jueves, 31 de marzo de 2011

¿Y qué? – María Pía Danielsen


Río mientras explota el calor en mi cara.
Aunque mis ojos no me ven, sé que el pecho y las mejillas están rojas. Las burbujas ya hicieron estragos por dentro: eliminaron cercos, surcos y atajos.
Aunque mis ojos no te ven, tus manos aprietan mi tronco y tu aliento juega en mi oreja.
Se retuercen entre mil ideas las palabras: ¡Sos tan especial! ¡Sos hermosa! -mientras los sabores de las cerezas borrachas se alojan en mi saliva.
Aunque mis ojos no te ven, sé que la humedad ya recorre la entrepierna.
Aunque mis ojos no me ven, sé que mis dedos son tus dedos disfrazados de nunca.
¿Y qué? Puedo recrear mil veces la despedida.


Locus ubi - Juan Pablo Cozzi


Mis talones de madera reverberan en las paredes macizas. El eco de mis pasos que llegan pasa junto al eco de mis pasos que se fueron. Mirando fijamente al atrio, cuya luz de intenso índigo señala fragmentos de estatuas doradas y subraya a Dios (o lo que es lo mismo, le pone suelo), busco un asiento apartado y siento la culpa de haber hecho ruido al arrastrarse el pesado ébano.
El chofer hace ademanes y la noche le devuelve muecas y bocinazos mudos. Llegaré a Cerrito y Corrientes a las once, espero estar sobrio para cuando ella se aparezca. Para estar a la altura de las circunstancias. Espero estar muerto, cuando ella se esfume, y el chofer apague el pucho entre sus piernas de humo.


Refutador de ciertas propiedades de los espejos - Sebastián Chilano


La realidad demuestra que los espejos no hablan. Que no ocultan universos. Que no son la puerta de entrada a ninguna parte. Y que no esconden monstruos que salen durante la noche para atemorizar a los durmientes. No hay nada excepcional en ellos. Lo único digno de mención, mágico, si se quiere decir, es que tienen la particularidad de envejecer a quién se atreva a mirarse en ellos. Basta hacer la prueba. Mirarse un día. Ese mismo día más tarde. Al día siguiente. Al mes. Al año. Si no existieran los espejos, probablemente el ser humano no envejecería. Y si lo hiciera, al menos no le importaría tanto.

Chorreada - Sergio Astorga


Manaba el cielo descorazonado y los destinos del vuelo ya no eran de platino. El tedio se embarraba de brea. La melancolía en majada buscaba enterrar su pico en otro nido y el timón del ala escrutaba descampar al tiempo en alta voz.
Es tremendo lo que se raspa en el mapa porque la cucharita de jarabe no alivia. Quince años estuvo esperando hacer lo que quería. Y hoy que es domingo, el seso de pájaro se le viene a la memoria y recuerda que es de altura su propósito.
En la puerta de la casa se despidió un día y el corazón de huevo en vela se quebró por siempre. Yo no sé cómo acomodar su trenza pluma o remendar la urgencia próxima. Yo sólo quiero pedirte si lo miras, que le digas que sigue chorreada su imagen en la pared provecta, esa donde estuvo clavado el clavo de su jaula.


Tomado del blog Antojos

Mitología comparada - Juan Manuel Valitutti


Narciso pasaba las horas contemplándose en las aguas de un arroyo. La ninfa Eco había intentado seducirlo y había fracasado, y otro tanto había hecho el joven Ameinias, con igual resultado.
Pero Carmilla no se andaba con vueltas…
Tan pronto experimentó el cruel rechazo, se abalanzó sobre el muchacho y lo mordió en el cuello.
Narciso despidió a la vampiresa con violencia inusitada —se le hacía imperioso retornar al acuífero espejo— y se arrastró hasta la orilla.
Horrorizado, comprobó que el adolescente a quien amaba se había marchado sin dejar rastros.
Entonces tomó la espada… ¡y se dio muerte!

Extraño a Raulo – Guillermo Vidal


Ahora no está, pero de estar la distancia no sería más corta. Yo amaba a este hombre, así dicho sin matices, con esa clase de afecto que no permite síntesis, sin hacerme rollo por cosas de género. Me quedaba claro que no había manera de encerrarlo en ninguna materia, ni de expresarlo con tan poco como el cuerpo. En ocasiones algún gesto mínimo, tal vez por austero, alcanzaba a decir algo de lo imposible, bajo el acuerdo tácito de no malgastarlo en palabras. No había abrazos sino un espacio cerrado en medio de los dos, donde nadie habitaba ni podía entrar más que el silencio, donde ni nuestros pies descalzos profanaban la tierra. Que otra cosa podía ser que amor lo que guardaba un lugar tan protegido. Pero no había preguntas sobre “lo nuestro”, a pesar de que podía percibirse por la estática, ni respuestas.

miércoles, 30 de marzo de 2011

El fin de la soledad - Néstor Darío Figueiras


Las tres de la mañana, y el maldito colectivo no viene. Hace una hora que lo esperas bajo la garúa fría que no cesa. Como todas las noches, lamentas que esta calle sea tan solitaria. No dejas de vigilar el manicomio que domina la cuadra, al otro lado del pavimento. Una sirena a lo lejos… No parece una ambulancia. Piensas que es un patrullero que ronda por ahí, en busca de violadores o ladrones. Pero sabes que lo más probable es que los oficiales estén forzando a algún travesti, amenazándolo con encerrarlo si no les hace un “completito”.
Como todas las noches, los gritos escalofriantes de los locos del manicomio te recuerdan que no debes dejar de vigilar. Has oído las cosas que se cuentan de ese lugar… Aterrada, vuelves a atisbar las innumerables ventanas que titilan en la mole de cemento mohoso. Son como ojos luminosos. Nuevamente otro grito. Y otro. Te percatas de que las luces mortecinas merman con cada alarido, como amagando un apagón. Pero sabes que la causa de esos gritos eres tú, y no el electroshock.
En medio de la llovizna barrosa, que telegrafía señales secretas sobre el techo de chapa de la parada, se impone un ruido de vidrios rotos. Entonces una sombra desaforada se echa a correr por el parque de la clínica siquiátrica. Grita diabólicamente mientras se dirige hacia la calle. Te estremeces. Entonces ves el resplandor de las luces del colectivo por el rabillo del ojo. Tu salvación. Levantas la mano, desesperada, como si pudieras apurar su andar tardío de trasnoche. Aunque hace un guiño con las luces, parece que no va a llegar a tiempo. El crescendo de la alarma aumenta a niveles insoportables. Las corridas se multiplican sobre el césped resbaloso. Los guardias amodorrados gritan y tratan de alcanzar inútilmente a la bestia alucinada, que ahora está saltando la verja. Una vez en la vereda, te clava una mirada feroz. Escuchas que el colectivo ruge, apurando el motor. Sigues con la mano extendida, temblorosa y apremiante, pero ya es tarde. La luz halógena de la calle descubre a tu cazador, que jadea y babea asquerosamente. Ves su rostro lastimado, y, en el torso desnudo, las costillas moreteadas, la piel quemada. Te preguntas como es posible que esos locos de mierda siempre adivinen tu presencia, y aunque estás paralizada, empiezas a temblar sin control.
La bestia se abalanza hacia ti, con las manos prestas a romperte el cuello. Entonces el colectivo, irrefrenable y mortífero, la intercepta en la mitad del asfalto, golpeando su cuerpo magullado. El ruido a huesos rotos, sordo y fuerte, se transforma bajo las ruedas en múltiples chasquidos y crujidos. Luego, el chirrido largo y humeante de los frenos. Los gritos de guardias y enfermeros se pierden en el ulular oscilante y estrepitoso de la alarma del manicomio. La llovizna implacable va arrastrando lentamente la sangre del cuerpo destrozado hacia las alcantarillas. Esa sangre impía hace que vomites entre espasmos y cólicos agudos. Bilis y jugos gástricos, nada más, porque no te has alimentado bien últimamente.
Tú, muerta de miedo, y el chofer, imperturbable y paciente, se dejan llevar dócilmente a la comisaría, y prestan declaración ante los oficiales haraganes e ineptos. Te sorprende que no se molesten en verificar las identidades de ambos. Te asombra que basten tu asustado “nada más esperaba el colectivo, fue todo tan repentino que no pude ver bien lo que pasó” y el seco “no los vi, ni al loco ni a ella” del chofer ojeroso. Sólo cuando se les permite irse reparas en su extrema palidez, en su andar sigiloso y en las uñas de sus manos, largas y afiladas. Ya en la calle, donde agradeces que a las cinco de la mañana la oscuridad morosa de las noches invernales se resista a irse, te guiña un ojo, como dos horas antes lo hiciera con los faroles.
—Eres nueva, ¿no? Te he observado durante las últimas noches, cuando subes al colectivo...
Intentas decirle que no sabes de qué está hablando.
—No te preocupes, todos tuvimos miedo al comienzo. Supe que iba a matarte, por eso lo atropellé. Algunos dementes intuyen nuestra presencia y son compelidos a destruirnos. Si no aprendes a usar tus poderes no sobrevivirás. ¿Cómo crees que nos zafamos de la policía? Y búscate un empleo nocturno. Es lo mejor. En mi caso es fácil, los pasajeros casi siempre están adormilados, drogados o borrachos, y no oponen resistencia cuando los muerdo…
Mientras se despide, algo que creías perdido para siempre se agita donde alguna vez latió tu corazón: la esperanza. La sonrisa te dura incluso cuando bajas la tapa del ataúd y te sumerges en las sombras; porque sabes que nunca más estarás sola, y eso aleja todos los temores.

