viernes, 31 de diciembre de 2010

Los 300 de las Termópilas - Sergio Gaut vel Hartman


Rescatado por la Patrulla del Tiempo en el momento exacto en que un soldado raso del ejército persa, un tal Atosso, le atravesaba el pecho con su espada, Leónidas expresó su malestar porque la descomedida intervención le quitaba toda entidad a la profecía del oráculo de Delfos, según la cual el sacrificio de un rey salvaría a Grecia de la invasión aqueménida. 
—Trescientos valientes espartanos, sólo trescientos y su rey a la cabeza, el valeroso y heroico Leónidas I, hijo de Anaxandridas. Y ustedes... ustedes... bastardos extranjeros, muñidos de inconfesables intenciones...
—Otro desagradecido —dijo el patrullero Miguel Raneman tocando la culata del desintegrador.
—Tranquilo, hermano —lo detuvo su compañera, Gilda Carrillovski—. Cumplimos órdenes. El Directorio planea hacer otra historia en algún lugar del tiempo y no es asunto nuestro. Cobramos un sueldo.
—¡Un sueldo! Buena mierda.
—Es un trabajo interesante —insistió Gilda.
—Insalubre. A veces hacemos miles de horas extras y jamás reconocen el plus por época turbulenta.
—Aprendemos. Es gratificante.
—¿Gratificante soportar a este cerdo paleto y presuntuoso autoglorificándose por haber matado a un par de persas? ¡Por favor!
Carrillovski miró a Raneman, desarmó un gesto de perplejidad, sustituyéndolo por uno de convicción irreductible, sacó la pistola y desintegró a Leónidas.
—Diremos que llegamos un minuto tarde. Que Atosso había hundido la espada demasiado hondo. Que no tenía sentido traer un cadáver. Y que nos habíamos quedado sin energía para otro viaje. ¿Lo creerán?
—No —dijo Raneman—. Pero tampoco van a hacerse problema por un espartano más o menos.


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Las transformaciones de las cosas - Saurio


Eckels estaba cansado de ser siempre el cobarde que huye al ver al tiranosaurio.
No debería estarlo, los personajes generalmente sufren de amnesia siempre que alguien lee la historia de la que son parte y repiten una y otra vez lo que escribió el autor. Pero las innumerables relecturas que tuvo “El ruido de un trueno” provocaron en Eckels un déjà vu que evolucionó en la fatalista certeza de que él es el cagón que se sale del sendero antigravitatorio y pisa la mariposa que cambia irreversiblemente el presente por uno más oscuro.
Así que juntó toda su fuerza de voluntad para torcer la trama. No es algo sencillo para un personaje, pero estaba decidido. Aprovechando el momento en que Bradbury lo hace apuntar en broma con su rifle, ni bien salen al Cretácico, mata a Travis y al resto del safari y regresa corriendo a la máquina del tiempo, sin salirse del sendero, pese a que Bradbury, alertado de la rebelión del personaje, lo sacude con furia.
Eckels sabe que no podrá volver a su presente, Bradbury le impide controlar correctamente la máquina, pero está decidido a que el autor no se salga con la suya. La lucha es cruenta y agotadora para ambos. Finalmente, la máquina, fundida, cae en un sueño. Eckels, agonizando, es expulsado de ella y aplasta ―irónicamente, ya que Bradbury está demasiado agotado para escribirlo― una mariposa que pasa por allí.
Como es una mariposa onírica, y no ficcional, a Eckels no le importa. Muere feliz. Su presente está a salvo.
Pero no: miles de antologías de ficciones breves implosionan, arrasando al universo con ellas. Es que por más que se devanó los sesos, Chuang Tzu nunca pudo acordarse al despertar qué carajo pasaba en ese sueño tan bueno que había tenido.

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El Elegido - Vladimir Hernández


El negro era feo y calvo pero vestía con cierto estilo. También era alto y musculoso.
—Bienvenido al “desierto de lo real”, Leo. Te acabo de sacar de la Matrix. Eres el Elegido.
—¿La Matrix? —pregunté yo sorprendido, pues la Ciudad de la Habana acababa de desaparecer ante mis ojos—. ¿Qué es eso?
—El lugar donde has vivido toda tu falsa existencia hasta hoy, Leo —me dijo él—. Un engaño, una falacia virtual. La Matrix es una compleja realidad digital que ha estado conectada a tus sentidos desde tu nacimiento y... bla, bla, bla...
Estuvo hablando como 15 minutos seguidos, pero cuando terminó de explicarme yo estaba a punto de llorar de alegría. Según aquel extraño, ahora me encontraba fuera de la absurda realidad en la que había vivido durante 25 años. Todo había sido un mal sueño, una pesadilla demasiado larga.
—¿Quieres decir —le interrogué— que ya no tendré que tomar ese infernal bus metropolitano, siempre repleto de gente, para llegar al barrio suburbano donde vivo, ni tendré que asistir a las reuniones diarias después de cada turno de trabajo, ni tendré que hacer interminables colas de cuatro horas en los servicios públicos, ni...?
—Para, para, para —dijo el negro aterrorizado—, que vas a traumatizarme a mí también. Tranquilo. Te he sacado de la Matrix para asignarte una misión. Toda mi vida he estado buscando a esa persona. Ahora eres nuestro nuevo Elegido.
—¡Ah! ¿Pero ya tenían uno antes? —me interesé.
—Sí —dijo él con gravedad—. Pero Neo siempre fue muy flojo de piernas. Se nos enfermó de los nervios a los tres meses y... tuvimos que regresarlo a la Matrix.
—¡Que horror! —Dios mío, me estremecí con sólo pensarlo—. No te preocupes, compañero, que a mí NO se me van a aflojar las piernas. ¿Qué es lo que hay que hacer?
Me miró con aire misterioso, tosió con embarazo, y me puso una mano en el hombro.
—En honor a la verdad —sonrió—, la heterosexualidad no existe; es tan sólo otra mentira que inventaron las Inteligencias Artificiales para simular que la especie humana se reproduce.
Le miré preocupado. De repente muy consciente de su enorme y cariñosa manaza sobre mi hombro.
—Me temo que no te entiendo, amigo —dije tímidamente.
—No te preocupes, muchachón; ya te enterarás.

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Nada - Walter Iannelli


No tenía ganas de dibujar. Por eso abandonó el atril para asomarse a la ventana. Pero no había mucho que mirar. Las nubes flotaban sobre los techos como espuma. Abajo nada. Nadie. La autopista vacía, el parque desierto, barrido de polvo por un viento cálido que a ras del piso corría carreras invisibles. Qué esperaba. Qué debía hacer la gente, más que estar espiando por una ventana con los brazos cruzados, igual que ella, con vergüenza. 
Sin embargo alguien, algo, una cosa, cruzaba el parque a toda velocidad, desaforadamente, como cuando de escapa o se persigue. Como cuando se es, todavía, algo o alguien. Igual que el viento, el bulto iría tomando forma de remolino, de persona. Era Galo. Tropezaba y caía y se levantaba para seguir corriendo. 
Hizo una mueca de fastidio. En unos instantes tocarían a la puerta. Dudó en cerrar con llaves. La  dejó abierta.
En menos de un minuto Galo se asomó al rectángulo. Había subido con la misma vehemencia con la que atravesaba el parque, y ahora era un resuello al pie de la escalera. Un animal herido. Tonto. Toda la vida quieto y ahora, que no había nada que hacer, corría. 
—Ya sé —dijo Galo, parado en el vano de la puerta.  
Laura fue hasta la cocina. Aún quedaba medio bidón de agua.  
—Está caliente —dijo, de vuelta.
Galo empinó el botellón y bebió con avidez hasta vaciar la mitad del contenido. El líquido se le escurría por las comisuras de los labios. 
—Yo no tengo ni agua —dijo, jadeando—. Pero no importa.  Me di cuenta de algo importante.
Laura apenas lo escuchó. Miraba otra vez el parque. Mirar las cosas era una forma de guardar a perpetuidad lo que aún quedaba, sin dañarlo. 
—¿Y qué es lo importante? 
—Lo que siempre quisimos —dijo Galo.
Laura sopló el aire por la nariz. El sol bajaba oblicuo sobre las hamacas, proyectando un cuadriculado de sombras grises y vacilantes que se estiraban hasta los pies del edificio. Podría haber sido una tarde cualquiera. La misma plaza, pero llena de hombres y mujeres, chicos y vendedores de helado. Y adentro el amor húmedo de ese muchacho que hoy ni siquiera la había besado.
—¿Qué será lo que siempre quisimos? —dijo.
Galo terminaba con sonidos guturales el contenido del bidón de agua. Apoyó en el piso el envase vacío.
—Justicia —dijo.
Laura dio vuelta la cabeza. Se apartó de la ventana y caminó hasta la mesa de dibujo. Se sintió rara mirando las escuadras y los lápices. Alguna vez habían servido. Alguna vez había creído que las cosas se hacían con un fin determinado.
—No digas pavadas —dijo.
Galo estaba sentado en el piso, las rodillas recogidas y apretadas entre los brazos como si quisiera ocupar poco espacio. La mirada perdida en el suelo.
—Sí, justicia —dijo—. ¿Entendés? Ya no hace falta discutir ni pelear. Ya no es necesaria la venganza. Ya no tiene sentido la guerra. Somos todos iguales. No tenemos comida, ni luz, ni agua y mañana ya no van a hacer falta. Ahora somos todos iguales. Ya no hay privilegios. 
Laura sonrió. Galo siempre le había parecido tan retórico, pero le gustaba. Ya se lo había dicho, y se lo diría otra vez si la palabra retórica o amor, ahora, significaran algo. Pobrecito. El pelo gris y llovido y la cara sucia. La traza de perro callejero y pulgoso. Y aparte esa inocencia. Se iba a morir ahí mismo, donde se había quedado, sin hacer nada, con los ojos rojos y fijos en el piso, ahora que había dicho eso que quería. Se agachó y lo besó en la frente. Galo temblaba. 
—Está bien —dijo y volvió a la ventana. Posiblemente Galo tuviera razón. Ya no había por qué discutir. Ya eran todos iguales. Había que verle el lado positivo. Sin embargo Galo seguía teniendo miedo, como si el miedo aún sirviera para algo.  
Quizá debía salir por última vez al parque y hacer alguna última cosa inútil. Las personas siempre habían hecho cosas. Cosas inútiles. E igual se morían. Entontes qué diferencia podría haber entre el holocausto personal y uno colectivo. De modo que iba a pasar lo que siempre había estado pasando, nada más que de golpe. De una vez y para siempre. Se puso el abrigo, debía apurarse. El sol se iba detrás de las casas y pronto ya no habría nada. Nada.


