de lo que son. Y en esta dicotomía se les va la vida.
—Mola tu historia. ¿Por qué no la escribes?
—Pues porque soy gángster.
—Ah, claro.

Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez

Camino de la locura - Daniel Fernández


No hay tregua en el camino de la locura, cuando las cuerdas que te sujetan cada vez están más tensas, y los cimientos de la cordura comienzan a temblar. La luz se hace más brillante, pero a impulsos, viene y se va, y cada vez son más largos los ratos a oscuras, y es cuando las manos de la sinrazón se aprovechan, te empujan de un lado a otro. En los pocos momentos de lucidez pides ayuda, pero el mundo está sordo y no atiende a tu llamada de auxilio. Ahora, todo está perdido, y las resbaladizas paredes del pozo ya no te dejarán salir. Nunca.

sábado, 15 de octubre de 2011

Diez - Ricardo Giorno


Los árboles secos, las piedras húmedas, la niebla ocultándole los pies. Una figura —masculina a simple vista— camina por ese aquelarre de horrenda vegetación. Había cubierto sus facciones con la capucha azul de una amplia capa. Y su andar se tornaba incierto. Como si estuviese buscando algo.
De más adelante, le llegó una fetidez que sabía de antemano de qué se trataba: un curso de agua lodosa, burbujeante. Evitó respirar hondo. Sitio impuro, en verdad.
La figura se descubrió, y la mata de sus cabellos grises ondeó con el viento. Las negras cejas se arquearon, y arrugas le cruzaron la frente. La barba blanca se perdía debajo del broche de oro de la capa. Investido de oro y azul, el anciano era consciente de que su apariencia regia contrastaba con lo siniestro del lugar.
Por fin llegó a una de las márgenes del riacho.
Extendió los brazos hacia la noche, y el viento cesó. Una pequeña muestra de mi poder, pensó sonriéndose.
Se plantó ante ese lodo negro. Alzó la voz en una salmodia. Danzaron las manos al ritmo de sus labios.
El barro burbujeó aún más en una zona justo frente al anciano. Se movía como siguiéndole el ritmo a las manos.
La voz chilló en tono monocorde produciendo una melodía hipnotizante. Del barro se elevó una columna que fue transmutando burbujas por chispazos amarillos. La columna giró y se retorció y se retorció cada vez con un chasquido diferente. Para luego aplanarse en el barro como moviéndose por leyes antinaturales.
—¡No te escondas! Ven, ven a mí —dijo el hechicero—. Aparece ya ante mi todopoderosa presencia que te conjura —y tiró del broche de oro de la capa azul.
Al abrirse la capa, una esfera que colgaba sobre su pecho fulguró en amarillo.
Del lodo, ahora emergió una mano huesuda, monstruosa. Luego, una cabeza aún más bestial. Por fin, el resto del cuerpo. Del enorme cuerpo. ¡Un golem, a todas luces!
El golem, sin hundirse, caminó sobre el barro y fue hasta el hechicero y se postró a sus pies.
—Tu llamado me ha despertado —dijo con voz pastosa—. Y aquí estoy.
—Debes hacer un trabajo para mí —la esfera amarilla brillando aún más, se hundió dentro del pecho de la bestial criatura. El anciano cerró la capa y volvió a ajustarse el broche dorado. El otro, sin contestar, permaneció postrado—. ¡Obtén el Grial de estos tiempos! ¡Tráeme la Copa del Mundo!
Entonces el golem, temblando violentamente, disminuyó de tamaño. La piel se le tornó más pálida, aunque no blanca. Se transformó en un muchachito retacón, de exuberante pelo negro y rizado. Su mirada resultaba desafiante.
—Así será —dijo, y partió hacia La Paternal.

Acerca de: Ricardo Giorno

Venganza extraordinaria – Héctor Ranea


Héctor Detroya fuera sepultado o no bajo aludes de palabras, no solía achicarse bajo ningún concepto así que, antes de salir con su corcel salteño fuera de la pila de palabras, anotó con su prov...erbial birome la secuencia con la que apabullaría, a su vez, al famoso prestidigitador peripatético y por añadidura goloso de palabras.
—Me quiere primerear con la palabra ludo cuando cualquiera sabe, escritor o no, que el mismo no es sólo un juego sino también una playa que se llama lido podríamos usarla como juego de cubiertas. Me dice ajedrez y pienso en las ciudades a damero que cubren el territorio de nuestro país así que con ajedrez me quedo con ajetreo ¿y de ahí? ¿Le duele el juego del ludo? Entonces se convence que con tetris me convence de mi ignorancia, pero tetris viene de ser pocero, cosa que en mi pago es altamente redituable, si me pesca el acertijo así que de tetris paso a tétrico que es la condición de oscuridad necesaria en todo agujero que se precie a menos que sea el famoso túnel que ven los que están al muere, si se puede decir eso de los muertos. Me río de waterpolo, sacada, al parecer de un diccionario desvencijado donde a Napoleón le dicen: —Monsieur, parece que perdimos al waterpolo y él cree que perdieron en Waterloo. Incoherencias de las historias. ¿Y qué con truco? Obvio, señor mío: quiero retruco y no siga que blando ancho de espada y de basto. En cuanto al pase inglés, le diría clave española para que tenga y reparta. Ésa no se la esperaba, claro. Más vale que en el juego de la oca no se me trague un sapo y ni qué decir del backgammon, juego de sapos de utilería que saltan al ritmo de los dados como corresponde a los sapos así que le respondo silencio: sapos saltando. En cuanto a poker a la semántica me remito y más no digo para no avivar giles que en el poker, habrá usted de saber, no hay nada peor que hablar antes de jugar la mano. Eso sin contar que también le respondo, pero en privado, por las otras ciento y pico que me tira. No se desafía a un salteño a jugar con las palabras y se sale indemne, escritor o cruzado de Brancaleone.

Acerca de: Héctor Ranea

El hombre de negro - Beatriz Fariña


Cuando aquel hombre de negro (ya no utiliza guadaña, está pasada de moda) se me acercó y me dijo:
—Te vienes conmigo.
Tenía yo aun muchas cosas que hacer, y mira que era guapo y atractivo, sí atractivo a pesar de un cierto aire siniestro. Tenía yo la tarde creativa y quería cocinar una cenita especial e imaginativa. Además al día siguiente había quedado con unos amigos para arreglar la huerta. Eso y un montón de planes para los siguientes días, semanas, meses, etc.
Así que le tuve que decir que no, que se esperase. Yo seguí a lo mío, tosí con fuerza, que había leído en internet que era bueno en esas situaciones. Tosí y pensé en lo rica que me iban a quedar las cigalas a la plancha con la salsa que estaba batiendo. Así que no le quedó otra que irse, y mira que era guapo.