Galo aguarda la muerte - Fernando J. Veríssimo


Arriba, la noche de Mégara; bajo el palio, Galo, notable constructor de rutas y acueductos, artífice de incontables puentes de Siria a Lusitania, duerme y sueña. Su rostro brilla empapado en sudor y ya no le tiembla el cuerpo presa de las convulsiones. Mañana estará mejor, más calmo, sereno en su debilidad, esclavo de un sopor dulce. Sus médicos, que habían llegado desde Corinto, no encontrarán la causa de su mal. Quienes saben leer los signos en los cielos y la tierra le pronosticarán, de allí en más, días de salud y fortuna y todos se aquietarán por la evidencia de los designios. Todos excepto el mismo Galo quien décadas más tarde escribirá:

Estimado Lucio:
Me encontraba de camino a Roma cuando recibí tu carta. No te inquietes. Estoy bien ahora, tan bien como puede estar un hombre de ochenta años. He transcurrido mis días con salud y de nada puedo quejarme. Te escribo estas líneas porque hay algo de lo que he deseado ponerte al tanto durante años. Nunca lo hice por temor a que me vieras como un viejo al que la edad ha hecho extraviar en desvaríos.
Eres joven, Lucio, y no conoces con propiedad el suceso que conmovió hace años el curso de mi vida. No he querido compartir con nadie lo ocurrido hace ya tanto tiempo. Sabes de las fiebres que padecí en mi viaje a Mégara. De los médicos y sabios que me han visitado ninguno ha podido nunca encontrar la causa del mal que ensombreció mi estadía en esa ciudad. Sufrí por su causa violentas convulsiones y fiebres muy altas. Es esto de tu conocimiento. Pero quiero compartir contigo un sueño que me ha inquietado desde épocas de Adriano, cuando me encontraba bajo sus órdenes en Mégara construyendo la ruta de Antínoe al Mar Rojo. Se me presentó mientras dormía una visión poderosa: en ella me sentí, me supe muerto. Pero no era esa muerte como un sueño intenso e inconciente. No era ésa, la muerte propia de la que nadie muere, que enseñaba Séneca el maestro. Era profunda, sí, pero de otra naturaleza. No me hubiera inquietado reconocer en mi visión esas historias de Antínoo que nos son familiares desde niños. Ni me hubiera perturbado siquiera ver el cielo de los justos que Zoroastro enseñó entre los iranios o el Sheol de los hebreos. Esta muerte era distinta, Lucio: era inhumana. Supe entre otras cosas, que apenas puedo describir con las palabras, que me esperaba la eternidad. Una eternidad que no era un paraíso ni un vientre oscuro y seco. Una muy distinta. En ella no había dioses. Ni uno ni varios: sólo de ellos quedaba un eco distante que difuminaba una espectral irradiación, una exhalación ocre y poco densa.
No era ese orden pobre creación ni infinitud; era abominación, el arte inconcluso de un dios menor que, asqueado de su obra, la dejaba como una nave a la deriva para que el sucederse del tiempo la corroyera para siempre. Era el ausente un demiurgo debilitado que se había retirado hacia otros órdenes distantes y vedados a los mortales. Ningún grito desesperado lo haría regresar.
En esa eternidad el pobre entendimiento humano nada puede comprender. Descubre la mente, en esa soledad, su radical miseria. Acusa que de nada sirve la voluntad o la razón porque ninguna cosa puede ser aprehendida sin reducirse a una nada absurda y estéril. Bienaventurado quien pudiera sustraerse al anonadamiento en la simplicidad más pura, quien pudiera dejar reposar su mente en un punto de esa total ausencia. Nada de lo que puede ser contemplado sacia. Cada parte de esa inmensidad se abisma sobre sí y se sumerge en una interminable nada en la que no encuentra plenitud ni sosiego alguno. Asímismo, cada instante del tiempo se hunde y es en sí una eternidad contenida. No hay forma de saber si han pasado mil años o un segundo. Todo es, a la postre, pura levedad.
Esto lo comprendo ahora, Lucio, tras haberlo meditado por años. Yo, que enseñé a vosotros con imperturbable certeza las doctrinas del maestro, temo ahora la muerte porque sé, angustiosamente, que nunca se muere.
Quiero verte antes de partir, Lucio. Espero oir tu reconfortante voz que me haga conocer que nada debo temer. Espero saber de ese dios nuevo que frecuentas para que, tal vez, su conocimiento me traiga una nueva esperanza. Que tu fortuna mire hacia tu interior.
Galo

Vuelo a Washington - Alvaro Ruiz de Mendarozqueta


Compró un pasaje barato en clase económica seis meses antes de viajar. El destino era Washington y el vuelo tenía una duración de once horas.
Atravesó la penurias de Ezeiza con ansiedad (sentía un cosquilleo en las palmas de las manos) y llegó temprano al embarque.
Su asiento asignado estaba en medio de la fila central de cinco asientos y antes de sentarse presagió que el vuelo sería una pesadilla. Vio una película y tomó una pastilla para dormir y dormitó de a ratos. Soñó lo mismo que cuando era niño: que volaba y luego caía y antes de llegar al piso despertaba.
Una de las veces que despertó miró su reloj y se sorprendió al ver que habían pasado más de once horas. Una azafata le informó que estaban a mitad de camino. Creyó que soñaba porque eso mismo le sucedió ocho veces; las ocho veces una azafata dijo que estaban a mitad de camino. Le dolía todo el cuerpo y cada vez se sentía peor. Se esforzó en mantenerse despierto y a las diez horas se durmió rendido para despertar de repente a mitad de camino. Fue al baño varias veces y pidió comida una docena de veces. Sacó su cuaderno y calculó que llevaba al menos cuatro días de viaje. Le pregunto a otros tres viajeros: uno no sabía cuánto faltaba y dos le dijeron que calculaban que estaban a mitad de camino porque habían volado seis horas y un poco más. Sentía las piernas entumecidas y dolores en la espalda, tenía la ropa sucia y en el espejo del baño su semblante se veía deteriorado. Todos a su alrededor lucían como si hubiesen viajado seis horas y nadie parecía darse cuenta de lo que le pasaba.
El dolor de piernas se le volvía cada vez más intolerable. El sueño de la caída se repetía cada vez que dormía profundamente. Cada vez que iba al baño intentaba limpiarse lo mejor posible, por suerte siempre había jabón y toallas de papel. Se tomó el frasco de pastillas entero y prefirió dormirse para siempre: despertó a mitad de camino.
Después vino el momento del insomnio. Lo único que varió fue que permanecía despierto. Cada vez que preguntaba obtenía las mismas respuestas. Pasaron dos semanas.
Se levantó decidido a todo, fue a una de las puertas de seguridad, leyó las instrucciones con cuidado. Forcejeó un poco con una palanca pintada de rojo y, a pesar que la alarma sonó y que dos azafatas se acercaban corriendo, la puerta se abrió y la presión lo empujó al vacío.
El aire helado lo despabiló, estiró las piernas y brazos, se sintió cómodo por primera vez en semanas. El silbido del aire lo arrulló, presintió feliz que estaba en un lugar sin fin, y se durmió.