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Comestible - Niklas Peinecke


Me desperté babeando en algún momento en medio de la noche. ¡Me había dormido mirando la tele! Tenía los pantalones de gimnasia pegados al cuerpo como una criatura marina muerta: salados y húmedos. En mi boca se demoraba el sabor de las papas fritas que había estado comiendo; me levanté del sofá. Raro.
No estaba seguro de haber apagado el televisor, aunque considerándolo bien, siempre estaba prendido cuando me despertaba. Observé el equipo con detenimiento; de algún modo la pantalla se había vuelto lechosa, como si alguien la hubiera frotado con manteca de cerdo. Estiré la mano. No estaba grasiento, sino más bien seco y sin brillo. ¡No parecía un televisor!
Un momento. Claro que se parecía a un televisor, pero sólo por fuera. Como si una medusa hubiera imitado la forma del aparato. Fue entonces que noté otros detalles que me llamaron la atención. Las esquinas estaban redondeadas en exceso, derretidas, como si la caja se hubiera calentado demasiado. Me incliné para ver detrás del artefacto.
Ahí estaba el cable, surgiendo de la parte trasera, semejante a un cordón umbilical negro. Las rejillas de ventilación habían adoptado la forma de branquias que se movían suavemente, como si la pantalla respirara.
¿Lo estaba imaginando? ¿O la cosa realmente pulsaba?
En ese momento perdí el equilibrio. Estaba demasiado inclinado y antes de tomar conciencia de lo que estaba haciendo, me aferré a una esquina de aquel aparato bestial. Con la mano apreté un poco el caparazón, que se partió como si fuera corteza, produciendo un ruido crujiente y mi brazo se sumergió en la masa húmeda que se encontraba debajo. Un estremecimiento recorrió mi cuello, y rápidamente retiré la mano, aunque no pude evitar que unas migajas húmedas se pegaran a ella.
Pero, ¿qué era eso? Un olor delicioso salió de la masa, un olor como de tarta recién cortada, con aroma a limón y vainilla. Se me hizo agua la boca, un apetito devorador, como el que suele atacarte de madrugada.
¡Era algo asqueroso! ¡Mi televisor se había convertido en una cosa repugnante y yo estaba pensando que deseaba comérmelo!
Lamí una migaja de la mano y un sabor sin precedentes explotó en mi boca, como de cilantro y pan, patatas doradas y mazapán y... y…
Con la otra mano tomé el caparazón de la criatura, arranqué piezas cada vez más grandes del cuerpo, de lo que alguna vez había sido mi aparato de tele. Apenas mastiqué. Devoré pedazos de la masa, jadeando, sin masticar; hacía rato que mi hambre se había convertido en codicia. Me encontré de rodillas ante del equipo, metí la cabeza en el hueco partido para morder la pulpa.
En algún momento debo haber perdido el conocimiento.

Me despertó la voz de Sofie. —¿No quieres venir a acostarte?
La escuché llamar desde el dormitorio, andar a tientas por el pasillo.
—¡Sofie! —gemí—. ¡Tuve una pesadilla horrorosa!
El grito ahogado de ella me obligó a abrir los ojos.
¡No había sido un sueño! Me encontré de bruces ante el aparato medio devorado, frente a la herida que había creado con mis mordiscos; los labios del cráter empezaban a enrollarse, como si se estuviera iniciando una especie de curación. Quería levantarme, pero no podía. Mis brazos habían penetrado en el suelo hasta los codos. Volví la cabeza y vi que también mis pies habían echado raíces en el piso.
Me saltaron las lagrimas y mi corazón parecía apretado por una enredadera.
—¿Qué me pasó?
—¡Oh Dios! —gimió Sofie. Se había arrodillado frente a mí, vestido con su pijama; tomó mi hombro derecho con las dos manos y tiró. Pero en vez de separarme del suelo se quebró un trozo del hombro con un suave crujido. No me dolió para nada, sólo sentí un leve tirón en ese sitio.
Sofie mantuvo la vista clavada en el suelo, dejó caer el hombro y vomitó cerca de mis piernas. Se limpió la boca con la mano. —¿Qué pasó?
No podía responderle, pero un olor familiar y apetitoso salió del hueco de mi costado. Mi estómago sonó perceptiblemente e intenté volver la cabeza de modo que pudiera morder un trozo de mi propio cuerpo, pero no lo alcancé.
Sofie levantó la porción de hombro caído y lo olfateó. Luego se lo metió en la boca y masticó ansiosamente. Después de haber comido el primer trozo, empezó a comerme  pieza por pieza.

Título original: Essbar
Traducción directa del alemán:  Regina Sedelke.

Concesión de un deseo - Giselle Aronson


Mabel acomoda con un gesto enérgico, la pollera corta que se empeña en trepar por sus piernas mostrando más de lo que desea.
En la calle sube el cierre de la campera. Está fresco y ha transpirado un poco. En sus oídos retumban los ecos de la cumbia nocturna; es un repiqueteo grave y pulsátil que la sume en un estado de sopor. Lentamente aparecen los primeros resplandores del amanecer por entre los huecos de las casas bajas, alineadas caprichosamente sobre los terrenos del suburbio.
Camina con cuidado, va eligiendo los lugares más firmes de la tierra apisonada para no hundir sus tacos. Bailar con esas sandalias durante horas le provocan punzadas en las plantas de los pies, a veces hasta llegan a adormecerse y quedan entumecidos. No le importa. Sólo quiere bailar. Espera el sábado durante toda la semana. El boliche es el único lujo en rutinaria vida. Doce horas, cada día, limpia oficinas, también los sábados, y no puede hacer ni pensar en otra cosa: si no trabaja no come, ni ella ni su familia. Todos en su casa colaboran.
A los quince años dejó la escuela, cuando comenzó a resentirse la salud de su madre y ella como hermana mayor se convirtió en la siguiente responsable en la jerarquía familiar. Es un hogar sin padre, pero nunca lo tuvo, así que Mabel no sufre su falta.
Como no sabe si puede pretenderlo, se abstiene de anhelar cualquier futuro. “Que venga lo que tenga que venir” responde cada vez que se pregunta si su vida será siempre este continuo esfuerzo por conseguir un alivio. A los veinticinco años tiene el cuerpo cansado.
Menos los sábados en el baile. Lo único que quiere es seguir moviéndose. La música la anestesia, así no siente el dolor de los pies, ni el cansancio, ni la injusticia ni la desesperanza. Tres o cuatro horas sin pensar ni sentir otra cosa que no sean los acordes de la cumbia.
Si a Mabel se le concediera hacerse acreedora de un deseo a cumplir, sin dudarlo elegiría poder prolongar un poco más el placer de abandonarse al baile cada sábado a la noche.