Tomado del blog: El Beso del Lagarto

Maternidad de madera y marfil – Sergio Gaut vel Hartman


La noticia recorrió el tablero a la velocidad del rumor. ¡La Dama Blanca está embarazada! Era la primera vez que ocurría algo como eso, por lo que las huestes leales cerraron filas, dispuestas a formar un vallado de protección que asegurara la tranquilidad y lozanía de la gestante. Aquí debe señalarse (no sabemos si con animosidad o inocencia) que esas medidas coincidieron con un ataque demencial del bando negro. A la inevitable inmovilidad de la dama blanca se opuso la vertiginosa actividad de su simétrica rival, lo que derivó en una serie de acciones suicidas que dejaron un luctuoso saldo de piezas fuera de juego. Pero transcurridas las prescriptas nueve jugadas, y sin que ningún arresto del sector negro lograra torcer el rumbo de los acontecimientos, la Dama Blanca dio a luz.
El Rey blanco corrió a la sala de partos, ubicada en la remota casilla Hacheuno y se preparó emocionado para recibir a su heredero. Pero la ilusión no tardó en dejar su sitio al desencanto y la felicidad a la furia: el recién nacido era un monstruoso peón gris que lucía una corona en su voluminosa y deforme cabeza.

Acerca de: Sergio Gaut vel Hartman

El hilo - Mónica Ortelli



Créanme que es extraño y fascinante a la vez. Mi cabeza es un globo. No hay cuello, apenas, una cuerda delgada que se alarga.
Conocí a una mujer a la que le pasaba lo mismo: la cabeza le subía por encima de las de los demás; caminaba, comía, atendía a sus pacientes –era médica-, con esa sensación. A veces —me contaba— temía que se le escapara por la fragilidad que adivinaba en lo que ya no percibía como cuello. Sólo estando en la cama todo volvía a su sitio, hasta que se levantaba otra vez. El marido, médico también, le decía que era cansancio; el psiquiatra, depresión. Dejé de verla por las vacaciones. Al regresar, supe que había fallecido. Algo súbito, dijeron.
¿Comprenden ahora por qué hace días que estoy acostada, verdad?

Mónica Ortelli

Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

Sátiro – Lucía Amanda Coria



Se desnudó con movimientos provocativos. Exhibiéndose sin pudor alguno. Espiando el estupor en los ojos desorbitados, fijos en su cuerpo.
—Te doy lo que querías maldito sátiro —dijo en voz alta—. Mira todo lo que quieras. Estoy harta de que me espíes todas las noches.
Se demoró ante el espejo, acariciándose. El hombre seguía  en la ventana, con la cara pegada a las rejas. Aferrado a los hierros con ambas manos, el rostro enrojecido, la expresión extraviada.
 Al fin, cansada de su propio juego, ella  se calzó sus primorosas chinelas. Desnuda cruzó la  habitación y fue hasta el enchufe. Desde allí miró con ojos seductores al intruso y luego desconectó el cable que electrificaba el hierro de las rejas.

Lucía Coria

Sin viernes – María Pía Danielsen



Eligieron un día de la semana. Fue el de Venus, diosa de la belleza y el amor. Viernes de almas y cuerpos desnudos. De confidencias largas, musas inquietas y labios fundidos sin tregua. De eternidad revestida de sueño, toalla, peine y cepillo.
Venus fue vertiente, acorde, puente.
Su ausencia mutó a pasión crucificada en el calvario del viernes santo.
La semana, huera de viernes, cubrió de añoranzas la figura de los amantes descarriados.

María Pía Danielsen

Tomado de: http://elhuecodetrasdelaspalabras.blogspot.com/

Desmedida confianza - Gladis López Riquert



Después de muchos años de pruebas y gracias a un dato otorgado por un sueño, logré la forma y las indicaciones para obtener cualquier clonación. No lo comenté con nadie, por supuesto, porque la ley prohíbe hacerlo sin protocolos científicos.
Probé con mi perro, Giménez, y así el pobre tuvo con quien jugar. Probé con el gato de la vecina, aunque a mí no me gustan los gatos. También probé con el hijito número cinco de mi prima Ofelia, que no se dio cuenta que ahora tiene dos niños iguales en la casa. ¡Está tan loca siempre!
Probé con cada cosa animada que me gustara. ¡Probé con tantas cosas! Y jamás se me ocurrió…
Creí que ibas a estar siempre.
Los planos para la clonación se deben hacer con el animal o la persona dormida.
Y vos ya hace dos meses que no dormís en casa.

Gladis López Riquert

Inevitable - Claudia Sánchez



Sigue teniendo esa cara de buena gente con la que me conquistó. No es que esté mal, pero a veces no se puede complacer a todos.
Él no podía resistirse. Lo supe cuando, después de decirle que había leído su intercambio de correos con Lucía, con su mejor cara de cordero degollado y muy convencido, me dijo “no lo pude evitar”.
Estuve ensayando esa misma expresión para cuando la policía baje de la terraza y me pregunte por qué se suicidó.

Claudia Sánchez

viernes, 14 de octubre de 2011

El destino de un B38 - Mara Gena


Sacarse sangre es un verdadero acto surrealista. Verá usted, a veces es necesario bajar doce o quince escalones hacia el fondo de la tierra mientras se lucha a codo limpio con aquellos que desean llegar primero a que les puncen una vena.
Una vez abajo, encantadores y eléctricos azules nos esperan. Pantallas de párpado abierto en las que uno se desquita metiéndoles un dedo. Y ellas nos escupen con un papel. B38. Por veinte o treinta minutos seré: B38. Miro a mi alrededor con obvias sospechas. ¿Qué significado puede tener esto? ¿Por qué el Universo intenta implicarme con esta designación súbita? Los pensamientos me agitan. La música funcional trata de calmarnos. Pretende nuestro olvido. Avanza sobre nosotros como si lamiera la ansiedad que despierta la escena. Al frente hay formaciones de asientos y asientos y asientos. Hay maridos perdidos y recuperados. Hay calvos estupefactos. Hay señoras con sombreros incomprensiblemente preparados para un ardiente mediodía de sol.
Y están también los cubículos. Alineados cubículos de color blanco. Como si el blanco pudiera quitarles algo de perturbador.
Pantallas, números, cubículos. Bisbiseo entre las hileras de asientos. Somos esa gente que espera sentada. Y lo más extraño es que nadie entra en crisis. Nadie llora. Nadie. A lo sumo un hombre con su camisa roja despelleja con delicadeza el barniz de una revista. Y la espera se alimenta. Come nuestros tamborileos de calzado, nuestros resoplidos y en el fondo esas voces que confirman nuestros datos. Edad, DNI, teléfono y más que nada la firma. Aquí el pedido de la firma es algo receloso. Es la prueba de nuestra connivencia. Parece que recién cuando hemos firmado conseguimos el verdadero derecho de estar en este lugar.
TITU, TITU.
El sonido es inocente parece el guiño de un pájaro con un solo ojo que de pronto sabe poner un huevo. Pero en realidad son una hilera muy larga de pájaros con un solo ojo que al unísono guiñan y ponen un huevo.
TITU, TITU.
Entonces una puerta se abre y alguien entra apurado.
Desde cierto ángulo se puede ver al habitante del cubículo. Alguien que insiste en distraernos con su delantal blanco de la aguja que lleva en su mano izquierda. Así cada uno de los cubículos se va llenando con una persona que extiende su brazo y otra que mientras succiona una cantidad premeditada de sangre pregunta por el clima. Y todos entran pacíficamente.
TITU, TITU.
Es mi turno. Una mujer de blanco me hace pasar a un cubículo blanco.
–Arremánguese y cierre el puño por favor –me dice y se da vuelta sin temer ataque o mordida. Gira pequeños rebaños de tubitos transparentes y nuevamente me encara.
–Le va a apretar un poco el torniquete pero el pinchazo va ver que ni lo siente.
Debo reconocer que tiene razón. El torniquete hace su trabajo de maravilla. Aprieta fuerte mis sensaciones junto a mis pensamientos y ya no distingo unos de los otros. Ya no recuerdo que el pico de una aguja ha penetrado mi torrente sanguíneo y lo está siendo succionado hacia un esterilizado mundo exterior.
Lo comprendo de pronto. Es algo que en el sentido convencional no tiene lógica. No recauda palabras y no posee etiquetas. Es un espacio que se abre como un destello.
Éste es el destino de un B38.