Arena - Fernando Puga


El faro que desde lo alto socorre a los perdidos. La nena que juega en la playa. La familia que levanta campamento y se va al atardecer. La nena que allí queda, olvidada en la arena mojada al borde de la espuma. Entretenida con su balde y su palita, construye un castillo con túneles, almenas y puentes levadizos. Sueña. Se distrae.
Cae la noche. Sólo la luz del faro parpadea. La nena se acomoda entre la arena y la arena le improvisa una cama exacta para ella. La nena se duerme en el patio del castillo que construyó en la arena de la playa, junto a la espuma del mar.
Vienen las olas. Se acercan, se alejan. Cada vez se acercan más de lo que se alejan. Rozan la muralla del castillo. La desmoronan. Con su espuma inundan el recinto donde duerme la nena y la hacen reír con sus cosquillas. La nena se despierta y se pone a conversar con el arrullo de las olas. La risa de las olas es la risa de la nena que va hacia lo hondo.
Los ojos abiertos del mar se sobresaltan con la música que las olas traen desde la playa. Se abren aún más. Esos ojos se cuentan la sorpresa de la risa y se contagian. Encantados, nadan detrás de las campanas que agitan las aguas donde moran y llegan a la orilla. Abrazan a la nena, la acarician. La invitan a viajar a lo profundo y ella va y lleva con ella sus sueños de princesa.
Por la mañana, sólo gotas de luz sobre la arena.

El futuro pasado – Guillermo Vidal


Una foto de La Falda, Córdoba, en blanco y negro. Mis padres en sus primeros años de casados, ella con un peinado batido tipo casco, él formal aún junto al río y yo junto a mi juguete preferido, del que no me separaba ni para dormir. Podía verse una sombra ubicándose de manera torpe para sacarles la foto, también soy yo en uno de mis viajes al pasado. Ellos contaban que este extraño se llevó el juguete que yo amaba, el camión a pilas nuevito y muy caro que me habían regalado para mi segundo cumpleaños. Lloré una semana entera y les arruiné las vacaciones. Se volvieron, mi padre cansado me dio una paliza, ella me defendió y se golpeó al caer rompiéndose la cabeza, vino la policía, él en cana recibe un puntazo, queda hemipléjico y postrado, mi madre lo cuida y trabaja de mucama todo el día, yo voy pupilo. Nos recuperamos cuando “un tío” nos lleva a vivir con él, mi viejo no dice una palabra durante veinte años. En el comedor estaba enmarcada la foto de los tres en aquellas terribles vacaciones, con la sombra del extrañó que se ofreció a sacarla y el culpable de todas sus desgracias; me lo contaron cientos de veces pero hice el viaje igual, como decía mi viejo, no iba a ceder por el capricho de un borrego malcriado y llorón. Lo tengo en la repisa nuevito al camión, lo rescaté por motivos más que justificados, ese monstruo rompía todos mis juguetes.

Un pedazo de cielo para Río – Héctor Ranea


Hacía unos años había pasado por el lugar y me había llamado la atención el cartel. Ahora se notaba bastante cambiado. De rancho, la residencia donde se mostraba había pasado a una hermosa residencia de clase media adinerada y el cartel, escrito en aquellos días con desprolijidad y faltas de ortografía, ahora tenía toda la tecnología de un marketing de última generación, aunque era evidente que se pretendía mantener lo que en el mundo de los negocios se denomina perfil bajo.
Ahora el cartel decía: “Se hacen pozos, también a domicilio”.
Fue un impulso. Al pasar por ahí, decidí bajarme del bondi en 122 y 32, al ver que seguía ahí. Aproveché un carnet viejo de periodista de la revista “Pulgas en el diván” que había fenecido hacía un lustro para solicitar una entrevista con el CEO, el Gerente o el dueño.
Luego de una espera no muy larga, se me apareció un señor de cierta edad pero en buena forma, presentándose como “todas esas cosas juntas” y me preguntó sin preámbulos si buscaba sus servicios u otra cosa.
—Mire; la verdad es que venía a hacerle un reportaje para mi revista.
—Nunca di uno. En todos estos años.
—¿Con semejante actividad nunca nadie lo entrevistó?
—Para nada. Y; ¿sabe? Pozos hoy en día hace cualquiera.
Supuse con vanidad que nadie había notado el desajuste ortográfico y que el dueño estaba callando lo más importante.
—Si; será así. Pero ustedes dicen que hacen pozos también a domicilio, lo que implica que… —No me dejó concluir la frase, me indicó con un gesto que pasara a una oficina especial con el letrero de “El orden se deriva del progreso y viceversa. Mantenga el archivo ordenado”. Al cerrar tras de sí la puerta me ofreció asiento a su lado y me dijo:
—¿Sabe qué pasa? Hay empleados nuevos… ellos no saben todavía.
—Pero es tan evidente… ¿Cómo es que no…? —Me hizo el gesto de callar.
—Mire. Nosotros empezamos como todos en esta zona a hacer pozos para el agua, para molinos, para pozos ciegos. Entonces mi viejo, un ucraniano venido con una mano adelante y nada más, porque ni para la mano atrás le alcanzaba, un día vino a contarnos a mis hermanos y a mí que había inventado un pozo que se podía hacer en casa y transferirlo a cualquier lado. Para ponerlo en práctica, nos mudamos a esta zona, cerca de la costa del río, donde el suelo es más receptivo. Ahora hemos logrado mejoras. En fin. Mi padre nos hizo estudiar Ingeniería a mis hermanos y a mí para poder sacarle más jugo al invento. Nos hemos diversificado y…
—Perdón. Usted acaba de decir suelo receptivo. ¿Qué quiere decir?
—Mire. No estoy autorizado a decirlo. Preferiría, de hecho, que saque eso si lo tiene grabado. Forma parte del secreto de la patente, ¿sabe?
—Ningún problema.
—Entonces con ellos empezamos a ampliar el negocio. Casi fue algo fortuito, si quiere.
—¿Cómo?
—Y, un día, al ir a colocar un pozo, encontramos restos humanos, porque el sistema es predictivo. ¿Sabe? Y entonces anunciamos a la policía. Vinieron los forenses y resultó un homicidio de muchos años de antigüedad pero identificaron cadáver y homicida. Lo interesante es que nos empezaron a contratar para eso. Después vinieron del Museo. Ése -del Bosque, ¿vio? —Asentí con la cabeza— y nos contrataron discretamente para ir por la Patagonia buscando dinosaurios con un programa de hechura de pozos virtuales que había desarrollado el hermano menor, que siempre anda con computadoras… cosas de jóvenes.
Hice una pregunta tácita con mis cejas.
—Y descubrimos muchos dinosaurios. Muchos, realmente. Pero lo mejor fue nuestro primer pozo de petróleo. Ahí nos consagramos. —Se acomodó en la silla que parecía chica para él. —Nos consagramos. Vino una petrolera y nos compró ese paquete tecnológico a un precio que no puedo revelarle, pero que hizo que nuestra vida cambiara para siempre.
Mis ojos no cabían en mi asombro.
—Por supuesto que nos exigieron confidencialidad y secreto. Se imagina. Millones. Millones. Pero muchos… muchos millones. —Se quedó pensativo unos segundos —Por suerte no se nos subieron a la cabeza y seguimos apostando al trabajo y la innovación tecnológica. Producir pozos a ese ritmo y con ese nivel de exigencia –imagínese que los pozos de petróleo son de más de ocho kilómetros en esa zona, señor– requería que trabajásemos duro y parejo a pesar de tener dinero como para dejar de trabajar por diez generaciones. Pero preferimos hacer nuestro trabajo pensando que es salud. —Asentí con la cabeza. Él siguió: —En cuanto hicimos eso con petróleo y gas en tierra, vinieron los pedidos de esa compañía para hacerlo en el mar. Ya el suelo no es más receptivo por esa región, por lo cual tuvimos grandes problemas, pero nos fue bien. Hasta que un empleado infiel vendió el secreto a otros poceros. Pero en forma muy pública. ¿No recuerda el caso? Fue allá por el setenta y nueve.
Me encogí de hombros…
—¿Sabe qué? En esos años no estuve por acá…
—¡Ah! Bueno. Esa maniobra de traición nos obligó a trabajar en otras áreas.
—¿Qué hacen ahora?
—Ponemos pedazos de cielo en algunas ciudades.
—¡Eso es genial! ¿En qué andan?
—En Río quieren un cielo con menos nubes. Como en la pampa.
—¡Maravilloso, alucinante!
Me fui lleno de alegría. Me imaginaba poniéndole cielos a las ciudades que más conocía y estaba extasiado. Pero después supe que el señor con el que hablé es un fabulador. Su padre venía de Armenia, no de Ucrania. Los dinosaurios no fueron más que tres y cuando hacían los agujeros en su casa, la mayoría de las veces tenían problemas de humedad. No todas eran rosas como las pintaba ese CEO de pacotilla.