El coleccionista - Nana Rodríguez Romero


Desde el día en que le dijeron que andaba desorientado por la vida, se dedicó a coleccionar brújulas. Las tenía de las más diversas épocas, formas, colores y metales.
El diseño de su casa era una gran brújula en cuyo norte se encontraba su habitación atestada de estos aparatos. La decoración de las escaleras, las habitaciones, los corredores y las puertas la constituía un sinnúmero de flechas negras. En la cocina había una muy grande que le indicaba la despensa y la nevera para que no muriera de hambre. En el cuarto de baño había otra que le indicaba la puerta de salida al mundo real, para que no se perdiera en la ensoñación de las necesidades fisiológicas.
Tenía brujulitas en forma de relojes, pulseras, anillos, pisacorbatas y hasta en sus ojos se hizo colocar un par para corregirse la miopía. Llevaba un gran maletín lleno de esos curiosos aparatos que le indicaban los autobuses, las calles, los edificios, las oficinas, los cines, los restaurantes y hasta los amigos y enemigos que tenía a su alrededor.
Su libro de cabecera era un diccionario manual de orientación; antes de dormir tomaba unas pastillitas que no le dejarían perderse por ese mundo de los sueños.
Cierto día alguien que conocía su afición, le llevó una mujer encerrada en una vitrina redonda. El hombre no supo qué hacer, pues la aguja hecha mujer permanecía siempre en posición horizontal y le causaba una gran desorientación cada vez que pasaba por su lado. Entonces tenía que ir a consultar a todas las otras brújulas para que le mostraran el camino correcto y de esa forma no desviarse hacia el abismo.
Fue así como la mujer decidió romper con su posición horizontal y de un solo movimiento se irguió y saltó del cascarón de vidrio. Como tenía tanto magnetismo, neutralizó a las otras brújulas que ya no supieron decirle nada al pobre hombre, el cual sintiéndose tan confundido, agarró a la mujer por la cintura y siguió una flecha de emergencia que los condujo hacia el fondo de un abismo, o del cielo, que para el caso daba lo mismo.
Desde ese entonces, las brújulas del coleccionista enloquecieron de la felicidad.


Desacompasados - Javier López


—Ti-ti-ti-tic taac —se escuchó, en el silencio de la noche, en la relojería del señor Matías Uhrmacher.
—¡Retrasado! —gritó, entre enormes carcajadas, el viejo carrillón inglés del siglo XIX, que tenía fama de no haber variado un solo segundo desde el día de su fabricación.
—¡Leeeento! —exclamó, también entre risas, el reloj de pared que había cerca de la entrada de la relojería, y que el señor Uhrmacher guardaba como una de las joyas de su colección privada. Por él había recibido muchas ofertas de otros coleccionistas, pero ahí seguía, en el mismo lugar, desde que el bisabuelo de Matías fundara el negocio familiar.
Y es que Horace Rolex era la oveja negra de la familia. De hecho, sus padres no habían querido saber nada de él desde que salió de la fábrica de Ginebra dos años antes. Horace, más que dar la hora, sólo daba problemas. Siendo una pieza valiosa, por su afamada marca y su chapado en oro de 18 kilates, había tenido varios compradores, que invariablemente lo devolvían a la tienda del señor Uhrmacher en cuanto observaban que, tras dos o tres días de funcionamiento, su retraso horario era más que considerable.
La relojería acababa de cerrar, y Horace pasaba su primera noche en el cajón de los relojes averiados. Le molestaba estar en aquel lugar oscuro y apartado de los demás. Pero, cuando su vista se hubo acostumbrado a la oscuridad, se dio cuenta de que algo iluminaba el cajón. La esfera fosforescente de Eva Longines proporcionaba la suficiente luz como para que Horace pudiera contemplar las curvas del hermoso reloj de pulsera femenino.
—Ti-ti-ti-ti-ti-tic taaa...tac —saludó Horace, algo más nervioso de lo habitual.
—Tic tacatacatac —respondió Eva, en un tono amable que enseguida conquistó el corazón de Horace, que supo ver inmediatamente que ella también era diferente.
Esa noche apenas durmieron. Conversaron en voz baja, para evitar la mofa de aquellos grandes relojes engreídos en su perfección.
Apenas se habían dormido cuando escucharon llegar al señor Uhrmacher, que levantaba la persiana metálica del negocio con gran estruendo. Poco después de haber entrado en la tienda, y tras colocar en sus estanterías algunos relojes que había recibido a última hora de la tarde anterior, ambos sintieron que el relojero abría el cajón y los tomaba entre sus manos. Lo que iba a pasar después fue algo que Horace no iba a olvidar en el resto de su vida. El relojero fue desnudando a Eva, dejando la tapa de su caja de acero por un lado y el resto de su maquinaria por otro. Horace pudo contemplar a su compañera hermosa, con sus bellos engranajes mostrándose en todo su esplendor, el suave brillo de su cristal perfectamente pulido, y las saetas esbeltas y gráciles marcando las dos menos diez, que a él se le antojaron como una sonrisa.
Pero pronto le iba a tocar el turno a Horace, y entonces sintió pudor ante su compañera. Ella volvió a mostrar su mejor cara, con una sonrisa burlona de tres menos cuarto. Pero él, tímido y lleno de vergüenza, solo pudo poner cara de cinco menos veinte.
El relojero, tras comprobar minuciosamente el mecanismo de ambos, pensó en voz alta:
—Chicos, lo que os ocurre no es mecánico. Es psicológico. Creo que esto es trabajo de terapia. Habrá que probar con El Metrónomo.
Y así fue. El señor Uhrmacher desapareció en la trastienda, y al poco rato regresó con un metrónomo que había pertenecido a Johann Strauss, y con el que había medido el compás de alguno de sus valses más reconocidos. Lo programó a sesenta golpes por minuto y lo dejó a solas con Horace y Eva.
—Clap-clap-clap-clap... —insistía marcadamente El Metrónomo, como un profesional que sabe hacer bien su trabajo.
—Ti-ti-ti-tic taa-aac —trató de imitar Horace, sin conseguirlo.
—Tic ta...ta...taaaac —terció Eva, sin lograr llevar el ritmo.
—¡No, chicos! —dijo El Metrónomo, en un tono que pareció malhumorado—. Tenéis que olvidar todo lo que habéis aprendido hasta ahora y concentraros. Clap-clap-clap —repitió machaconamente.
—Tiiic-tac —repitió Horace.
—Tic-tac, tic-tac —pronunció esta vez Eva, arrancando la aprobación de El Metrónomo y la admiración de Horace.
Pasaron varias sesiones hasta que ambos corrigieron su marcada tartamudez. Pero, desde entonces, se ganaron el respeto de los demás relojes de la tienda del señor Uhrmacher.
Tres meses después, un rico banquero ginebrino acudió a la relojería para hacer un regalo de bodas a sus mejores amigos. Desde entonces, Horace Rolex y Eva Longines lucen en las muñecas de una joven pareja de enamorados de Berna. Y, según he podido escuchar, ellos también lo están.