Twister - Daniel Frini


Mil años hace que la cruz de ocho brazos y el águila bicéfala decoran el arquitrabe de la Puerta Xylokerkos; y en este día, el segundo antes de los idus de abril del año santo de mil doscientos cuatro, vigilan a las tropas de Enrico Dándolo, Dux de Venecia, que están estacionadas sobre la llanura que rodea la via Egnatia y se relamen imaginando el inminente saqueo de la Ciudad que es Morada de Todo lo Bueno, Ojo de Todos los Pueblos, Guardiana de las Iglesias, Líder de la Fe, Guía de la Ortodoxia, Querida en las Oraciones y Maravilla ajena a este Mundo.
La Cuarta Cruzada está a las puertas de Constantinopla.

Dentro de las murallas, en el nártex de la iglesia del Venerable Monasterio de Andreοu en te Krisei, y a tan corta distancia de los invasores que la hediondez de las hordas latinas apesta el aire; están Zaoutzes Petraliphas, presvýteros y parakoimomenos del Emperador y Vatatzes Isaakios, archiepískopos y koubikoularios de Su Santidad; ambos rojos de ira, disputando un capítulo más de la larguísima batalla dialéctica, sin poder ni querer dar respuesta a un dilema mayúsculo.
¿Cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler?

Arriba, los integrantes de la Corte Celestial, obligados por el famoso texto de Mateo, se ligan o desligan según los designios de los dos Hombres Santos que, allá abajo, intercambian improperios que duelen más que puñaladas.
—¡Tal vez fueran necesarios tantos ángeles como granos de arena hay en las playas de todos los mares, mi estimado hermano, hijo de una gran perra! —dice Zaoutzes y cien mil millones de ángeles —que es una manera de decir innumerables— se apiñan, sudorosos, en la bruñida superficie metálica.
—¡La cantidad de estrellas que Nuestro Dios puso en el cielo es mil veces menor que el número posible, dilecto amigo, hijo de un burro y una rata! —y un millón de millones de ángeles —que es una manera de decir incontables— se contorsionan, adoloridos.

—Ya me cansé de tantos calambres ―dice, en un hilo de voz, Gabriel Arcángel, Mensajero de Dios, Guardián del Edén, Señor de la Misericordia, la Muerte y la Venganza—. Esto no da para más. Como puede, saca su mano derecha de entre un impresionante manojo de cuerpos descalabrados, agita su dedo índice y le ordena a Balduino de Flandes, comandante de los cruzados:
—¡Ataquen!

Abajo, las hordas de occidente se lanzan contra las murallas y las superan.
Constantinopla cae.
Una hora después, Zaoutzes y Vatatzes mueren atravesados por sendas espadas, sin haberse percatado de nada. La discusión termina.

Arriba, un suspiro de alivio recorre la multitud de la Corte Celestial. De a poco, el Gran Nudo se desarma y cada uno de los ángeles ―golpeados, amoratados, rotas las alas— dejan la cabeza del alfiler y se dirigen, estirándose, a cumplir con sus tareas.
—¡Uf!
—Ya era hora…
—Otro siglo así, y me quedo sin espalda.
—¡Ay!
Uno estira los brazos, otro se sacude.
En la superficie brillante, quedan algunas manchas de sangre y muchas plumas de todos colores. Justo en el centro, unos quinientos o mil ángeles ―que también es una manera de decir infinito— permanecen envueltos en un revoltijo.
Tardarán una eternidad en desanudarse.

Acerca de: Daniel Frini

El túnel - Jesús Ademir Morales Rojas


Sofía y Salvador habían estado discutiendo. La travesía en automóvil había sido larga y extenuante. Este viaje lo habían planeado desde hace mucho tiempo: el destino turístico elegido era el del momento, el más popular. Sin embargo, el trayecto a través de desiertos y parajes desolados al final los alteró y los hizo reñir. Desde hace un par de horas no se habían dirigido la palabra y resentidos, solo se miraban de soslayo, en momentos.
De pronto, en el camino apareció, debajo de un gran cerro, un oscuro túnel. Ingresaron en él. Muy a lo lejos, en medio de las tinieblas, se percibía una pequeña luz: era la salida.
Fue en ese instante en que a su lado escuchó aquella voz susurrante. Era un soplo asexuado y apresurado que le estremeció al sentirla en el oído:
“Cuando dormías me levante y me quede frente a ti, de pie, durante horas, en el silencio. Luego, en cuanto escuche el llamado de la noche, baje las escaleras a cuatro patas, lamiendo el piso y aullando la letanía secreta. Salí de la casa y dancé entre la lluvia mientras me arañaba el rostro y el pecho… sangre, lodo, lágrimas… era delicioso”
Con asombro, asco y temor, miró hacia esa sombra que le hablaba. Al frente, en el camino, la luz crecía, pero a un ritmo lento y desesperante.
El susurro, atropellado, jubiloso, irónico, prosiguió:
“El llanto del dios blanco me sacó de aquel éxtasis. Corrí frenéticamente y subí las escaleras, dejando un rastro de la espuma y la mucosidad que me corrían por la boca y la barbilla. Seguías en el lecho, tu sueño era profundo: el dios lloró desde allí, me llamó. Abrí tu boca y me asome con ansiedad: entre la húmeda negrura percibí al dios blanco, se retorcía, estaba hambriento. Sus ciegas antenas golpeaban en tu traquea y su largo cuerpo, se anudaba en tu garganta con ansiedad. Me llamaba.”
La luz, el automóvil, su marcha parecía falaz. La angustia y la repugnancia colmaban su ser.
Aquella voz neutra, casi infantil, ahora estremecida, continuó: “Al percibir mi demora, el dios blanco, dolido, se hundió en tus entrañas. El temor de perderlo me hizo decidirme: con una mano me sujete la lengua y entre alaridos tire de ella hasta arrancármela. El chorro de sangre que broto de esa herida me bañó el rostro, el dolor casi me hizo perder la conciencia… pero era delicioso. Sin pensarlo más quise darle la ofrenda al dios blanco: metí mi mano con su preciosa carga en tu boca y empuje con todas mis fuerzas.”
“Cuando sentí que el dios blanco, agradecido, aceptaba el sacrificio y comenzaba a alimentarse de él, tú despertaste…percibí tu sorpresa, tu temor, tu furia…mordiste mi brazo una y otra vez y enceguecido de dolor, supe por fin que el dios, agradecido, había correspondido a mi ofrenda. Entre sangre, bramidos, carcajadas y llanto canté la letanía secreta hasta que el alba nos sorprendió con su luz….”
Lo deslumbró un gran resplandor: habían salido del túnel. Estaba a punto de gritar de espanto. El camino seguía serpenteando hasta el horizonte y el automóvil avanzaba libre en esa despejada ruta. Uno de ellos encendió el radio apresuradamente. La melodía de moda sonó entre el rumor del motor y el aire del desierto. Por fin se miraron, con miedo, como si temieran no reconocerse, luego Sofía y Salvador intercambiaron sonrisas nerviosas.
Sin mirar atrás, ambos supieron que el túnel ominoso y oscuro, como un ojo ciego, les miraba partir, abierto rotundamente, como el bramido de un oráculo extático.