Publicado en: Agitadoras

Frío – Claudia Sánchez


Ella sabía que ese espejo era un portal de entrada a otra dimensión. A veces, mientras se miraba en él, percibía como una onda a sus espaldas, como una ráfaga que quitaba el polvo de las cosas y dejaba todo más brillante.
Nunca se había animado a tocarlo, pero podía sentir un calor que emanaba de él al acercar sus manos. Curiosa por naturaleza y atenazada por el duro invierno y el hambre de la guerra, decidió probar mejor suerte cruzando al otro lado.
Primero probó con una mano, que retiró rápidamente comprobando que había tomado un leve color rosado y estaba tibia. Pensó que en aquel lugar definitivamente no hacía frío y seguramente tendrían comida. Cruzó de un salto.
No podía definir el lugar, pero allí no tenía hambre, ni sed, ni frío. Solo una sensación de paz y bienestar. Al volverse hacia el espejo, le asombró ver a una niña parecida a ella dormida en el suelo, cubierta de escarcha.

La mano – Esteban Moscarda


La mano apareció. Simplemente, de la nada. Estaba oscuro, el fondo de mi casa se confundía con un cielo del color de la brea y parecía como si el mundo se hubiese borrado, como si yo viviera en la inexistencia. En ese marco apareció. Era una mano común, piel tersa, cinco dedos. Vino volando desde el fondo negro que, ante la aparición del miembro, se aclaró un poco, demostrándome que el mundo era real y que yo no me había vuelto loco. Aterrizó a unos metros delante de mí y se quedo quieta, como un cachorro que espera una orden. La observe unos minutos mientras todo a mi alrededor recuperaba aún más el color de la realidad. Y entonces me asaltó un pensamiento: ¿Qué hora era? No recordaba esta parte del día, si momentos antes estaba durmiendo o desayunando. Es más, recordé que mi casa no tiene un fondo boscoso como aquel (ahora que se había aclarado más todavía podía divisar un bosque muy raro, muy colorido, que se recortaba tras un cielo crepuscular). Mi casa no tiene fondo. Vivo en un departamento en Manhattan. Y allí, en ese momento de lucidez, la mano se abalanza sobre mí y me pega un cachetazo. Quedo atontado y tardo en darme cuenta que ahora la mano se cierra y lo que veo es un puño directo hacia la cara. Me tira sobre el césped, que es rojo. Son llamas. Se incendia la casa. La mano continua golpeándome, cada vez con más fuerza, y yo, por una extraña razón, me pongo a reír. Entiendo la situación y, entonces, la mano deja de golpearme y me pellizca. Despierto.
—Tony, soy yo: ya se me ocurrió el personaje que nos faltaba para Los Locos Adams…

martes, 29 de marzo de 2011

Saber lo que se quiere - Alejandro Hugo González


Siendo niño siempre le preguntaban qué quería ser cuando fuera grande. Y él siempre respondía:
—Asesino.
Sus padres sonreían, divertidos. Las visitas reían, un poco incómodas, y a veces se despedían enseguida.
Poco a poco llegó a ser un contador de fama no pequeña, padre de cinco hijos y respetado miembro de la comunidad. Sin embargo, de vez en cuando miraba con tristeza el fuego del hogar y confiaba a alguno de sus pocos amigos íntimos:
—Este es el resultado de no contradecir los deseos de los niños. Si mis padres alguna vez hubieran querido inducirme por la fuerza a ser médico, ingeniero o -incluso- contador ahora yo sería un asesino maravilloso, y no esta porquería que todos pueden ver.
Decía esto mirando como en sueños el cuello de su amigo, la suave piel del cuello, donde empieza la nuca, con sus pelitos.

Imagen: Leave a Trace, de Vampyeress en deviantArt

Qiangyan Wang - Daniel Frini


La nieta de Chi era hermosa. Se llamaba Redecilla Para Atrapar Miradas y cuentan que su pestañeo provocaba tifones en el mar de la China. Todos la amaron. Sólo un hombre fue capaz de estremecerla. Nadie la poseyó jamás. Los Contadores de Historias dicen que no murió. Cuentan que se esfumó en la nieve cierto invierno que se prolongó demasiado.

Sobre el autor: Daniel Frini

Imagen: Boats and Birds, de Amouse en deviantArt

La palabra ambigua – Héctor Ranea


El hortelano miró las plantas en flor y pensó que así estarían bien. Después labró la tierra para su sepultura y antes de que se pusiera el Sol vio que así debía ser. A la noche, asesinó a su mujer y su amante y usó el pozo labrado. Al día siguiente regó sus hortalizas y vio que todo estaba bien.

Sobre el Autor: Héctor Ranea

Imagen: Blessing, de Sesfitts en deviantArt

Ópera - Víctor Lorenzo Cinca


¿Voces arrebatadoras? ¿Sopranos cautivadoras? ¿Cantos conmovedores? Pues yo no creo que sea para tanto, susurra indignada al finalizar el primer acto mientras agita las escamas ocultas bajo el largo vestido.

Tomado de Realidades para Lelos

Sobre el Autor: Víctor Lorenzo Cinca

Imagen: Juliette, de Victoria Francisco en deviantArt

Ciencia Ficción - Adriana Alarco de Zadra


Cuando pienso que estuve a punto de casarme con un escritor de ciencia ficción… me estremezco.
Hoy estaría viviendo en Ganímedes, una de las lunas de Júpiter. Habría pasado mi luna de miel cruzando la aterradora mancha solar a caballo de un cometa, bajo una lluvia de meteoritos. Habría vivido espantada del empuje de los vientos solares o cabalgando centauros y visitando estrellas perdidas en la galaxia.
Felizmente vivo tranquila y sin sobresaltos. Soy la esposa respetada de un político que llegará a ser muy pronto Alcalde de la ciudad Futuris en Marte, cuya misión es evitar que circulen terrícolas en la ciudad porque son agresivos y pendencieros. Mis cuatro hijos, todos jóvenes ejemplares, llevan adelante la empresa familiar la cual se ocupa de las naves que salen de la Tierra a las lunas de Marte y viceversa.
Gracias a los consejos de Zeus, soy una marciana muy feliz.

Sobre la Autora: Adriana Alarco de Zadra

Imagen: Flight, de Agyany en deviantArt

La poesía ya no me conmueve - Fabián Vique


Para seducir a la chica tu-pupila-es-azul, quiso escribir los versos más tristes esa noche. Pero no pudo, tenía demasiada confianza en sí mismo, estaba contento, una estúpida sonrisa chorreaba de su boca y de su pluma. Le salió un versículo patético, ridículamente esdrújulo, que la chica, por fortuna, ni siquiera llegó a leer porque esa noche salió con un economista.