Noticias del futuro – Guillermo Vidal


Julio confiaba por completo en su ciencia como para viajar en su máquina del tiempo recién inventada; no quiso gastar ni un minuto para hacer ajustes o ensayos, tampoco temía por su vida. Iría al futuro a contemplar las maravillas que sus pares harían realidad. No podía esperar.
Se lanzó sobre el asiento acolchado y después de asegurarse con un par de cinturones cruzados empujó la palanca hacia adelante. Un enorme vórtice salido de la nada lo tragó. Por un lapso que le pareció eterno él y la maquina se agitaron como dentro de una mezcladora hasta que pensó que se iban a despedazar pero el movimiento se fue suavizando hasta que se detuvo por completo. Bajó todavía un poco mareado tratando de mantenerse en pie y observó alrededor sin poder creer en lo que veía.
El panorama no podía ser más aterrador, el silencio era completo, hasta donde alcanzaba la vista no quedaba un edificio en pie. Podía notar a pesar de todo que era una era con grandes avances que de nada habían servido para evitar la catástrofe.
Caminó vacilante sin saber adónde ir, en el suelo levantó lo que quedaba de un viejo diario: “¡Es el fin!, decía en letras enormes que ocupaban media página, caen Paris, Roma y Berlín, ya no se reciben noticias de Rusia y Japón está sumido en un completo silencio. Londres apenas resiste y los pocos sobrevivientes se esconden bajo la tierra. Desde Nueva York a Los Ángeles no hay más que cenizas. Los científicos se lamentan por las armas que han creado, como si le hubieran leído el pensamiento y terminaba repitiendo ¡Es el fin!
¡No habían sido otros que ellos los que habían destruido el mundo que prometieron mejorar! Desesperado volvió hasta la máquina del tiempo, sollozaba sin poder contenerse, tal vez el aparato que lo transportó hasta esta época le advertía el mal que vendría de su ciencia, mientras él solo pensaba en quedar en la historia por su contribución a la humanidad, ¡Que necio!
Sin pensarlo más, tomó del suelo una barra de metal, tal vez parte de una ventana donde antes miraban niños, que el había contribuido a matar. Con furia hizo añicos su invento después sacó de su bolsillo el revólver que guardó por las dudas tuviera que defenderse y se la colocó en la frente; no se haría responsable de tanta desgracia, pensó antes de disparar y volarse los sesos.

“…apareció el cadáver de un hombre, al parecer se habría suicidado con un revólver, vestía ropas de época, no llevaba documentos ni identificación alguna excepto un reloj colgante con la iníciales J.V, estaba tendido junto a los restos de un aparato desconocido. Aseguran que no pertenecía al plantel de empleados y se desconoce el modo en que ingresó sin que se activaran las alarmas o lo captaran las cámaras de la entrada. Todo esto sucedió ayer durante el receso, por lo que el parque temático Mundos futuros se hallaba cerrado…”

Disparidad binocular – María Pía Danielsen


Ante sus ojos, el tenía la grandeza de lo inconmensurable. Mar de aguas calmas, paciencia azul y besos de goma espuma.
Claro que Mariana carecía casi por completo de visión en el ojo derecho.
—Puedes estar tranquila. Me importas mucho- le dijo Benjamín en el oído una noche de brillo y tormentas. El único ojo sano de ella lo percibió gigante, luminoso como el Rockefeller Center en Navidad.
Ya que el destino siempre corre hacia adelante y casi siempre lo que ves, es; la mujer resolvió ir al oculista mientras el hombre decidía salir con amigos.
Simultáneamente al tratamiento previo a la cirugía ocular, Benjamín inició la ronda de miedos, dudas y espejos.
Sorprendida hasta los tuétanos, Mariana observó como la silueta de el se encogía, poco a poco y sin pausa.
Desdibujado detrás del -te llamo después- y del -nos vemos la semana que viene- , pronto cabía en la palma de su mano. Terca como una mula, lo aferró en su puño y se encaminó a la operación reparadora de la visión.
Mariana recuperó la vista de su ojo derecho y con ello, la disparidad binocular que es la forma de percibir profundidad, relieve y dimensiones. Abrió el puño para reconocer a su hombre y se encontró con una caricatura minúscula. La observó detenidamente. Sonrió y sin vacilación alguna, la arrojó bien lejos por sobre sus espaldas.


Microondas de última generación – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


Un viajero era una rareza en U’oliyurs; pocas veces llegaban forasteros a ese grano purulento del último callejón de la galaxia. Por eso, cuando el tipo pidió agua y la transformó en vino, empecé a sospechar que era un timador. Le hice un guiño a mi compadre Lavodnas y él empezó.
—¿Puedo preguntarle algo, maestro?
—Sí —dijo el forastero son levantar la mirada del vaso.
—¿Le puedo preguntar lo que quiera? —insistió Lavodnas.
—Le dije que sí —replicó el otro, casi de mal humor.
Mi amigo se aclaró la gola y atacó. —¿Por qué el arco iris en Venus tiene un diámetro tan pequeño?
—El diámetro del arco iris venusino —dijo el forastero—, es pequeño porque aún no fue desvirgado.
—¡Mire usted! —exclamé, estupefacto.
—Lo del arco iris no me lo soñé... —dijo a su vez Lavodnas—; pensé que tenía otra cosa en el nacimiento.
—Ahora pregunto yo —dije—. ¿Por qué las noches tienen un color púrpura en Encelado?
—Las noches de Encelado —respondió el extraño— son púrpura porque la atmósfera es de purpurina. Esa purpurina sale de unas grietas que emanan plasma producido por el agente purpurinógeno saturnino, que tiene un carácter de porquería.
—Tiene razón —dijo Oir’uas, que iba por la quinta copa de gurusil, el destilado de semen del único batracio de nuestro mundo—. Yo estuve allí y lo vi. —Nadie prestó atención a las palabras de Oir’uas, y Lavodnas volvió a la carga.
—¿Por qué las campánulas iridiscentes tienen alcaloides de retroefecto paraventral obstructivo? —escupió como quien juntó saliva después de mascar tabaco azul de Selaviatán. Pero el viajero no se inmutó.
—Las campánulas iridiscentes tienen alcaloides de retroefecto paraventral obstructivo porque Igor Vladimirovich Retrochenko, en 2145, bombardeó el núcleo de los hipofilititos con un glucosacárido de acción oclusiva que obturó el gránulo de resolución endoparental.
—Discúlpeme —intervino Putiyun Juli’ert, que de eso sabía una colina y media—. Lo de las campánulas es más que objetable. Algunos le dicen hipofilititos y otros aseguran que son holocernícalos, pero creo que tanto una como otra de esas bestias pueden tener el mismo resultado global al ser bombardeados con los polisacáridos que están bastante sacados.
El extraño meneó la cabeza y esbozó una sonrisa, como si estuviera acostumbrado a esa clase de refutaciones. —Si usted lo dice…
Me pareció que era lo mismo que patear al caído, pero remaché con una pregunta de oro.
—¿Me puede explicar, jefe, cómo se comen las ostras azules del Mar de Aral, allá en Buryatya?
—Con las manos. ¿Hay otra forma?
—¡Claro que hay! —me encrespé—. Las ostras se comen con otras ostras. Se preparan con aceite que se extrae de un chile que crece en las mandíbulas del pez genghus, un pesto de la planta que da nombre a la llanura de Bue y sal del mar de Aral. Las manos las usan en Ulaan Baataar. No se confunda. Eso es Mongolia Exterior, no Buryatya.
—Si usted lo dice… —repitió el forastero—. Por lo que parece ustedes tienen todas las respuestas. ¿Para qué las preguntas, entonces?
Como si no lo hubiera oído, Lavodnas largó una más, especialmente ríspida. —¿El camello que pasó por el ojo de la aguja midió las consecuencias?
—¡Eso sí que no! —estalló el viajero—. No hubo tal camello. Era una soga, producto del error de Jerónimo, que era un pésimo traductor del griego. Y no pasó por el ojo de la aguja. Tal como vaticiné, era muy difícil que eso ocurriera.
—¿Vaticinó? —dijimos a la vez Lavodnas y yo—. ¿Usted es…?
—El mismo que viste y calza —dijo el extraño—. Alguna vez tenía que llegar al último grano en el culo del universo, ¿no les parece?
—¿Viene a redimirnos?
—¿A redimirlos? —El tipo se irguió con los puños sobre la mesa; sus ojos echaban chispas y se le congestionó el rostro—. Me mandaron castigado a este planeta infecto por el problema que armé en Huityfel. ¿Redimirlos? ¿Por qué no se van a la mismísima mierda, pelotudos del orto?
—No se sulfure —dije extendiendo la mano.
—¿Encima me carga? ¿Qué no me sulfure? Ahora verán que si me sulfuro puedo ser peor que mi hermano, el del Gran Sótano.

Motu improprio - Vladimir Kultyguin


Soñaste con unos ojos que te vigilaban. No te vigilaban; te soñaban y soñaban contigo, soñolientos y voraces de tu carne onírica. No soñaste; vigilabas aquellos ojos, en un momento precioso de temblarte las cejas, provocando un terremoto (¿diríase mejor, visiomoto?) a la meseta que no hay y nunca hubo.