Un aula como cualquiera otra - Ricardo Giorno


Conecten percepciones.
Hoy estudiaremos a un ser que se autodenomina evolucionado. Existe sobre la superficie del planeta AMM33RGG, y que su especie lo nombra como “Tierra”.
Si manejan su entendimiento al cuadrante AXZ-007 podrán apreciar al espécimen: su avanzar, los órganos vislumbradores, las extremidades superiores.
Fijen el monitoreo del efluvio al costado de la holo: perciban los patrones de las terminaciones nerviosas. No les digo más, saquen sus propias conclusiones.
Concreten cómo a pesar de la imperfecta alineación de la punta de las extremidades inferiores con respecto a las salientes de los edificios le permite desplazarse… ¿Cómo dice? No, segmento R-32, el bípedo terráqueo no tiene extremidades rematadas en gel deslizante. Ya deberían saber que el hombre posee “pies”.
En este preciso momento, nuestro estudiado adquiere presencia en un trasbordador multipersonal. A pesar de que otros seres de su especie lo rodean, el efluvio permanece constante. ¿Qué significa esto último?… Alguien que conteste… no segmento E-32, no me refería a esa clase de efluvios. Me refería al ritmo de su corteza cerebral. Muy bien, segmento G69, esa especie tiene sólo un cerebro. Cerebro cuyo funcionamiento continuamente tratan de disfrazar mediante… A ver, a ver, quién se anima. No, segmento R-32, el bípedo terrestre no es multiforme. ¡Muy bien nuevamente segmento G69: mediante lo que ellos llaman “emociones”! Ya sabemos que no sabemos lo que significa “emociones”, por eso estudiamos esta especie, no deben preocuparse por ahora.
Sigamos. Estimen cómo prospera a pesar de la desigual geometría de la superficie planetaria. Y lo hace con un solo cerebro… ¿Cómo? No, segmento R-32, el cerebro no está ubicado donde usted dice. Sí, sí, ya sé que eso abulta, pero no es el cerebro. Está atrasado segmento R-32. No, no me importan las actividades volcánicas, debe tener la tarea al día.
Volviendo al bípedo unicerebral, consideren la siguiente acción: Nuestro estudiado se detiene junto a un aparejo metálico, sus efluvios habían entrado en el área sincrética aproximadamente en tres cuartos de presec. Entonces un congénere le alcanza algo (ayuda: se trata de alimento). Preguntas: ¿Cómo disfraza efluvios para que parezcan perteneciente al área andránica? ¿Si en la ocasión se produce un intercambio: qué significado tiene dicho intercambio? No, segmento R-32, no intercambian ningún tipo de líquidos.
Bien, ya tienen tarea para la próxima clase. Pueden desconectar percepciones.

La ruta pagana - Guillermo Vidal


Era solo un mensajero, se repitió con insistencia mientras masticaba confusión. A pesar de la zozobra con la que se había puesto en camino no se le pasó por la cabeza negarse a la misión que le había sido encomendada.
─A la ruta pagana iras y ante el dios de las tormentas harás libación y ofrendas.
─¡Pero está prohibido!
El Sumo no se dignó a contestarle y siguió impasible su perorata.
─Y luego le entregaras este mensaje, es un favor que nos debe y que prometió devolver a su tiempo. En caso que se resista recuérdale que evitamos la condena de su gente y dejamos que sus sacerdotes y adivinos que predecían el clima se convirtieran en meteorólogos y legalizaran una ciencia que no es tal.
El solo recordar la conversación con el superior le hacía sonrojarse mientras le temblaban las piernas al punto de bambolearse de un lado a otro de la vía como si estuviera borracho. A los costados de la antigua ruta imperial yacían los antiguos templos de las deidades perdidas y ante la vista del hábito los fieles de las desterradas religiones politeístas se escabullían aterrados, creían que venía a condenar sus ofrendas profanas. Se detuvo ante un edificio en buen estado con la con una gran pantalla en el frente que se activo con al detectar su presencia.
─Oh dios de las tormentas y el buen clima pido me des un augurio de buen tiempo para las fiestas, el pedido viene de lo más alto ─dijo como si escupiera las palabras, consciente de que cometía un sacrilegio por la sola razón de la obediencia. En este caso era el mismísimo Todopoderoso y declarado deidad única el que enviaba un mensaje pidiendo a sus sacerdotes que se comunicaran con esta despreciable divinidad secundaria. Los tiempos han cambiado mucho, pensaba, desde la época de la estricta observancia; la crisis es tal, con los recortes y reducción del presupuesto, que llegó a los cielos y hasta los monoteístas se vieron obligados a tercerizar.

jueves, 13 de octubre de 2011

Tedio - Rafael Blanco Vázquez


Nunca le pasaba nada.
Vivió en ciudades varias, países diversos, continentes dos. Trabajó de profesor, de traductor, de intérprete. Frecuentó a cineastas, escritores, músicos, escribió libros, cine, teatro, actuaba, producía, posaba para fotógrafos. Conoció el bullicio de la ciudad y la calma del campo. Tuvo épocas de mucho éxito con las mujeres y épocas de fracaso total. Conoció la brutalidad del deseo y la tristeza de su ausencia. Pero nunca le pasó nada.
¿Cómo quitarse de encima la plomiza sensación de que no pasa absolutamente nada?
Rafael Blanco Vázquez

Cambios en la programación – Fabián García


Lo aplastó un auto: el chofer iba mandando mensajitos de texto. Él, que iba hacia el supermercado, quedo abierto sobre la avenida. Temblaba. Abría y cerraba la boca, como los pescados. La sangre que perdía iba hacia el cordón de la vereda, y la gente la seguía con los ojos. ¡Era tan roja! Les pareció mas divertida que la tele, que el tipo que en el suelo se moría, apretando en la mano la lista de las compras.