Tomado de: http://minificciones.com.ar/

Imagen: Little Bird 8, de Sesfitts en deviantArt

domingo, 27 de marzo de 2011

Prescripto – Héctor Ranea


Todos estos eventos de zombi de la última semana me hacen acordar a un colectivero que manejaba el 18 en la antigua ciudad de La Plata. Cuando íbamos llegando a Estación Ringuelet después de la medianoche, sacaba la escoba y se ponía a barrer el bondi con tanto ímpetu que le sacaba viruta al acero. A él esas virutas se le incrustaban aún candentes en los ojos y con los hongos dejados por los pasajeros durante el día se fumaba. Pero: ¿quién manejaba el vehículo durante esas cuadras que el chofer abandonaba el volante y nos llenaba de horror a los pasajeros? Algunos vimos sombras al volante, otros nada. Más de una vez amanecimos en una zanja bastante estroladitos, con sangre en la napia y algún hueso magullado. Los doctores no podían entender por qué nos faltaba el cerebro casi siempre. Todo anduvo bien hasta que se cansaron de hacernos transplantes por izquierda, haciéndolo pasar por abortos espontáneos, pues los inspectores de la obra social sospechaban de masculinos que tuvieran tanto rechazo fetal. Esto es algo que nunca había contado porque recién ahora entró etapa de prescripción el delito de perjurio de los médicos que nos sacaban a la calle con cerebros nuevecitos.
Todo bien con ellos, no se vayan a creer que les guardo rencor. El problema fue que cuando tuve que rendir mecánica racional tomo dos estaba transplantado con el cerebro de una psicoanalista lacaniana, encima a Lacan todavía no lo entendía nadie, se darán ustedes cuenta a qué me refiero. Por supuesto que el bochazo fue, ¡uf!, extremo. Da miedo sólo pensar las consecuencias que tuve que sufrir por ello. Pero ése es motivo de otro cuento.

The end - Néstor Darío Figueiras


Tanto trastear con virus letales, y aquí estamos… La guerra biológica concretó una de las pesadillas más recurrentes del cine gore. Ahora vagamos entre las ruinas de la ciudad devastada. El hambre hace que desconfiemos unos de otros: no se comparten ni la comida ni su localización. Si nos topamos en la calle, nos golpeamos hasta caer rendidos, aunque no podamos volver al sueño del que nos han despertado las cepas mutadas.
Se rumorea que todavía hay alimento en las colinas. Pero, ¿cómo saber si no se trata de una mentira para despistar? Y aunque el dato fuera cierto, ¿qué haremos cuando se acaben los comestibles? Cada día hay más bocas famélicas.
Sí, todo es muy similar a esas viejas películas, que hasta pronosticaron nuestros movimientos desarticulados. La coincidencia sería total si no fuera por un detalle: los zombis somos dolorosamente conscientes. Recuerdos, temores y anhelos resucitaron junto con nuestros cuerpos fétidos.
Hallaremos a los últimos humanos vivos. Partiremos sus cráneos, morderemos y succionaremos.
¿Y luego? Un crescendo musical siniestro. Y los títulos, trepando sobre una toma aérea de la metrópoli arrasada.

Pesadilla viral - Javier López


En muchas de nuestras peores visiones apocalípticas, la Tierra era arrasada por un virus altamente contagioso para el que la Humanidad no estaba preparada. Ya contábamos con la experiencia de que, un par de siglos antes, los virus que provocaban inmunodeficiencia y las zoonosis pudieron haber acabado con nosotros.
Y efectivamente: fue un virus lo que iba a borrar todo rastro de vida humana en el planeta.
Nuestros ordenadores lo habían incubado, lenta y silenciosamente, sin manifestar ningún síntoma durante el proceso, tan indetectable como mortal.
Esas máquinas, que habíamos tenido a nuestro favor para dar el salto tecnológico más grande de la historia, y que ahora nos ayudaban a viajar y a colonizar otros planetas, se convirtieron en verdaderos zombis. Y, como tales, comenzaron a alimentarse de nuestros cerebros.
No lo supimos hasta que fue demasiado tarde.
Y la tragedia no acabó aquí: las grandes redes informáticas que construimos y que unían todas las zonas de la galaxia que habíamos colonizado, propagaron el virus.

Los vecinos – Claudio Leonel Siadore Gut


La carnicería estaba colmada de vecinos, era navidad, la época de buscar encargues y pagarlos. La música de siempre sazonaba la espera: quejas, gruñidos, suspiros y la risa de Cacho, el carnicero, por sobre todas las cosas.
—¿Quién es el último?
—¡Vo’! —escupió Nilda mirándome de reojo sobre su hombro.
—¡Qué pedazo de salame! —pensé, —¡me lo merezco!
Esa turba de bestias con ruleros y engendros de camisa con pantalones deportivos cada vez gruñía más fuerte, y se movían brazos y hacían gestos, como si discutieran algo, pero nada decían. Entrecerré mis ojos y aguzé el oído para adivinar qué estaban tratando de comunicar: “argh… chorros… negros… brrrarrr… danza… terrreeevisióon… caaarooo… sueldo… grruubbb…”
Entonces comenzaron los tambaleos y vómitos, los abrazos entre ellos, la carcajada bestial del carnicero, el murmullo de las mujeres, la protesta de los ancianos, entonces comenzaron a caer y a morder la carne del mostrador, y a morderse. No había pared sin mancha de sangre o vómito. El carnicero me enfocó mientras afilaba sus cuchillas. Miré hacia los rincones pensando en una posible cámara oculta, por la ventana se veían vecinos arrastrándose en la calle, o comiendo trozos de algún cristiano, pero todos a su vez parecían reír con risas de muerto.
—¡Es que son zombis! —me sorprendí al decirlo, y mi voz sonó como un comentario barato de película barata—. Quería comer un chorizo, nada más.
No podía moverme, el baile sangriento me abstraía, los vecinos se convirtieron en entes despersonalizados, y la cámara no aparecía. Reí. Entendí que si no reía la pasaría mal, me vino un dicho que escuché en algún lado: “Has como el resto de las vacas y sangra.”
Continué riendo.
Cacho me señaló con su chaira y una amplia sonrisa que devolví sin pensarlo. El charco de sangre llegó a mis pies, ya había varios muertos entre los zombis, y algunos pugnaban por salir a la puerta. Me sentí incómodo, entonces espabilé y como se me dormían las manos me retiré, trabé la puerta, trabé y me fui, me fui a casa esquivando manotazos, manos, riendo sinsin querer mentras los pies empezablan a tembarme, y lambre yegaba a boca.

Los zombis - Alicia Elena Diez


Planearon su luna de miel en Isla Negra, amorosamente y en cada detalle. Les había gustado la idea de ir a esa isla perdida, lejos del ruido de las ciudades, sin siquiera luz eléctrica… se soñaban abrazados bajo las estrellas, con el mar ronroneándoles en los oídos. Acababan de llegar en una avioneta privada que los trasladó desde la última ciudad del continente; nadie fue a recibirlos, pero lo cierto es que en el lugar sólo había unas pocas cabañas con techo de paja, de cara al mar. Un hombre sentado bajo una palmera armando un cigarro les indicó cuál era la que les correspondía sin levantar la cabeza. Ya les habían advertido que los nativos eran poco comunicativos, pero eso no era algo importante para ellos en esas circunstancias.
Entraron a la cabaña y descubrieron que la precariedad no le quitaba belleza al lugar; el aroma de las frutas y las flores los envolvía y no tardó en entremezclarse con el olor de los cuerpos haciendo el amor…
Se fueron quedando dormidos, pero al cabo de algunas horas los despertó el retumbar de unos tambores. Decidieron ver el espectáculo… Era lo que esperaban de un destino turístico que no tenía nada de masivo; rápidamente advirtieron que se trataba de un ritual ancestral. Percusión, un fuego creciendo en un tanque de petróleo alrededor del cual se balanceaban los nativos, una tinaja en la que un hechicero hacía movimientos extraños, como si arrojara dentro del recipiente las palabras que salían de su boca. No pregunten cómo ocurrió, ellos no lograron entenderlo, pero luego de dos o tres hipnóticos minutos quedaron en el centro de la escena, inmóviles, sin voluntad…
Ahora cuentan que en las noches de plenilunio, en Isla Negra, dos enamorados se pasean abrazados bajo las estrellas y un aroma de frutas y flores se percibe en el aire mientras asisten a un ritual que celebran los nativos en la playa. Los investigadores de la agencia de turismo aseguran que los mieleros murieron por la picadura de un insecto venenoso, pero muy pocos, tal vez nadie, desean comprobar la leyenda por sí mismos y también se dice que el operador está a punto de eliminar ese destino de su oferta.