Crease o No – Guillermo Vidal


—¡Dios mío! Dijo el ateo sorprendido por algo que no viene al caso y sin intención de hacerlo confesional. Así durante el día recibió varias sorpresas e insistió en invocar al omnipotente en el que no creía. Incluso, aunque no salió de las cuatro paredes, ante algunos inconvenientes mando al infierno a varios. Al fin de la jornada se tiró agotado sobre el sillón y contento de haber terminado su trabajo dijo por costumbre ¡Gracias a Dios ya empiezan las vacaciones!A fin de mes entre los impuestos le llegó una cuenta de administraciones celestiales: “estimado señor S, respetamos su derecho a no profesar fe alguna pero crease o no todos pagamos derechos de autor…” y a seguir la abultada cuenta, diez hojas prolijamente detalladas, registrando cada vez que había usado alguna de esas palabras.

Resignación - Daniel Sánchez Bonet


A Lucía le costó algunos años entender que tanto el amor como la amistad se construían con el tiempo y que, por lo tanto, era imposible que nacieran de repente. Quizá pecaba de soñadora, porque bastaba con echar un ojo a su alrededor para darse cuenta del paso del tiempo. Y es que Lucía ya no era aquella mujercita de la universidad, ni mucho menos. Por fin, aunque seriamente resignada, Lucía tuvo que admitirlo: los flechazos, las almas gemelas o eso de las medias naranjas eran una absurda bobada, una prueba más de madurez. Antes de salir a tomar el fresco, agobiada por la calurosa bienvenida al mundo real, se lo repitió un par de veces más…Segundos más tarde, un chico desconocido le salvó la vida en un cruce de peatones.

Automatismo – Sergio Gaut vel Hartman


Después de operar la máquina que puso en marcha el Apocalipsis, pensó que sería bueno crear otro universo, uno más simple, desprovisto de odiosas criaturas de carne que cuestionaban su existencia y reprobaban sus actos. Lo haré con tres elementos, pensó, bidimensional, fácil de arreglar y manejar. Fue así como creó el nuevo universo valiéndose únicamente del punto, la línea y el plano, tras lo cual se retiró satisfecho a sus aposentos. Esta vez había trabajado un día, por lo que podría descansar seis. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando al regresar, la semana siguiente, comprobó que aquellos tres elementos se habían dedicado a combinarse entre sí y que de la consiguiente proliferación se generaron varios millones de kandinskis.

jueves, 30 de diciembre de 2010

Qué pasó en realidad (3) - Gilda Manso


Le decían “El flautista”; el apodo se debía a su arma, un escopetín delgado pero temible, que llevaba siempre consigo. Supo ser guerrero feroz, luchando para el bando que más le conviniese.
Ese día se presentó ante el gobernador.
-Me dijeron que tiene un problemita con unos inmigrantes. Puedo encargarme de ellos por una buena suma de dinero.
El gobernador no dudó; los inmigrantes eran como ratas, llegaban de otros países, se instalaban en baldíos y arrasaban con todo. Y la gente se quejaba. La gente no lo reelegiría a menos que lograra detener a esos bastardos despatriados. Entonces le prometió a El flautista una buena recompensa y dejó todo en sus manos.
El flautista fue baldío por baldío, escopetín en mano y munición de sobra. La masacre fue asquerosa. Luego se dirigió a la oficina del gobernador y reclamó su dinero. El gobernador quiso darle la mitad. El flautista no aceptó. El gobernador dijo que nunca habían hablado de un precio exacto, y que si sabía que pediría tanto, habría dicho que no. El flautista contestó que los inmigrantes ya estaban muertos o gravemente heridos. El gobernador le ordenó que saliera de su oficina de inmediato.
El flautista salió a la calle: si él no había dicho qué precio tenía su trabajo, el gobernador no había dicho a cuáles inmigrantes había que matar. Tampoco había dicho que debía indultar a los nativos (pero) descendientes de los viejos inmigrantes. El flautista recargó su escopetín y le disparó en la cabeza a cada persona que no tuviera rasgos aborígenes. Y lo hizo hasta que recordó que el abuelo del gobernador había sido polaco.
El flautista, entonces, guardó una bala.

Gilda Manso

Valores invaluables – Nanim Rekacz


La caja de zapatos guardaba en su interior una figurita abrillantada, un cepillo azul de plástico, un rulo rubio atado con una cinta azul, un boleto de colectivo capicúa, una servilleta de papel de un bar, una diadema.
La figurita se había caído del libro de una compañera de primaria, era un incunable, inaccesible al presupuesto de sus padres. La guardaba con culpa.
El cepillo, él único recuerdo de su abuelo fallecido casi desconocido y olvidado en un hospital. Le inspiraba tristeza.
El boleto, cuyas cifras sumadas daban 5… D… D de Damián, su amor imposible adolescente, memorias del amor puro.
La servilleta… de ese bar donde con los ojos en los ojos, dijo sí, y fue a hacer el amor por primera vez. Y única vez con ese hombre que se fue.
El rulo, de su hijo nacido de esa primera y única vez, le traía toda la ternura.
La diadema, un obsequio de su madre, quien la había llevado en su boda, mientras ella era apenas un germen en su vientre. Gloria y agradecimiento.
El incendio hizo cenizas los tesoros fundamentales de Mariana. Nada de eso podía ser cubierto por el seguro. Lloraba, inconsolable, abrazada a su hijo, que le decía que todo iba a estar bien. Que empezarían de nuevo. Que lo importante era estar vivos.

Nanim Rekacz

Punto y aparte - Walter Böhmer


Hoy no estoy seguro, y esa inseguridad trabaja en mi cerebro con la seguridad de un automóvil alemán. ¿Quién se llevó mi seguridad? Seguro que esa seguridad que me falta saltó el día que me sentí inseguro ante sus ojos. No me animé a saltar a sus brazos, con la seguridad de que me recibiría sonriente. Inseguro, indefenso, inexperto. En mi interior habita hoy la inseguridad, hiberna tranquila, pero expectante, esperando que intente el intento de intentar saltar.

Y ahora, ¿cómo hacer para recuperar mi seguridad? ¿Estará escondida y segura de la inseguridad que me persigue? Que me deja indefenso a las defensas que ahora atacan como una guitarra eléctrica desafinando desde los altos parlantes que bajaron para que la altitud los alcance. Y alcanza con el bostezo indiferente, ese que se robó mi seguridad y la lanzó al sótano donde hiberna hasta que la despierte mi primavera.

La veo ahí, desde el primer escalón de la escalera que no es eléctrica como la guitarra, esa que me obliga a dar el primer paso inseguro para buscar mi seguridad, esa que mi inexperiencia dejó escapar y rodearme de inseguridad. Ni como el perro que se quita el agua, ni las grandes sacudidas me vuelven las fuerzas; me tiemblan las piernas, los pies y las rodillas. Golpean al son del corazón, sin ton ni son, interminables escalones que llevan a la oscuridad de la cueva donde hiberna mi seguridad. Inseguro, doy el primer paso, tiemblo y yerro al primero. Ruedo, golpeo por todos lados, de costado y de arriba, espaldas y cabeza rebotan. Caigo a un lado de mi seguridad, estiro mi mano y dejo de respirar mientras mi tacto intacto se conecta con ella y vuelve a mi cuando me interno en su invierno.

Ahora estamos juntos, estoy seguro de mi seguridad, tan seguro como sé que no despertare de mi coma, mi punto y coma. Mi punto y aparte.