Fabián García

En el ajedrez como en la vida – Sergio Gaut vel Hartman


Era un rey tan audaz que en la sexta jugada ya estaba a tres leguas de su palacio y en la décima se había internado tanto en el campo adversario que sus súbditos empezaron a temer por su vida. Sin embargo, él, temerario, siguió avanzando y alcanzó la octava línea cuando promediaba el medio juego. El problema empezó cuando los jueces le dijeron que para coronar tenía que someterse a una delicada intervención quirúrgica.
Sergio Gaut Vel Hartman

Regresión - Federico Demarchi


Has entrado al laberinto, aunque no recordás en qué momento. Estás dispuesto a perderte por mil senderos distintos hasta dar con el monstruo. Sin embargo, conforme avanzás, las paredes ralean. Finalmente llegás a un descampado. Bajo el tibio sol caminás sin rumbo fijo. Cuando tu buen olfato te pone sobre aviso, te plantás en medio del valle y bajás la cabeza buscando tu espada. Pero no hay tal espada. Te dejás caer de rodillas. Se te hace agua la boca. El pasto tierno entre los dientes te enseña la libertad.

Tomado del blog Poesía y Microficción

La locura es poder ver más allá – Esteban Moscarda


Fue cuando estaba mirándome al espejo, por la mañana, que se me ocurrió. Me desnudé, me cubrí el cuerpo con gelatina sin sabor y salí a la calle gritando incoherencias (“viva el jamón” y “somos el néctar del sátiro que alumbra las calles” y “compre dos centauros al precio de un elefante carilindo” y “la vida es una caja de bombones rellenos de barro” y “el vino patero en realidad es vino manero”).
Solo cuando estuve dentro del patrullero entendí: la locura es esto, la normalidad que agobia cada uno de nuestros días. Ahora soy libre, aunque dicha libertad sepa a loquero gris.
Esteban Moscarda

miércoles, 12 de octubre de 2011

El resto de la historia – Sergio Gaut vel Hartman


Muerto de sueño, el vampiro se metió en el ataúd equivocado cuando aún no habían dado las dos y despertó al dinosaurio, que debía salir a escena a las siete, cuando sonara el despertador de Monterroso.
—No hay derecho —refunfuñó la bestia, pero no adoptó ningún temperamento agresivo porque sabía que con el conde no se juega. Se levantó, paseó por dos o tres sueños sin relevancia literaria y terminó en la pesadilla de Chuang Tzu, esa en la que el chino se creía mariposa y viceversa.
—Me moriré de frío si no consigo zapatos —dijo uno de los dos, Chuang Tzu o la mariposa, no recuerdo—; el piso del tanatorio está helado.
El dinosaurio leyó tres veces el cuento de Hemingway y consiguió otros tantos pares de zapatos casi sin uso que habían pertenecido a un bebé que salía en la microficción del escritor norteamericano. Se los dio a la mariposa pensando que a Chuang Tzu no les iban a entrar. Pero su problema seguía sin resolverse: ¿qué haría con las cuatro horas y pico que quedaban por delante? Caminó por los pasillos fumando puros y porros, hojeó antiguas revistas deportivas, aplastó cucarachas y persiguió ratas sin propósito asesino alguno. Así consumió una hora y media; todavía faltan tres, reflexionó. Y todo el mundo sabe lo pesado que puede ponerse un dinosaurio desvelado. Volvió a caminar por los pasillos sin rumbo definido, tratando de matar el tiempo, pero el tiempo es duro de matar, como brusgüilis, por lo que decidió no volver a intentarlo. Cantó canciones de Pablo Milanés y Luis Eduardo Aute, leyó un libro del escritor mexicano Federico Schaffler (el dinosaurio había hecho un curso de lectura veloz en las Academias Berlitz) y recordó con nostalgia El mundo perdido, una antigua película de Harry O. Hoyt basada en la novela de Sir Arthur Conan Doyle, con Wallace Beery en el papel del profesor Challenger. Nada. El reloj no tiene apuro. Por fin, a eso de las cinco y media, vio luz en una habitación del ala norte. Irguió el cuello y pudo divisar, sobre una cama, a un tipo durmiendo. ¿Durmiendo con la luz encendida? ¡Claro! Si la luz hubiera estado apagada el dinosaurio no habría visto nada. ¿Y que vio el dinosaurio? Vio que el tipo se iba transformando en un monstruoso insecto.
—Olalá —dijo el dinosaurio. Y dijo “olalá” y no “oioioi” porque hasta donde yo sé ninguno de esa especie se convirtió al judaísmo—. Esto se lo tengo que contar a Kafka. —Sacó el celular del bolsillo y marcó los quince números de la casa del escritor checo—. Tenés que escribir sobre un tipo que se está convirtiendo en escarabajo.
—No me interesa —dijo Kafka.
—Se lo paso a Calvino; después no te quejes.
—Es irrelevante. Aunque lo escribiera, ya le di órdenes a Max para que queme todos mis papeles cuando me muera.
—¿Puedo interpretar esto? —dijo un anciano de barba y cabellos canos incorporándose en el diván que lo cobijaba.
—¿Quién es usted? —interrogó el dinosaurio—. ¿Yehudi Menuhin, Jascha Heifetz, Mischa Elman, Itzhak Perlman?
—No. Soy... otro. Pero el que responde con preguntas, ¿no debería ser yo?
El dinosaurio miró su reloj y comprobó que solo faltaban siete minutos para que Monterroso se despertara. Corrió y corrió hasta que sus cortas piernas dijeron basta. Pero fue suficiente: el escritor centroamericano se desperezó y sonrió complacido porque el dinosaurio todavía estaba allí.