The Time Machine VII – Esteban Moscarda


El 7 de abril de 2067 un físico que daba clases en el normal Mariano Acosta construye una máquina del Tiempo, muy parecida a la de H. G. Wells.
Viaja al pasado. Quiere conocer a sus ídolos de Hollywood, a James Stewart, a Henry Fonda, a Claudia Cardinale, a Rod Taylor. Por un error de cálculo, sin embargo, termina en una realidad alterna, dentro de una película. Acaba sus días en el futuro lejano de The Time Machine de George Pal del año 1960, junto al viajero y a Weena.


Esteban Moscarda

En la húmeda selva - José A. García González


Aparecí, sin saber cómo ni por qué, en medio de esta jungla desconocida. Sin saber en qué parte del multiuniverso había caído.
Sólo.
Desprotegido.
Y con un tintero.
Pero sin papel al cual recurrir para dejar constancia de mi experiencia.
Sobreviví varios días. Aprendí a no comer bayas ni setas. A alejarme de las raíces azules y de todo lo que aparente ser un gato.
Cosa alguna descubrí que me ayudara a saber cuándo y dónde, tiempo y espacio de mi estadía.
Debo dejar de escribir. Aún hay tinta, si. Pero toda mi piel está cubierta de garabatos que el sudor vuelve indescifrables.

Tomado de: http://proyectoazucar.blogspot.com/

El suicidio de Dios – Antonio J. Cebrián


Harto de vagar solo durante una eternidad, Dios decidió quitarse la vida.
—¡Hágase la nada absoluta! —gritó.
Pero la orden no pudo cumplirse. A medida que menguaba su infinita magnitud camino de la desaparición, el poder de su mandato también lo hacía y el proceso se detuvo en el punto medio.
—¡Hágase la nada absoluta! —gritó de nuevo.
Y volvió a reducirse a la mitad.
Dio la orden una y otra vez y fue mermando por mitades hasta hacerse infinitamente pequeño.
Cuando alcanzó un tamaño tan diminuto que rebasó lo tolerable para el propio concepto de “existencia”, un último pensamiento cruzó por su mente en el instante mismo de la desaparición y toda la energía que aún quedaba en su interior quedó abandonada a su suerte en un punto indefinido en medio de la nada.
Había comenzado el Big Bang.

Sobre el autor: Antonio J. Cebrián

Malus domestica – Sergio Gaut vel Hartman


Como es natural, las heroínas y los héroes de las microficciones sólo aceptan las reglas ad hoc de su propio universo. Los de esta en particular, por ejemplo (que no tiene nada de relevante), viven todos en la misma manzana. ¿Sus nombres? The Beatles; Fiona Apple; Eva y Adán; Blancanieves; Steve Jobs, Steve Wozniak y Ronald Gerald Wayne; Eris, Hera, Palas Atenea y Afrodita; Armando Manzanero, José Luis Manzano, Guillermo Tell y su hijo; Isaac Newton y otro centenar de vecinos que no mencionaré porque deben impuestos o no pagan las expensas comunes.

Sergio Gaut vel Hartman

Talento natural - Oriana Pickmann


Practicaba para ser el fantasma más aterrador del lugar. Pero todo le salía mal y, en vez de susto, provocaba risas.
Al pronunciar el conocido “Buuuuuu...”, se le quebraba la voz como a un adolescente. Si quería arrastrar cadenas, se enredaba con ellas y, se escuchaban pequeños “Aish, aish... que me caigo”. También intentó mover las cosas en el aire, pero lo único que logró fue que el dueño le agradeciera por llevarle los platos sucios a la cocina.
Ya estaba más que harto de que lo único que obtuviera fueran carcajadas. Sus colegas del inframundo se burlaban de él y, por más que hiciera lo imposible, que se esforzara y tratara de mejorar en sus artes asustatorias, el fantasma de Tartalito, el payaso, nunca lograría cambiar su propósito en la vida... y, aparentemente, tampoco en la muerte.

Oriana Pickmann

La broma - Sebastian Chilano


Como músicos eran mediocres. Como compositores, limitados. Eran, ante todo, bromistas. Por eso el bajista electrificó las teclas del órgano, el baterista le cortó las uñas al guitarrista mientras dormía y el guitarrista, en venganza, metió un gato dormido en uno de los tambores de la batería. El recital fue un éxito. El tecladista nunca puso tanta energía en la interpretación como esa noche, el guitarrista, por primera vez en la historia, tocó la guitarra con los dientes durante dos horas y media, y durante todo ese tiempo, el baterista no perdió ni una sola vez el compás.

Sebastian Chilano

La perla de la galaxia - Guillermo Vidal


Había visitado el mundo por primera vez poco después de la limpieza, cuando todavía podían verse los daños causados por la plaga. No quedaban rastros de la devastación a la que la habían sometido. Ahora los océanos azules brillaban resplandecientes, el cielo claro y el aire limpio, las planicies y los valles explotando rebosantes de biodiversidad; los bosques recuperaban sus antiguos territorios y bajo la noche podían verse todas las estrellas. El informe confirmará el éxito de la operación purificación; la tierra ha sido rescatada y la plaga reducida a una reserva, donde el hombre no volverá a escapar. El constructo galáctico estará feliz de recuperar este lugar de esparcimiento, disponible para las gentes de todas las especies inteligentes que deseen entrar en contacto con la naturaleza que en sus mundos ya no pueden disfrutar.

Guillermo Vidal

sábado, 26 de marzo de 2011

Reporte- Jorge Sánchez Quintero


—Unidad 504, informe sobre sus observaciones recientes.
—El análisis sobre la tierra demuestra una disminución de la alcaneidad.
—Bien, muy bien.
—En el sector 78 descubrí un organismo perteneciente a la familia de las Boraginaceae. Según las indicaciones de mis parámetros, no tomé ninguna muestra física de la planta… Registré la imagen con la cámara digital…
—¡Muéstrala de inmediato!
El robot desplegó una imagen holográfica en la que apenas se distinguía una tierra árida de la que sobresalían unas cuantas ramas raquíticas en follaje.
—¡Maravilloso! ¡Maravilloso! Vuelva a su puesto y espere nuevas órdenes.
El robot volvió adonde se le ordenó. Dentro de él, sus circuitos analógicos procesaban los datos:
PRIMER PARÁMETRO: Ayudar en todo lo posible a los seres humanos a sobrevivir.
OBSERVACIÓN: Al no existir ningún tipo de esperanza, los seres humanos tienden a autodestruirse.
ACCIÓN: Crear una “esperanza” para que los humanos sobrelleven su existencia.
Era por ello que el robot había creado aquella imagen falsa de la planta floreciendo en medio de la estéril corteza de la Tierra.

Los epagómenos - Sebastian Chilano


Una vez al año cuando se suceden los cinco días que le sobran al calendario egipcio, las estrellas más cercanas se precipitan sobre la tierra. Una a una, y en cada noche sucesiva, caen sobre un mundo que prácticamente las desconoce. Amenemhat, quien construyó un mítico reino a orillas del lago Moerius, fue el único que logró poseer una. Se ha escrito que encontró el polvo de una de las cinco estrellas esparcido de tal modo que dibujaba la forma del palacio que Amenemhat más tarde mandó edificar y en el cuál moriría. Otros hombres han visto el polvo de las estrellas sin saber qué es. Se ha escrito que el día que Alarico saqueó Roma, el polvo de una estrella cayó sobre todas las iglesias cristianas y eso las salvó de la destrucción, pero Alarico no pudo encontrar el polvo. El mismo polvo, en otro tiempo y lugar, tocó los párpados de Humanin ibn Ishak y el árabe quedó ciego justo al terminar de escribir el Libro de los diez tratados sobre el ojo. Aún hoy, cuando los cinco epagómenos desordenan el calendario, el polvo de las estrellas cae sobre la tierra. Poca gente sabe de su existencia, y de los pocos que saben, ninguno logra descifrar dónde caen. Algunos creen que en realidad las estrellas no se dejan encontrar. Que caen en el mar, o se esparcen por las azoteas vacías de los grandes edificios, hasta desaparecer. Otros esperamos esta noche, la noche del primer día de los epagómenos, y salimos a buscar, si encontramos el resto de una estrella podremos escribir nuestra efímera página en la historia de la humanidad, si no tenemos suerte, seguiremos condenados al olvido de los siglos por venir.