Tomado de Apología de los miedos

Nuevo viaje a Citeres - Héctor Ranea


El paquebote de lujo se desplazaba majestuoso por las aguas negras del Mediterráneo. En él viajábamos desde hacía dos días, desde Barcelona a Génova, de Génova hacía Amalfi, cruzaríamos el estrecho de Scilla y Caribdis para enfilar a la isla del amor.
Mi mujer, flamante esposa, me había instado a ahorrar el dinero ganado en la construcción de dos casas en Barcelona para hacer este viaje a la isla del amor y la sensualidad. Y ahí estábamos, gozando de un tiempo excepcional, un estupendo mar, maravillosos atardeceres y mejor comida y bebida.
Poco después de pasar Messina, se desató la peste y no hubo forma de volver. Era una epidemia rara. El capitán nos convocó ante los primeros casos para informarnos que no tenían abordo forma de curarlas, sí de aliviar los malestares, pero la cura sería recién al tocar puerto, y Estambul quedaba aún a dos días de navegación, de modo que iríamos estudiando la evolución de la enfermedad.
Al parecer, era rarísima, pero no mortal. Una comida pudo hacer que este desaguisado se desatase. Puede que nuestra intención inicial al iniciar el viaje haya sido el romance, pero esta peste nos arruinó, al menos el traslado, en parte la cuestión romántica.
Esta peste se manifestaba de manera inequívoca en tanto en las mujeres provocaba flatos hediondos y sonoros (en decibeles, el equivalente a un automóvil a alta velocidad) y en los hombres en erecciones involuntarias y, al decir de Henry Miller, personales, es decir, irresistiblemente sensibles y urgentemente deliciosas.
Todo esto constituía un cuadro por demás patético, dado que las flatulencias hediondas abundaban y los hombres insatisfechos se paseaban como animales sin paz, tratando de encontrar maneras naturales de satisfacer esas erecciones.
Por las primeras doce horas, el capitán pudo proveer de medicinas tranquilizantes a los pasajeros para ahorrarles el bochorno, pero con las damas aún el carbón era insuficiente para moderar sus sonoridades y, hay que decirlo, dejaba inequívocos rastros negros pulverizados. Y resolvían menos aún el espantoso hedor de las mismas.
Se trató de aislarlas a todas ellas pero, luego de desvanecimientos por el olor y de los aullidos de los hombres solitarios, debieron dejarlas salir. Para colmo, ese pretendido aislamiento produjo un fenómeno nuevo, la sincronización de los flatos. Si bien ésta no era perfecta, era evidente que la mayoría de las mujeres que habían compartido el toalet por esas horas, habían traspasado algún marcador y, como suele pasar con comunidades de mujeres que sincronizan su ciclo menstrual, habían sincronizado esta aparatosa ventosidad.
Al convertirse en colectiva, la peste se hizo insoportable. El capitán había encontrado una manera de disimular, al menos en parte, el batuque de los vientres femeninos, sonando la sirena acomodándose al reloj interno provisto por el contacto.
El médico concluyó que era hormonal, pero poco decía esto de encontrar una manera de curarlo. Esa sola sugerencia debió haber bastado para iniciar algo en su mente y por eso, pensamos todos, se encerró en el hospital de abordo para encontrarla. En realidad, se vino a saber que él estaba atacado de la fiebre del balano y se satisfacía con una enfermera que, extrañamente, no tenía esa propensión al flato estentóreo.
Mientras tanto, mi mujer y yo tratábamos de pasar lo mejor posible el trance, yo con los oídos tapados, ella con la mejor disposición para satisfacerme, pero no era sencillo. La peste, además de haber hecho estragos, estaba mutando y ahora para los hombres el problema no sólo pasaba por la erección descontrolada sino también por una tendencia inusual a despertar sus tendencias homosexuales, lo cual puso nervioso al capitán, sobre todo.
Este nuevo aspecto comenzó a desarrollarse poco antes de atracar en Estambul, por lo cual el capitán debió recurrir al encierro de los pasajeros con semejante virus mutante y él tomar una medicina especial. Obviamente, la indignación crecía en todos quienes viajábamos por el paquebote, pensando en los juicios a la compañía que nos transportaba si salíamos con vida de Turquía dado nuestro comportamiento oprobioso.
Cuando bajamos en Estambul, nos enteramos que nuestra enfermedad ya había llegado a todos los rincones del mundo, al parecer, transportada por una gaviota que tocó nuestro barco en el momento de sincronización de los disparos escatológicos de las damas o alguna eyaculación ex – vientre de algún caballero onanista. El volátil había infectado poblaciones enteras de peces y de ahí pasó a todo el Mediterráneo. Por lo que alcanzamos a entender, ya era una pandemia peor que el SARS, peor que el dengue, peor que la recesión económica y la fiebre amarilla juntas.
Quedamos detenidos en Estambul en un hotel bastante bueno. Sirven poco de comer, pero al menos a los caballeros nos dan atención higiénica de calidad con nuestra tendencia eréctil. Las señoras ahora se quejan porque comenzó otra mutación en el virus y ellas también están sintiendo un picor especial en salvas sean sus partes íntimas. Los que podemos acudimos en su auxilio, pero otros están demasiado atacados por la mutación a la homosexualidad como para atender a sus esposas.
Todo parece provenir, según entiendo por lo que dicen en el canal italiano de televisión, de cierta partida de pastillas cuya fórmula trabaja como una molécula que libera a óxidos nitrosos que salió mal, horriblemente mal, y liberó los gases en las mujeres y potenció el efecto en los varones.
Siempre tuve mis fantasías con esto del viaje a Citeres. Pero esto se lleva las palmas de las cosas raras que me pudieron pasar. Finalmente, como con casi todos los virus normales, a la semana el organismo controló la situación y volvimos a la normalidad. Me di cuenta porque esa mañana pude escuchar completa la versión de Moby Dick, con Bonham en los tambores, sin interrupciones flatulentas.

Héctor Ranea

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Navidad prometedora - Carlos Suchowolski


—Escogeré a los más tiernitos… —magulló abandonando la cama.
Afuera nevaba y el sol aún no había comenzado a brillar. Se calzó el pantalón rojo, las botas rojas rematadas de blanco, luego el abrigo del mismo color con ribetes y por fin el gorro típico, de punta caída a causa del pesado pompom. No había razón alguna para cambiar de vestuario sino todo lo contrario, era para llevarlo especialmente en esta ocasión. Y salió a preparar el trineo.
Por fin, al volver a casa en busca del par de gafas de sol que no se le había ocurrido llevar consigo en un primer momento, pero que de repente pensó que le podrían ser muy útiles, descubrió en en una esquina de la puerta, el “¡Qué tengas un buen día, mi querido gordinflón!”
—¡Maldita! —exclamó sonriendo evocadoramente. Pero debía darse prisa e ir hacia la noche antes de que saliera el sol. Una vez que volviera de la cacería, se dijo mientras iba y venía, limpiaría con alcohol etílico ese mensaje escrito con un dedo mojado en su propia sangre por la vampira de la noche pasada.

Atreverse - Patricia Kieffer


Amanecía. El discípulo y el maestro estaban al pie de una montaña.
El maestro era de pocas palabras y no solía dar explicaciones. Tomó un pañuelo y vendó los ojos del muchacho. Luego lo guió ladera arriba. Al cabo de un tiempo, se detuvieron.
—Escucha Fang —dijo el anciano—: hoy deberás pasar una importante prueba. Frente a ti hay una tabla de madera de cinco metros de largo. Párate sobre ella y extiende los brazos a los lados.
El joven lo hizo y se detuvo a esperar nuevas instrucciones.
—Camina en esa posición hasta llegar al final del tablón. A tu alrededor hay un colchón de hierba tapizada de pequeñas flores. No debes pisarlas, así que cuida el equilibrio para no caer. Hazlo ya.
Fang comenzó a avanzar por la delgada tabla que cedía bajo su peso. En minutos, el sensible tacto de sus pies le indicó que había llegado al final del recorrido.
—¡Bien muchacho! Has logrado superar la primera parte. Ahora escucha con atención: gira en el mismo lugar y sácate la venda de los ojos.
Cuando Fang abrió los ojos sintió el más terrible miedo de su corta vida. Bajo sus pies, el mundo se hundía en un profundo precipicio de piedras afiladas. Al otro lado, el maestro lo observaba con una amplia sonrisa en su rostro. Entre ambos se extendía una delgada tabla de bambú... ¡sobre la cual acababa de cruzar el abismo! El asombro se transformó en incredulidad y desesperación. La voz del maestro lo hizo reaccionar:
—Lo has logrado una vez ¡Puedes hacerlo nuevamente! Ven.
—Maestro... Yo... ¡No puedo! ¡Caeré al vacío!... No puedo cruzar...

http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/12/patricia-marta-kieffer.html

Zuperpoderes - Javier López


—Abuelo, mira qué regalo de Reyes te traemos —dijo uno de los nietos, extendiendo su mano con un paquete medio deshecho, en el que un pijama azul con una Z en el pecho, hecha con tiras rojas de cinta aislante, apenas quedaba envuelto por el papel de regalo.
—Pero hijos —contestó a sus nietos— ¡si hoy es 28 de diciembre!
—Ay, abuelo, que ya no sabes ni el día en que vivimos. Es 6 de enero. ¡Pobre!
El abuelo, por no quitar la ilusión a los tres zagales, se enfundó el pijama azul con la Z luciendo en la parte delantera del pecho.
—¿Z? —preguntó.
—Zupermán, abuelo. Zupermán —respondió jocosamente uno de ellos.
El abuelo, por seguir la corriente a sus tres nietecitos, se subió al pretil de la ventana y elevó sus brazos por encima de la cabeza.
—Tengo zuperpoderes, puedo volaaaaaar —y saltó al vacío ante la mirada atónita de los nietos.
—Abuelo, que era una brom...
—Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhh... —se escuchó al abuelo en caída libre.
Cuando se asomaron a la ventana, vieron al abuelo suspendido de una cuerda elástica a la altura de la planta baja. Se desprendió del arnés, que cuidadosamente había preparado la noche anterior con el vecino del tercero, que para eso era un jubilado que había trabajado en efectos especiales en televisión. Liberando el mosquetón y dando un saltito de unos centímetros, tomó contacto con el firme de la calle.
Esos pequeños mozalbetes recordarían para siempre la broma del abuelo, que había descubierto la trama de sus nietos con la suficiente antelación para que ellos tomaran una lección que nunca pudieron olvidar.