Sergio Gaut vel Hartman

Santa - Fernando Andrés Puga


Si estás sola. Si llegaste a los sesenta y estás sola. Si tuviste tres matrimonios y dos hijos y estás sola. Si venís de una familia acomodada de un pueblo de provincia y estás sola. Y si además de estar sola, y considerando esos antecedentes, estás en pampa y la vía, sin duda te mereces el mayor de mis respetos.
Esta mujer menuda que sola lleva el dolor que el cuerpo le impone, más el dolor que la ausencia del amor le impone, más el dolor que el hambre le impone, da pelea. Cada despertar, cuando se inventa un motivo para justificar el día presente; cada jornada, cuando actúa para llevar a cabo un minúsculo objetivo, abierta a encontrar oídos atentos que la escuchen, ojos profundos que la vean, manos calientes que la toquen; cada noche, cuando sobrelleva sola el peso de la fatiga y del insomnio y del estómago vacío y del intestino ligero…
Y de la soledad.
Tiene armas y las sabe usar. A veces se distrae en la congoja y lo olvida, pero tiene armas y apunta. Estira el arco con destreza, sostiene la flecha con ademán delicado, cierra un ojo, afina la puntería y por un instante desaparece la amorfa masa de pesares que sostiene con sus hombros. Y en ese momento da en el blanco. En el centro del blanco. En el centro del pequeño círculo rojo que está en el centro del blanco.
En estas ocasiones se ilumina. Y ella, que se encuentra sola a pesar de la increíble potencia de su capacidad de amar, descubre que no. Que no es cierto. Que solos están los otros, los que no se tienen a sí mismos, los que han sido engullidos por la máquina universal que nos gobierna, los que no deciden, no saben, no dudan, los que siguen caminos sin sentido, sólo porque por ahí va el tren de los humanos.
Ella en cambio, abre caminos nuevos. Explora los más abandonados rincones del alma sólo por andar; y en ese andar descubre al semejante, le tiende la mano, lo acaricia con la luz que le brilla en la palma de la mano.
Aunque nunca fue sencilla la tarea del que explora, ella arriesga y se equivoca, se juega y se pierde, se entrega y se lastima; desoyendo el tronar del clarín que anuncia que la guerra está perdida, ella gana batallas cotidianas.

Fernando Andrés Puga

Cuéntame tu vida – Guillermo Vidal


─Está en el séptimo piso, en la sesión otras épocas, ¿la autorización?
El ascensorista revisó la pantalla que se abrió en la frente del sujeto.
─Solo tiene acceso autorizado para consultar hasta cincuenta años en el pasado, es decir que puede subir hasta el cuarto piso.
─No puede ser, pedí como mínimo ciento cincuenta años en el pasado.
─Fíjese la tasa que pagó por año, cubre como máximo cincuenta y cinco, y sumando los bonos de compra no llega a los sesenta.
─No me sirve ir sesenta años atrás, en esa época el trauma familiar que me atormenta está instalado y ya se ha convertido en un secreto terrible del que nadie habla pero pesa en los descendientes hasta el día de hoy.
─Tendrá que hacer como el resto de nosotros, conformarse y en todo caso tapar los baches con historias surgidas de la necesidad, funcionan igual o mejor.
─¿Le parece?
─Muchos sino la mayoría de los que viajan a consultar el pasado buscan desentrañar los secretos oscuros de sus ancestros, lo que descubren no suele ser ni tan importante, ni tan raro. Por lo que concluyen que un buen relato con algunos apuntes de la realidad y un buen final son más positivos que tanto revisionismo.
─Pero hay muchos viajeros de la terapia temporal.
─Le digo algo que no todos saben, los viajeros a poco de estar en el pasado se preocupan de hurgar en los detalles insignificantes, en el modo de vida o los amores y los odios, como si fueran observadores de una reality novela. Los efectos que producen en nosotros, en fin, pudieron ser peores, pero estamos aquí, ¿o no? No tenemos que pagar nada de lo que ellos hicieron.
─Sería un alivio.
─ Vaya cincuenta años atrás, disfrute un clima más benévolo que el actual, sin las preocupaciones de todos los días, no tardara en descubrir que nuestros abuelos o tíos tienen los mismos defectos que nosotros y viven como pueden.
─Es casi como darme el alta.
─No sé si me corresponde tanto pero le puedo asegurar que dar de baja el pasado ayuda mucho.
─No sabe cuánto le agradezco, lo suyo es un sacerdocio ─dijo el sujeto apretándole la mano efusivamente.
─Hay que estar acá, en el lugar preciso y en el momento preciso—respondió satisfecho el ascensorista mientras digitaba el piso sexto en un arranque de generosidad.

Guillermo Vidal

Charles y Maribel - Gilda Manso


El romance comenzó una tarde lluviosa, mientras Maribel se aburría frente a la computadora. Primero leyó todos los diarios online. Luego visitó un par de blogs. Puso “me gusta” en algunas cosas de Facebook. Y así, de página en página, cayó en el sitio de fotos antiguas. Se trataba de un sitio web que publicaba imágenes de hombres atractivos de épocas pasadas; abundaban los soldados jovencísimos, los militares, los espías, un tenista con piernas esbeltas y traje a rayas, un par de individuos no identificados y, finalmente, Él. Charles Lindbergh, inglés, aviador de labios carnosos -sensualmente entreabiertos- y mirada clara y lejana.
Maribel se enamoró. Profundamente. Dolorosamente. Unidireccionalmente y -se podría agregar- sin esperanzas, en especial porque la foto de Charles era de 1925.
Ah, pero Maribel nunca fue una de esas personas que abandonan el sueño ante la primera dificultad; por el contrario, adoraba los retos y los caminos cuesta arriba. Charles Lindbergh, entonces, se convirtió en su nueva ambición: ¿qué podía ser más cuesta arriba que seducir a un hombre que había vivido cien años atrás?
La meta primaria fue averiguar todo cuanto pudiera acerca de su hombre. Esto resultó relativamente fácil gracias a Google, la embajada británica en Argentina, y su tío, Sir Jeremy Saint-Templeton, fortuitamente exiliado de Inglaterra por un escandaloso asunto de polleras que involucró a una prima de Lady Di, actualmente radicado en la localidad bonaerense de Lanús, y poseedor de -aún en el exilio- numerosos contactos. Así, Maribel supo que su amado Charles fue designado como asistente del aviador Sir Geoffrey de Havilland para el que sería -y fue- el primer vuelo del DH.60 Moth, el 22 de febrero de 1925.
Lo siguiente -el viaje en el tiempo- también fue sencillo. No tanto como el trabajo detectivesco, claro, ya que el viaje obligaba a ajustar detalles complejos -vestimenta de la época, alojamiento, camuflaje perfecto- pero eran cosas que, con paciencia y habilidad, se podían solucionar. Sabiéndose hábil y paciente, Maribel le tocó el timbre a doña Felisa, la comadrona del barrio; doña Felisa era conocida por curar el empacho, el mal de ojo y la culebrilla, por tener el mejor jazminero en cincuenta cuadras a la redonda, y por haber descubierto una manera cierta de viajar en el tiempo. De viajar hacia atrás, por supuesto; se sabe que al futuro no se puede ir, ya que no existe y -lo más engorroso- nunca existió.
-Hola, doña Felisa. Necesito pedirle un favor. Tengo que ir al aeródromo del club de vuelo Stag Lane. Ah, y tiene que ser el 22 de febrero de 1925. No, mejor el 21 de febrero, porque si el avión sale a la madrugada y yo llego a la tarde, por ejemplo, no me va a servir. No sé a qué hora sale el avión.
Doña Felisa no tenía por costumbre ayudar a la gente a viajar en el tiempo y -de yapa- en el espacio; lo suyo no era mezquindad sino cautela: no quería que su secreto llegara a la prensa. La verdad es que no le importaba mucho esa advertencia que se le suele hacer a la gente que viaja en el tiempo (“no toques nada, no modifiques nada, las consecuencias podrían ser terribles”); doña Felisa tenía muchas décadas de vida y a esta altura sabía que los actos tienen consecuencias sea en el año 780 a.C., en 1880, o ahora. Además, a ella no le interesaba conocer los lugares exactos de las fechas clave; nunca se le hubiera ocurrido refugiarse en una cueva de Jerusalén en tiempos de Herodes, ni toparse con el temperamento de Madame de Montespan -y con su tendencia al envenenamiento- en la Versalles de Luis XIV. Los viajes de doña Felisa eran más modestos: un simple domingo parisino en 1930, Mar del Plata durante el último invierno, el pueblo de Trieste -en Údine, Italia- en la época en que su nona aún no había nacido allí. Los viajes de doña Felisa estaban gobernados por la nostalgia, no por las ansias de poder. Si quería guardar su secreto era porque intuía que, si se hacía masivo, las consecuencias dejarían de ser algo natural que simplemente sucede para convertirse -ahí sí- en tragedia.
Sin embargo, Maribel le caía bien, y su pedido no había sido normal; por lo general, la gente le pedía que la llevara a presenciar la decapitación de María Antonieta o alguna cosa de esas. Un club de vuelo en una noche inglesa cualquiera se parecía mucho a los viajes que ella misma solía hacer. Por ese motivo más que por cualquier otro, doña Felisa accedió.
Llegaron de noche a Stag Lane y esperaron. Hacía frío, pero a Maribel no le importaba; la adrenalina compensaba todo. No nos detendremos a narrar la espera de horas aburridas, ya que sería ponerle florituras a la nada.
De a poco, con el día, el lugar se fue poblando de gente ansiosa; el evento sería muy importante. Gracias a los nervios que copaban el aire, nadie se fijó en las mujeres que esperaban con la mirada llena de futuro (que no existe, pero que ellas lo llevaban consigo porque venían de allí). Y finalmente llegaron los aviadores. Maribel ubicó a Charles en dos segundos; se destacaba de los demás por un halo que bordeaba su cuerpo (aunque doña Felisa no notó nada, como no parecía notar nada la gente que estaba allí). Por su parte, Charles divisó la luz de Maribel y se acercó, y sintió el amor. Luego vio el futuro en sus ojos y sintió miedo. Mucho miedo. No entendía lo que había en los ojos de Maribel. Para entenderlo sólo debía quedarse, pero Charles había elegido mostrar su valor sólo en las alturas; saludó a Maribel con la sonrisa y la mirada eternas, y se subió al avión.