Un don y su reverso - Cristian Mitelman


A un hombre se le concedió un oscuro don: por cada mentira que dijera, se le iba a caer un pelo de la cabeza. Digo que es un don porque estaba frente a la posibilidad de convertirse en una persona honesta.
Pero no fue así. La situación le pareció cómica y nuestro hombre fue tan mentiroso como siempre. Pasado un poco más de un año, la antigua cabellera devino en curva calvicie. No obstante, dado que su vida estaba armada sobre mentiras, prosiguió en su costumbre, creyendo que ya nada iba a ocurrirle. Se equivocó: en esta segunda etapa, pequeños trozos de cuero cabelludo fueron abandonando su cabeza. Más tarde siguieron los pómulos y el mentón.
Ahora no puede salir a la calle. Es una calavera viviente. Cuando lo llama algún pariente, dice que está todo bien, que su vida marcha de maravillas, que algún día se reunirá con todos. Miente. Ha perdido hasta el último milímetro de encía.
Por supuesto, los prodigios de la computación le permiten trabajar en su departamento y las especulaciones bursátiles no dejan de incrementarle la riqueza. Con horror comprueba que ahora las manos empiezan a descascarse.

viernes, 25 de marzo de 2011

Metamorfosis - Raúl Sánchez Quiles


Esta noche he crecido 25 centímetros de golpe. Mi piel ha cambiado de color, brilla y se ha cubierto en parte de plumas. Mi pelo se ha encrespado y coloreado como la cola de un pavo real. Mis ojos crecen, destacan en un marco oscuro y pasan en un suspiro del marrón al amarillo. Han cambiado tanto que ya no parecen mis ojos. La boca, que también ha crecido en grosor y volumen, encierra unos dientes repentinamente blancos y brillantes. Mis uñas, ahora convertidas en algo parecido a unas garras, tienen tonos púrpura con matices negro obsidiana. Cualquiera diría que ahora soy un monstruo, si no fuera por el tanga y las plataformas rosadas.

Tomado de Hiperbreves, S.A.

Segundo sueño - Susana Arroyo-Furphy


Escuchaba ruidos, tenía miedo. Sentí la silenciosa cercanía de una mano que intentaba tapar mi boca. Desperté y no había nada. Me mantuve alerta un buen rato. Escuché ruidos, nuevamente. Entonces decidi despertar a Daniel. Nos levantamos. Advertí sus dedos, desesperados, zafarse de los míos, angustiados, cuando intentábamos abrir la puerta de la habitación de donde provenian los ruidos. Desperté. Quise gritar pues las pisadas se acercaban cada vez más, siniestras, a nuestra habitación; pero mis gritos ahogados no lograron mover el cuerpo dormido y pesado de Daniel para que se percatara del inminente peligro, él no despertaba. Noté los pasos ahora tan cerca que me estremecí presa del miedo. Entrecerré los ojos y distinguí a través de mis pestañas la mano que se acercaba ansiosa a tapar mi cara. Sabía que me mataría. Desperté.

Collarcitos en construcción - Raúl Castro


Fideos, porotos, monedas perforadas, arandelas, huesitos de pescado, huesitos del oído interno, perlas cultivadas, eslabones de platino, cuentas de cerámica, cuentas de madera, cuentas de ahorro, cuentas corrientes, cuentas en dólares, en pesos, en maravedíes, en almíbar, en salsa de guayaba, en salsa blanca, en su tinta, a la provenzal, a la criolla, a la pipeta, a la marosca, hay rosca, hay bifes, hay pasta, fideos. (Y vuelta a empezar.)

Demasiada generosidad - Fabián Viqué

Puse la flor que me regaló en un libro suyo. Olvidé el libro que me regaló en su biblioteca. Guardé la biblioteca que me regaló en su yate. Atraqué el yate que me regaló en su isla. A la isla que me regaló le encontré su lugar en el mundo. Elegí una galaxia y allí situé el mundo que me regaló. Dispuse la galaxia que me regaló en una curva del universo. Con mucho cuidado coloqué el universo que me regaló en el cáliz de una flor. La flor que me regaló se marchitó.

Tomado de: http://nalocos.blogspot.com/

Espíritus extraños - Daniel Frini


Ya me pasó otras veces. Miro en el espejo del zaguán de la vieja casona, y la veo allí. Giro la cabeza hacia el rincón, y está vacío. De madrugada suele despertarme su “ñac-ñac” y ya no puedo dormir en toda la noche.
¿Cómo se deshace uno del fantasma de la vieja mecedora de madera y mimbre que perteneció a mi padre, a la que se le rompió una pata y fue quemada con la basura una tarde de invierno de mil novecientos setenta y dos?

Sobre el autor: Daniel Frini

jueves, 24 de marzo de 2011

Mala racha – Héctor Ranea


Lord Marmot quedó de una pieza. Después de tantos años de terribles sospechas y falsas expectativas, finalmente se había decidido rentar los servicios de Ms M, la vidente y tuvo un destello de verdad iluminando su rostro, de tal suerte que en mejores circunstancias hubiera sido confundido con haber visto la faz de algún Dios. Pero las buenas noticias, como siempre, lo habían abandonado y esta vez definitivamente.
Consiguió de la vidente M saber que, en sus vidas anteriores, también tomó malas decisiones. Abandonó a su Rey durante la Primera Cruzada por una colitis abrumadora, dejó a Alejandro de Macedonia para seguir con Aristóteles estudiando la Metafísica, uno de los errores más grandes del griego, dejó los estudios con Einstein porque criticó su forma de sonar la quinta sonata para violín solo de Bach, escarneció a Freud durante un viaje en tren hacia Paris, le mintió a Churchill sobre el bombardeo a Coventry (lo que, incidentalmente, significaba que siempre moría bastante joven), no quiso ser comandante de la primera expedición de Colón, tuvo miedo a la hora de sacrificar un niño en Chichén y los otros sacerdotes lo castraron con una concha desafilada, en fin… errores de evaluación que se repetían hasta la remotísima era anterior a los homo sapiens sapiens.
La vidente lo miró con evidente pena, pero él no hizo caso a su gesto y justo estornudó cuando ella desnudó sus pechos sanadores, que anticipaba sanación para esta vida, las anteriores y las posteriores y, se sabe, no se puede estornudar con los ojos abiertos. Claro, un evento así ocurre una vez cada mil años. Definitivamente, Lord Marmot se consideraba con justicia un pánfilo irremediable.

Fantasía oscura IV - Cristian Mitelman


En el vagón de un subte el hombre encuentra una carpeta de tres solapas. Calcula que algún estudiante la habrá olvidado.
Es curioso. Al abrirla contempla dos páginas transitadas con nerviosa caligrafía. Le cuesta leer con fluidez, pero se acostumbra y, para su sorpresa, da con el inicio de ese relato que ha intentando escribir durante años. Todo vive allí de un modo tan perfecto como malicioso: los detalles de los primeros párrafos serán de absoluta importancia en el desenlace. No importa quién escribió eso: lo ha olvidado y le pertenece.
En casa se dispone a cerrar el cuento. Lo intenta dos veces y fracasa. ¿Qué importa? Dispone de una vida para seguir buscando la salida exacta que corresponda a ese comienzo único.
Dos años después el hombre está agotado. Piensa en las miles de hojas que ha escrito; piensa en las crisis de nervios que debió padecer, en el consumo de ansiolíticos y en la degradación inexorable en la que sumió a su familia.
Deja la carpeta en un vagón de la misma línea de subtes y huye. Ni siquiera derrotado se siente libre: volverá intentarlo esa noche y mil noches más, en la miseria de aquella pensión a la que ha ido a parar como muchos de los que perdieron su lugar en la trama del mundo.