Javier López

El desierto de Soom - Clark Ashton Smith


Se dice que el desierto de Soom se extiende en un extremo del mundo, de difícil situación geográfica, entre tierras casi desconocidas y otras inimaginables. Los viajeros le tienen miedo porque sus arenas desérticas y movedizas no tienen oasis; además, cuenta la leyenda que allí habitaban horrores indescriptibles. En este sentido, existen numerosos relatos, cada cual distinto. Algunos dicen que no es ni visible, ni audible, y otros dicen que se trata de una mera quimera de muchas cabezas, cuernos y rabos, y una lengua cuyo sonido es semejante al tañido de las campanas en auditorios abovedados durante algún funeral solemne. Todas las caravanas y aventureros solitarios que regresaron de Soom contaban relatos extraños; otros ni pudieron regresar siquiera, y hubo incluso quien se volvió completamente loco a causa del terror y el vértigo provocados por un espacio infinito y vacío... En efecto, eran muchos los relatos que existían en torno a un ser que espiaba furtivamente, o a todo un ejército de mil diablos; se hablaba de algo que se escondía aguardando detrás de las dunas movedizas, o de algo que rugía y susurraba desde la arena o desde el viento, o se mueve invisible en un silencio opresor, o cae desde el aire como un insecto aplastante, o bosteza abriéndose como un pozo repentinamente ante los pies del viajero.

Pero hace mucho tiempo existió una pareja de amantes que llegaron al desierto de Soom y cruzaron las estériles arenas. Desconocían la existencia del mal por aquellos parajes, y como habían encontrado un acogedor edén en sus respectivos ojos, es posible que no se dieran cuenta de que atravesaban un desierto. Y entre todos los que se atrevieron a pisar la temible desolación fueron los únicos que no regresaron con una nueva historia sobre algo terrible, sobre algún horror que los hubiera seguido o espiado, algo visible o invisible, audible o inaudible. Para ellos no hubo ni quimeras de múltiples cabezas, ni pozos bostezantes, ni insectos monstruosos. Además, nunca pudieron comprender las historias que les relataron caminantes menos afortunados.

http://grupoheliconia.blogspot.com/2011/01/clark-ashton-smith.html

Nada está escrito - Nanim Rekacz



Las auténticas Sagradas Escrituras fueron redactadas con tinta invisible, entre líneas. Las palabras legibles se pusieron para confundir a los que saben leer y escribir y por ello se creen voceros del conocimiento.
Sin embargo cualquiera, con sólo abrir las páginas de los Libros, desenfocando la vista y a contraluz, puede con facilidad interpretar el mensaje.
Un mensaje único para cada uno. Intransferible.
Cuando esas personas que han sido ilustradas se encuentran, con sólo mirarse saben que son portadores de una infinitesimal fracción de las verdades del universo y que, entre todas, sostienen lo existido, lo existente y lo por existir.

Morir en el intento - Guillermo Rossini


Escapó. Una loca carrera por la calle principal del pueblo en medio de un cielo sin luna. Loco, aburrido de tanta quietud, de tanto muerto en vida en ese rejunte de casas bajas y siestas eternas. Escapó. Quería sentir el latido de la gran ciudad, aferrarse al insomnio para soñar despierto con otra vida, con otro horizonte que no fuera una línea negra detrás de los sembradíos. Llegó a la ruta y empezó a caminar en dirección norte.
Cuando despertó, supo que había soñado. Una profunda tristeza lo invadió cuando miró por la ventana y vio despertar al pueblo como todos los días. Como cada día. Un despertar lánguido, silencioso. Aterrador. Arrastró los pies hasta el armario de caza. No corrió. Abrió las puertas y cargó la escopeta de dos caños. Miró por última vez la postal de Buenos Aires que le había mandado su primo.
Escapó.

Destino - Esteban Dublín


El hombre desafortunado se ha dado a la tarea de coleccionar amuletos. Su compilación abarca patas de conejo, talismanes, aretes de plata, corbatines, librillos místicos, mierda de paloma, collarines, tréboles de cuatro hojas, monedas antiquísimas, porcelanas de bronce, notas infantiles, flautas celtas, pañolones, pergaminos, pulseras de hilo, especias, medicinas ancestrales, relojes suizos del siglo XV, estampillas, zapatos de goma, sombreros bordados, botellas de anís, porciones de arroz, flechas indias, cojines, cuerdas de lino, cuadros aztecas, fuentes de jardín, atrapasueños, bufandas orientales, cáñamo y cerraduras.
Su suerte no ha cambiado.

Penumbra - J. Ignacio Merlo


Transpiro. Cierro y abro los ojos más de dos veces. Me incorporo, busco objetos que pueda reconocer, y no puedo. Estoy en un cuarto poco iluminado. La puerta tiene una pequeña ranura, en forma de cruz. Me acerco, me asomo, y veo el corredor de un pasillo lleno de espejos. A cada lado del pasillo veo mis ojos reflejados; una suerte de caleidoscopio infinito. Parpadeo lentamente, giro sobre mi; no disfruto la experiencia.

Pienso un instante, vuelvo mis ojos al orificio y veo, ya no el reflejo de mis ojos, sino, el detalle: Mis ojos se han vuelto blancos. Por cada lugar donde miro, veo mis ojos blancos.

Intento volver a la silla donde desperté. Tropiezo una, dos, tal vez tres veces. De pronto, siento una voz, que susurrando me dice “¿Lo ayudo?”

En tal momento, comprendo todo. Mis ojos no son blancos. Mis ojos ya no ven.


martes, 28 de diciembre de 2010

Refugiado - Ada Inés Lerner


Confundidos por el polvo del desierto sus ojos como barcos muertos ya no distinguen el borde del abismo, ni el sendero escarpado, ni esa piedra antigua del animal rastrero que sobrevive casi como él mismo. Huye porque si, ya no pregunta por la libertad posible, no busca la fuente para su sed ni responde por los dioses que lo aturden con su silencio. En el miedo secular que lo inunda, intuye que la sinrazón puede o no estar en la sabana amarillenta y estéril o más allá de una frontera cualquiera, no importa dónde, para él será igual. No oye los gemidos ni los gritos a su alrededor. Su cuerpo es un pájaro pesado y torpe, no recuerda en qué árbol perdió su nido; sólo puede seguir y seguir y tropezar con esqueletos de bestias; no puede caer derrumbado y tampoco puede detener el paso para conmoverse, menos a yacer en paz: el niño que aún gime de sed sobre sus hombros lacerados le exige seguir errando peregrino. Cuando cae, sus huellas ya estaban borradas.

Tomado del blog: http://decuentosypoemas.blogspot.com/

El grito – Ildiko Valeria Nassr


Fue en medio de ese recuerdo cuando escuchó el grito.
Distraída, la mujer trató de identificar el lugar de donde provenía.
Frente al altar, el novio había desaparecido. O, al menos, eso supuso ella. La novia había gritado y todos los demás, en silencio.
No supo de qué se trataba y le preguntó a la anciana que estaba a su lado. Entendió menos.
Luces extrañas circulaban por la iglesia. Hubiera preferido morir. O quedarse absorta en los recuerdos de la tarde pasada con ese hombre, cuyo nombre no quiso saber. Un hombre fuera de este mundo, se le antojó, casi como una epifanía.
Descubrió cierto parecido entre su amante ocasional y el novio, pero todos los hombres se parecen. Al pensar eso, se tranquilizó.
El grito y las luces la instalaron de nuevo en el presente.
Todos como petrificados al reconocer una extraña criatura en ese novio ejemplar. Miró con mayor atención al altar y divisó el monstruo cerca de la novia.
La transformación había sido rápida y repentina.
El barullo comenzó y los comentarios de los invitados y familiares. Todos aterrados. La mujer comprendió, entonces, que siempre se ocultan cosas cuando uno se casa.