Gilda Manso

martes, 11 de octubre de 2011

Welcome to wherever you are - Alejandro Bentivoglio


No tengo más que estos acertijos, este caminar por bosques que dan su aliento después del mar. Busco las palabras que no fallen, mis pasos que se quedan en equipajes de vuelos alrededor de mapas sin nombre.
No tengo más que estas cruces que marcan tesoros de leyenda, aventuras sin héroes que pilotean sus desgracias haciéndose paisaje de ceniza.
No tengo más que este buscar el oxígeno de la montaña más lejana, la más alta, allí donde cierro mis ojos y recuerdo, con el fervor de los devotos, tu sonrisa.
Alejandro Bentivoglio

La tarea de Anita - Andrea González

En la noche, Anita anda de puntillas en la alfombra. Atraviesa la habitación. Cruza la puerta. Sale al corredor. Cruza otra puerta. Sale a otro corredor. Cruza otra puerta. Sale a otro corredor. Cruza otra puerta. Cae en la palma de la mano de un palíndromo y se va a lavar la tina antes de que todos despierten.

Apocalipsis - Patricia K. Olivera

El servidor de la bestia espera, se acerca el momento; los acontecimientos se precipitaron, ésa maldita cruz caerá por fin y las puertas del paraíso quedaran abiertas.
Se hinca al notar la sombra de su amo merodeando, la bestia está impaciente; deseosa de arrasar con la hueste celestial, dejará su marca mientras arranca alas.
Patricia K. Olivera

Seven - Odeen Rocha

I
Cuando el diamante se posó en el zurco se escuchó la detonación. Su gesto se torció y lanzó un grito ahogado.
II
Ella miraba desde el rincón mordiendo delicadamente su labio inferior: por fin se había deshecho del bastardo.
III
La melodía, sobria y sensual, sonó solitaria, como cuidando celosamente el cuerpo sin vida. Un viento helado inundó la estancia…
IV
El aroma a pólvora escapó hacia el exterior mientras el brazo rebotaba fuera del disco produciendo un tronido. Silencio.
V
El pequeño nunca conocería a su padre, pero tampoco olvidaría esa tonada.
VI
Lo mató, pero no es una criminal.
VII
Por desgracia, sólo podía matarlo una vez.
Odeen Rocha

Mimetismo - David Moreno


Pablo es un niño al que le gusta jugar con los árboles. Observa sus troncos, huele sus hojas, toca sus raíces. Aprende a imitarlos, incluso consigue mimetizarse con ellos. Su técnica es tan perfecta que ni sus padres le encuentran, aunque termina por aparecer cuando escucha las amenazas de ser castigado a su habitación. Un día, temeroso por haber cateado varias asignaturas, no lo hace y permanece escondido como él sabe. Sus padres buscan y buscan. Sin conseguir nada. Piden ayuda y toda la familia, todo el barrio y toda la ciudad escudriñan el bosque. Parece misión imposible. Un voluntario se cuelga de una rama y accidentalmente, la rompe. Pablo, cae al suelo con el codo roto.
David Moreno
Tomado de No Comments

lunes, 10 de octubre de 2011

Justo a tiempo – Sergio Gaut vel Hartman


—Te voy a matar —dijo Jacinto; giró sobre sí mismo y recorrió el gran círculo que abarcaba casi toda la habitación buscando algo con qué golpear a Susy. La mujer, que adivinó el movimiento, supo que la expresión vidriosa, sanguinaria y a la vez recelosa de Jacinto indicaba que no era una broma, que realmente se disponía a matarla. Habían llegado al final del camino. Encontró una tijera sobre la cómoda, la aferró con la mano derecha y enfrentó a su esposo jadeando. Él consiguió un florero estirando el brazo izquierdo con un movimiento salvaje, perturbador... En ese mismo momento se abrió la puerta del ropero. René, el andrógino bisexual, amante de Jacinto y Susy, salió empuñando una pistola en miniatura, tan diminuta que parecía uno de esos cuernitos que venden en las panaderías. No dijo nada. Simplemente disparó. Estaba harto, o harta, de ambos. Jacinto no llegó a ver la muerte de Susy. Susy, en cambio, llegó a tiempo para evitar que el florero se hiciera añicos contra las cerámicas del piso. Era un Ming, auténtico, pueden creer lo que les digo.