La próxima luz - Stefano Valente


El sacerdote se miró la cabeza reflejada en el espejo opaco y agrietado. Torció la boca con un “mmmm…” de desaprobación. El viejo reloj de pared parecía espiarlo desde la humedad filtrada de los muros, silencioso, el segundero roto que hería imperceptiblemente un vacío siempre igual.
La mano rugosa se deslizó viril sobre la cúspide de la cabeza, encontrándose con una corta, hirsuta vellosidad. Después abrió un cajón detrás de otro, hurgando en las diferentes ausencias de cada uno, hasta que sacó una pequeña lata de metal. Rápidamente, con los ojos puestos en el reloj, el padre vació el contenido invisible de la lata sobre el cráneo y esparció las bacterias sobre la cabeza, con meticulosidad, pasando los dedos sobre la sien hasta la oreja y la nuca.
Los pequeños organismos mutantes habían hecho su trabajo y ya estaban muertos cuando el sacerdote, la estola sobre la espalda, pasó a la capilla adyacente, calvo y brillante como alabastro. Los únicos tres videos encendidos brillaban intensamente entre los otros, tres parpadeos, tres ojos abiertos de par en par en medio de una platea de ciegos. Podía parecer normal para una función matinal en plena semana. Las tres mujeres estaban en ese momento de pie y, con el típico video mal sincronizado, miraban delante de ellas, aunque las pantallas estuvieran en posición periférica y no en dirección al altar.
“El Señor esté con vosotros…”
“… y con tu espíritu”, respondieron al unísono las voces, zumbando. Las imágenes vacilaban ligeramente con el timbre más bajo.
El cura continuó la celebración como lo hacía siempre: las mismas pausas, las mismas palabras, las mismas entonaciones. Sólo en una lectura, durante la homilía, alteró un poco el volumen de su voz: una sutil, casi imperceptible alteración, que sin embargo le agradaba muchísimo.
Una vez terminada la misa se palpó complacido la cabeza con la palma de la mano, mientras un rayo de sol penetraba violentamente por la tronera en forma de ventana. Casi una mirada. La mirada del Señor. Sonrió satisfecho, sintiéndose en ese momento más cerca que nunca de Dios.
Luego giró hacia el altar y tomo el control remoto. Lentamente, una pantalla a la vez, pausó y rebobinó las tres cintas. Una de ellas amenazó con atascarse y romperse como, de misa en misa, lo habían hecho las otras, los ojos apagados de la asamblea; después se desbloqueó, con un crujido metálico, mientras la mujer con el rosario en la mano se levantaba y se sentaba neuróticamente.

El sol se desvaneció de repente y la oscuridad cayó súbitamente en el pequeño y húmedo lugar consagrado. El sacerdote se puso la máscara, corrió hacia la puerta y la abrió: a través del hollín perenne de los pozos que quemaban logró ver la silueta del avión que se alejaba rápidamente, rompiendo el horizonte con un estruendo, y dejaba atrás el tenue relámpago de la ojiva apenas descolgada.
Con tristeza, con decepción, se dio cuenta cuál era la fuente del resplandor, de aquel “rayo de sol”, que unos minutos antes había sido el pequeño asentamiento que lo abastecía de provisión y cultivos bacteriales de múltiples usos. Allá abajo vivió alguna vez un hombrecito que sabía de videos y de cintas.
Volvió a entrar. Se quitó la máscara, intentando no poner los ojos en la parte posterior de la pantalla: desde atrás era todavía más triste. El brillo pálido de la ciudad que quemaba a lo lejos hacía vibrar por un momento las sombras irregulares de las paredes agrietadas. Luego, nada más.
El sacerdote se arrodilló ante el altar y dio las gracias al Señor por su iglesia, por los fieles que aún le concedía. Entonces escuchó claramente, en el centro del pecho, el calor de la próxima luz, del último rayo de sol, cuando finalmente se habría perdido en la encandiladora mirada de Dios.

Traducido por Alejandro Ramírez Giraldo (Colombia)

La gotera - Martin Rabaglia


Nadie la vio. Una pequeña gotera en el túnel de subte comenzó a escupir agua. Lenta y sigilosamente, litros y litros de agua comenzaron a dominar el subte, primero algún 
pequeño charco, luego algunos metros, después el túnel y por último la estación.
Ni los pasajeros ni los empleados de la empresa encargada del subte se dieron cuenta a tiempo de lo que estaba ocurriendo. Simplemente, cada vez que el subte llegaba a la 
mojada estación... algunos se ponían sus botas, otros sus paraguas y algunos sus impermeables... Ya en las últimas épocas, la gente vestía equipos snorkels muy caros lo que hacía que poca gente tuviera la gracia de poder transitar por la estación. Pero no era problema... algunos se bajan una estación antes o una estación después... pero NUNCA se cerró esta estación... Al día de hoy... miles y miles de usuarios pasan por ella... pero nadie se dio cuenta de esta pequeña inundación.
Desde hace ya 20 años que esta estación se encuentra bajo el agua y que nadie, absolutamente nadie... puede acceder a ella. Quizás Si alguien la hubiera visto a tiempo... podría haber evitado semejante catástrofe.
Pero obviamente, todos ellos se encontraban demasiado ocupados en sus agendas o en su cansancio para reparar en las pequeñas cosas... que pueden llegar a distorsionar 
completamente... cualquier pequeño evento tan… normal.

Tomado de Cuentos cortos para gentes normales

Paco en el metro – Raquel Castro


Paco entra al metro y se sienta. Frente a él viaja una mujer elegante. Sube un jonki con la pierna gangrenada. Paco mira los agujeros de la pierna, la carne que falta... El jonki se para frente a Paco. Huele mal. Y pide. Le pide a Paco en voz bien alta, con la palma de la mano, con la pierna gangrenada y maloliente y a un paso de las narices de Paco.

Un tacón golpea el suelo. La mujer elegante se ha levantado. Ha pegado un taconazo en el suelo. Y el mendigo gira y se la encuentra. Paco también la mira, pero no entiende nada. El jonki agacha la mirada, intenta alejarse un poco... Paco sigue perplejo, mirando a la mujer elegante y la mujer elegante atiende a la entrada en la estación. Se abren las puertas del vagón y la mujer se dispone a salir y el jonki también, pero le cede el paso. Se cierran las puertas y el tren avanza y Paco observa a la mujer que también avanza por el andén y luego se pierde.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Buena puntería - Luisa Hurtado González


El primero en caer fue el conejo azul. Unos segundos después, la víctima era el pato. Más tarde, vi caer con horror al cerdo, mi compañero y amigo. El siguiente era yo.
Aterrorizado busqué al culpable de la masacre: estaba sólo a un par de metros y sonreía.
Oí el disparo que tenía mi nombre pero… permanecí en el sitio. ¡El asesino había fallado!
Cuando el mecanismo que me mueve me devolvió a la calle, lo vi por última vez en mi vida. Llevaba en los brazos uno de los premios que se entregan a aquellos que tienen buena puntería. Llevaba en los brazos a la muñeca Chochona, mi novia.

Tomado del blog Microrrelatos al por mayor
http://microrrelatosalpormayor.blogspot.com/

Tragos y nostalgia – Héctor Ranea



Uncle Jones estaba sentado al estaño del único bar de Union City. Salvo el barman, estaba solo y tomaba con lentitud pasmosa el Bourbon doble que éste le había servido hacía una hora.
—¿Qué pasa Uncle Jones? —curioseó Jamie.
El tío lo miró levantando los ojos y la cabeza con lentitud de morsa durante la siesta
—La muerte me convirtió en un colador para el licor. La única manera en que puedo saborearlo es aspirándolo.
El muñeco del barman siguió tan callado como siempre y la miniatura del bar en la vidriera de la Wells Fargo empezó a empañarse.



Héctor Ranea

Célula terrorista - Eduardo Mancilla


El grupo estaba dispuesto a sembrar el pánico a como diera lugar, por el simple placer de la venganza y el retorno al reconocimiento público.
Habían planificado acciones tenebrosas y sanguinarias. A punto de dar su primer golpe, solo uno llegó a la cita. Al rato y por celular, fue recibiendo las excusas. Drácula extravió su dentadura postiza, Frankenstein quedó inmóvil por una artrosis de cadera, a la Momia se le enredó el vendaje, el Hombre Lobo tuvo un súbito ataque de pulgas. Suspendido el atentado, al Muñeco Maldito no le quedó otra que regresar a la juguetería.