Ruidos pesados en el vecindario – Nanim Rekacz


La escuché llegar antes de que transitara frente a mi puerta. La camioneta, con un par de parlantes encima, recorría despacio el barrio. Era la hora de la siesta, pero eso no parecía importarle. Yo estaba regando el jardín, y ya por la esquina empecé a distinguir qué decía la voz de imitador de locutor, que estiraba las vocales y vociferaba como si no supiera que, además, sus palabras serían reproducidas con amplificadores.

–Graaaaaaaaaaaaaan pelea, esta noche, se enfrentaraaaaaaaaaan, en lucha pareja, el Iiiiiiiiindio Huincacheo, el puño implacable de Mendooooza, con Ráaaafaga Beniiiiiiiiiiiiiitez, nokeador de Tucumáaaaaaaaaaan. ¡No se lo pieeeeeerdan! ¡En el Salón Vecinal de Villa Esperaaaanza, a las veinte hoooooras! ¡¡Será un combate i-nol-vi-daaaa-ble!

Se interrumpíó un instante la voz del anunciador y en un enganche preciso, contundente, como un cross a la mandíbula, o a la boca del estómago, o a la conciencia, o a la memoria emotiva, se escuchó aquella canción espléndida de Carlos Toro, con música de Manolo de la Calva, popularizada aquí por Ataque 77, justo en el estribillo, donde dice:

Resistiré para seguir viviendo,
soportaré los golpes y jamás me rendiré
y aunque los sueños se me rompan en pedazos
resistiré, resistiré.

–No se olviden, –volvió la grabación del anunciado– esta noooooche, la úuuuuuultima pelea del aaaaaño, en el Salón Vecinal, el Iiiiiiiindio Huincaleo y Ráaaaafaga Beniiiiiiiiiiiitez, dos pesos pesados que harán temblar el riiiiiing!

La camioneta se alejaba, reapareció la música…

Resistiré para seguir viviendo
me volveré de hierro
para endurecer la piel
y aunque los vientos de la vida soplen fuerte
soy como el junco que se dobla
pero siempre sigue en pie
.

Y se perdió a lo lejos…

Seguramente en un rato volverán a pasar –pensé.

Y me preparé para resistir.

Lápidas - Gabriela Baade


Delfina tenía flaco hasta el nombre. Nos caía mal. No por flaca ni por nada. Nos caía mal y punto.
Con los pibes, al volver de la escuela después de aplastar hormigas todo el camino, nos juntábamos en la vereda de la granja, en una esquina de ese barrio de mierda. Barrio callado. Los únicos que metíamos un poco de ruido éramos nosotros, “La barra de la pollería”.
Delfina siempre nos andaba diciendo que no sabíamos tratar a los animales. Porque los insectos, nos dijo una vez, son animales. ¿Qué le importaba a ésa?
El Pedro sabía que a mí, en el fondo, la flaca me gustaba.
Delfina nos miraba de costado, raro nos miraba. Parecía que nos buscaba. Ella pasaba por la esquina en la que nosotros parábamos cuando volvía del colegio o de la profesora de piano, danza o inglés. Podría haber dado una vuelta más grande, pero se ve que ella quería pasar por ahí. Capaz que yo le gustaba también. O el Pedro.
Parecía buena. Linda. Como larga. Pelo lacio. Pecas. Ojos oscuros, redondos. Pero tenía la mirada escondida.
Una vez se vino a la esquina con una moneda de cincuenta.
—¿Qué querés?
—La paloma —la flaca estiró la mano pinchuda y nos mostró la moneda.
—Rajá, esqueleto —le dijo Pedro—. Y cuidate del viento.
—Dejen tranquilo al pobre animal, no les hizo nada —la flaca seguía con el brazo estirado y mostrando la moneda.
—Está muerta —levanté la paloma de una pata y la sacudí—. ¿Ves?
—La quiero enterrar.
—Dejá de joder.
—Me da pena.
—Ay, Patas de Fosforito tiene pena de la paloma muerta —dijo uno de la barra, y los otros pibes le hicieron coro.
A mí me gustaba la flaca. Y cuando se ponía triste, me gustaba más.
—Ta’ bien —le dije con una enorme sonrisa—. Tomá, flaca —le ofrecí la paloma—. Para mañana te tengo otro muerto. Si querés. Digo.


Al día siguiente, la flaca Delfina apareció con más plata.
—Hola Pedro. Y, ¿dónde está mi muerto?
Sonreía raro, se pasaba la lengua por los dientes.
—¿Qué muerto? —dijo Pedro.
—Él me prometió —la flaca me señaló con la pera y estiró la mano huesuda mostrando un billete—. Traje dos pesos.
—Hoy no hay muerto, vení mañana.
—¿Me prometés, Pedro?
Turra la flaca: le hizo una de esas sonrisas que a mí me partían la cabeza.
—Sí, flaca. Rajá.
No había vuelta que darle: a Pedro le caía mal.
—¿Qué agarramos, Pedro? —dije viendo cómo se alejaba esa bolsa de huesos. No le podía fallar a Delfina. Y yo, yo quería verle otra vez esa sonrisa.
—Nada —Pedro estaba serio—. Yo no mato bichos. La paloma se murió solita. Largá.
—Dale, Pedro. Un gorrión. ¿Qué hace un gorrión? Joden los gorriones.
—No mato bichos, te dije.
Volví a mi casa puteando bajito. De una patada tiré una bolsa de basura y una botella de plástico al medio de la calle. En la zanja vacía, a mitad de cuadra, encontré un sapo aplastado. Seco. Chato.
Algo es algo, pensé. Lo cacé como si fuese una figu y lo guardé en la mochila.
Pasé por la puerta de la casa de la flaca Delfina, las ventanas estaban cerradas. Me asomé por la reja para cogotear el fondo. Oí cantar bajito. Era Delfina:
—Nadie sabe dónde vive. Nadie en la casa lo vio. Pero todos escuchamos al sapito glo.. glo... glo...
Pero esta flaca es medio bruja, pensé. Y me puse a cantar:
—El sapo vivía en la calle, y un auto lo reventó. Nadie en la casa lo veía, porque lo tenía yo.
Entre carcajadas llamé:
—¡Delfina! Acá tengo tu muerto.
Silencio. Aplasté unas cuantas hormigas. Negras y culonas. De esas que muerden.
Delfina abrió la puerta de rejas del costado y me invitó a pasar.
Fuimos para el fondo. Yo la seguí marcándole las piernas flacas, la pollera corta del vestido floreado. Ella, cada tanto, se daba vuelta y me miraba mordiéndose un mechón de pelo.
—Yo acá tengo mi cementerio de animales —Delfina hizo un arco con el brazo, la palma al cielo: señalaba una zona con la tierra removida, bien húmeda y bien negra. Un círculo desparejo de baldosas blancas separaba ese sector del resto del jardín—. ¿Me trajiste algo?
—Algo —dije despacio—. Un sapo-tarjeta —riendo le mostré el bicho, plano como una milanesa.
La flaca puso cara de asco.
—No me sirve.
Pegó media vuelta, y de una casilla que había en el fondo, cerca de su jardín de paz, trajo una especie de valijita como de colegio, o de médico. Sacó una caja de fósforos diferente: larga y fina, como ella. La abrió. Los fósforos parecían fideos. Sacó uno, lo encendió. Y se puso a quemar, vivas y de a una, a las hormigas negras que cruzaban sus baldosas. Las hormigas se encogían, se hacían bolita y largaban un ruido sordo, un chasquido.
—Las muy putas saben muy bien que por acá no se pasa. Las que vienen huelen la carne muerta de éstas, y se arrepienten.
Sacó de su maletín una palita de metal, la clavó en la tierra recién removida, y escarbó, y desenterró la paloma que yo le había dado horas antes. La paloma, pobre. Partida al medio con la panza vacía y negra de tierra. Noté que el borde de la palita le había quebrado una pata. En una caja de bombones Bonafide, estaban las tripas que ella se puso a caranchear con una pinza de las cejas.
—¿Mirá? Son como nosotros: corazón, pulmón, intestino.
Erizaban la tierra más seca pequeños montículos, coronados con cruces hechas con palitos y piolín.
—¿Ves esos papeles en las crucecitas? —dijo Delfina—. Abajo del nombre del animal enterrado, puse qué le hice.
Vi. Leí.
—¿Sabés qué me encantaría? —ella se restregaba las manos—. Un gato. O un perro. Medio muertos. Los corto. Y les veo el corazón cuando se apaga.