El chanchito práctico - Saurio


Por fin había llegado el gran día. Después de semanas de ensayos, de haber pulido al máximo su discurso y su actuación, iría al encuentro de esos tres chanchitos que recientemente se habían instalado en el bosque. Iba a ser su opus máximo, de eso el lobo no tenía ninguna duda.
Con el ego henchido de gozo se dirigió hacia donde el primer chanchito había construido su casa con paja. “El timing lo es todo”, dijo en voz alta, para que lo escucharan los otros animales del bosque, “empezar con algo modesto pero interesante, como para captar la atención del público; después levantar la apuesta con una prueba un poco más difícil y finalizar el acto con una hazaña que los deje a todos boquiabiertos, aplaudiendo de pie y pidiendo por más”.
Encontrar la casa de paja destruida y un reguero de sangre que se alejaba fue un golpe muy duro para su autoestima. ¡Alguien se le había adelantado! ¡No podía ser! Si él había planeado todo con sumo cuidado, había descartado posibles competidores entre los depredadores de la zona, no había posibilidad de fallar...
Apuró su paso hacia la casa del segundo chanchito, el que había usado ramas para construirla. Tal vez, tal vez, tal vez llegase a tiempo, tal vez lo del primer chanchito fue sólo una casualidad, al fin y al cabo, era presa fácil, ¿a quién se le ocurre hacer una casa sólo con paja, eh?
Pero, ¡ay!, también de la casa del segundo chanchito quedaban ramas desperdigadas por el piso, y un reguero de sangre que se perdía entre los arbustos.
Desesperado, corrió hasta la casa de ladrillos del tercer chanchito. Grande fue su alivio cuando la encontró aún de pie y con luces en su interior. Incluso vio la silueta del chanchito detrás de una de las cortinas. “Bue, no será como me lo había imaginado, se arruinó todo el clima, pero algo es algo. Al menos el honor está a salvo”.
Así que inspiró hondo, cruzó los dedos, se autodeseó merde y exclamó:
—¡Cerdito, ábreme la puerta! Pues si no me abres... ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré!
Y estaba llenando sus pulmones de aire cuando sintió el frío del metal en su nuca.
— Largá el aire despacito y no hagas movimientos bruscos o te vuelo los sesos.— El lobo obedeció. Sabía identificar cuando era en serio una amenaza. —Vamos adentro y no intentes nada estúpido.
Ya dentro de la casa el tercer chanchito lo obligó a sentarse en una silla.
— La cosa es simple: en este bosque los dos seres más poderosos somos vos y yo. Podemos trenzarnos en una competencia para ver quién la tiene más larga y, como verás— el chanchito palmeó la AK-47 con la que apuntaba al lobo —el que la tiene más larga soy yo. O podemos unir fuerzas, afianzarnos en el territorio y luego extender nuestro imperio criminal a las comarcas cercanas. Y para que veas mi buena voluntad, un obsequio sin ningún compromiso.
El chanchito abrió un enorme refrigerador donde colgaban los cadáveres de sus dos hermanos y miró al lobo.
—Bueno, vos dirás.
“No cabe duda”, pensó el lobo, “realmente este es el chanchito práctico”
—Creo que este es el comienzo de una bella amistad— dijo.

Mi sangre llegará al río – Patricia Nasello


Estás en el borde de la tierra, de cara al puente que atraviesa el abismo.
Hacés un paso, tus pies se apoyan sobre un trozo de madera vieja, angosta. Después de esa madera hay un hueco; y otra madera y otro hueco y otra madera. No podés ver porque es de noche y esta noche no tiene luna. Sujetas las manos a las cadenas que corren paralelas a tu cuerpo y comenzás a cruzar el puente; mientras, oís un murmullo, sabés que lo produce el río que corre abajo, en el fondo del abismo.
Avanzás, despacio, apoyando con cuidado los pies, de madera en madera, aferrado a las cadenas. Con cada paso la estructura se balancea, tus piernas tiemblan, se aflojan.
La temperatura es baja pero vos sudás, la ropa húmeda te provoca escalofríos. Una de tus manos resbala, la cadena te corta la palma. Querés ver la herida pero tus dedos regresan veloces a cerrarse sobre el mamotreto oxidado. Tu sangre corre por la cadena, cae, se hunde en el precipicio.
—Mi sangre llegará al río —decís.
Tu voz suena extraña, suponés que fue otro el que habló. Girás la cabeza y sólo ves pedazos de tablas perdiéndose en la oscuridad. Dudás, no sabés si ibas en la dirección que apunta tu pecho o tu cara.
—Es lo mismo —decidís, y continuás avanzando.
Cadenas, tablas, huecos, negrura, calma.
Silencio.
Ya no oís el río.
—El río se llevó toda mi sangre y ahora me sobra piel: su maza pegada al esqueleto me agobia. Quisiera ser una entidad formada sólo por músculos, no, los músculos se agarrotan con el frío, mejor ser un ojo. Mejor aún, una mirada. Las miradas atraviesan espacios vacíos sin sufrir. Una mirada. O un grito.
Hacés equilibrio. Soportás el vértigo, la nausea que provoca el vaivén del puente, los agujeros.
Llegás a la orilla.
Es la orilla de otro puente.

La próxima batalla - Olga A. de Linares


Para Manuel los libros son un castillo con las puertas cerradas, un precipicio sin puentes, un planeta desconocido.
Mira las letras, esas prolijas huellas de hormiga, sin saber como otros pueden hallar su camino en ellas.
Pero se muere de ganas de encontrarlo él también.
Es… como un hambre. Distinta a la que tan bien ha conocido, pero casi igual de fuerte.
Suele entrar a la biblioteca del pueblo con pasos indecisos, furtivamente; como si no tuviera derecho a estar en ese sitio que se le hace tan ajeno, como temiendo que alguien descubra esa intromisión y lo eche; luego busca avergonzado, fingiendo que es para un nieto, algún libro de colores llamativos, de imágenes deslumbrantes.
Tal vez ellas puedan darle una clave, un indicio, algo que, tal vez, le devele el secreto de los signos inaccesibles. Pero el misterio permanece, se resiste…

Un día Manuel se mira las manos fuertes, gastadas, de quebracho añoso. ¡Cuántas batallas afrontaron! En muchas conocieron la derrota, en muchas fueron vencedoras…
Rastrea en el espejo al chico que supo ser hace ya tanto, ese chico oculto tras la máscara amasada por el tiempo.
Aún está ahí.
Lo reconoce en los ojos que, todavía, guardan imágenes de cerros, de ovejas pastoreadas, de cactus silenciosos, de matas ásperas azotadas por un viento inclemente. Días solitarios, días sin escuela, días barridos también por el viento de los años.
El niño y el hombre se saludan, se reencuentran, se abrazan, se confunden…
Entonces Manuel decide que ha llegado el tiempo de otra lucha.
Y, quizás, de otra victoria.
Esa misma tarde, con su paso lento, cruza las calles donde el sol ya se despide y, tímida pero decididamente, abre la puerta de la escuela para adultos.

Tomado del blog: http://olgalinares.blogspot.com