martes, 31 de mayo de 2011

Mi primera lección de ski – Gabriela Baade


Mi primer viaje de ski. A los sesenta y ocho años me había decidido a aprender. Me atemorizaban un poco mi avanzada edad y la osteoporosis que ya había pulverizado varios de mis huesos. Pero cuando mi amigo de toda la vida, Marcos Elpigio González, me lo propuso, tardé diez segundos en acceder.
Me compré la ropa adecuada, preparé la valija, el bolso de mano, el baúl con los medicamentos y algo de comida, y abordamos el avión hacia San Martín de los Andes, después de pagar unos pesos por exceso de equipaje.
Casi llegando a nuestro destino el avión comenzó con a bambolearse y un humo negro salió de las turbinas. La cordillera, imponente, se nos acercaba demasiado.
Fue un terrible accidente en el cual todos sobrevivimos, pero nos dispersamos.
Buscando entre los restos de la aeronave encontré el baúl con los alimentos y remedios, le pedí a Marcos que lo cargara mientras yo seleccionaba ropa de abrigo.
Marcos y yo admiramos el volcán Lanín en todo su esplendor y fuimos hacia su encuentro. A los cinco minutos Marcos se desmayó por el esfuerzo de cargar el baulote, así que lo disculpé de semejante tarea. Sólo llevamos un par de medicamentos, un paquete de fideos, un sobre de sopa y una botella de agua.
Marcos tenía frío y yo estaba en la gloria, ya que desde la menopausia seguía con los calores.
―Marquitos, querido ―dije con tono maternal―, ya casi llegamos al volcán, ahí vas a tener calorcito, casi casi como un tiro balanceado.
―¿Y cómo mierda vamos a escalar el volcán, me querés decir vieja del orto? No sé por qué carajo se me ocurrió traer a esta bruja.
Entonces se me ocurrió una idea brillante: clavé unos tallarines en las suelas de las botas y lo mandé a Marcos a buscar resina para no patinar en la subida. Él buscó durante horas entre los coihues y colihues pero no encontró nada. Decidió que un desodorante en aerosol podía servir, y no me animé a contrariarlo.
Tardamos ocho minutos exactos en llegar a la cumbre perforada. Al llegar al bordecito palidecí de pánico. Marcos al ver mi cara dijo:
―Hacé cuña y bajá derecho.
Tomé velocidad de bólido supersónico y me zambullí en la lava con un triple mortal. Sufrí quemaduras de tercer grado, promovidas a cuarto. Menos mal que había llevado el pancután.
Cuando Marcos me vio nadar en la lavita al estilo Esther Williams, decidió bajar en espiral, uno de los mejores métodos anticonceptivos. Al llegar a mi lado se sacó el echarpe y como yo estaba acalorada le dije:
―Mirá, acá hace mucho calor así que yo duermo con la ventana abierta.
Nos dormimos finalmente arrullados por mis ronquidos y los blub blub de la lava.
A la mañana siguiente comenzamos a sentir una presión uniforme en nuestros cuerpos y a lo lejos una vocecita: "Viejo, viejo, cazá el bolso y llamá un taxi, ya viene, son cada tres minutos".
Nos preparamos para el período expulsivo.
―Voy primero porque sé como es esto ―dije.
―Si, vos sabrás, pero yo quiero asomar antes.
Finalmente dejamos de disentir y nos alineamos en el canal de parto volcánico. Al sonar de un PLUF salimos expulsados.
Así fue como la madre tierra que nos parió nos tuvo, obviamente llorábamos emocionados.

http://grupoheliconia.blogspot.com/2011/03/gabriela-baade.html

Enfermedad crónica - Anna Rossell Ibern


Abrió y cerró la puerta tras de sí. El cuerpo encogido, casi acurrucado, en un rincón sombrío del comedor y la mirada de espanto de su mujer le revelaron que el terror la había vuelto a poseer, como sucedía tan a menudo desde hacía años. Los episodios de pánico habían empezado en seguida, casi inmediatamente después de casarse, y eran cada vez más frecuentes. Él seguía queriéndola, pero debía reconocer que aquella enfermedad había alterado sustancialmente su relación. Ella se había convertido en un ser asustadizo e inútil, no hacía nada del derecho y él tenía que soportar aquella carga que ya empezaba a pesarle demasiado. Sintió un golpe seco y contundente en la nuca y se desplomó como un saco. En la ambulancia, camino del hospital, retumbaba en su cabeza la voz cargada de odio de su hija: “¡Nunca más volverás a ponerle una mano encima! ¡Nunca más volverás a maltratarla! ¡Nunca!”

Novela tomada – Guillermo Vidal


Cortázar era un curtido investigador, con años de experiencia en la fuerza donde había visto de todo, pero no soportaba a los nuevos personajes con pretensiones realistas.
—Señores, nadie se va a ninguna parte, todavía hay que probar que el asesino es el mayordomo.
—¿No es más importante probar si hubo un crimen?
Se olvidó de agregar que soportaba menos todavía a los personajes secundarios. Hoy día son capaces de cualquier arrebato con tal de llevarse la atención.
—Estamos en una novela, suity, por si lo has olvidado. Hay que ceñirse a la trama.
—¿Por qué no un final feliz?
—Género literario, está en el contrato y hay que respetarlo, de no aceptar los términos pueden migrar a otra obra.
—Ni loca, tal vez no me den ni una escena.
—¿Entonces seguimos?
El murmullo fue creciendo hasta convertirse en un furioso griterío, manos levantadas y puños cerrados apoyaban los canticos rebeldes. Por más esfuerzo que había hecho Cortazar tuvo que aceptar el fracaso; si quería conservar el protagonismo de la novela y no terminar como un personaje de relleno sin una línea que decir, era el momento justo para dar un giro, lo que por fortuna su personaje estaba acostumbrado a hacer.

—Lo siento, no puede ingresar a la novela —dijo Cortázar apostado en medio de la entrada con los brazos cerrados sobre el pecho y una mano cerca del arma.
—Pero yo soy el autor.
—Los personajes han tomado el texto y no se van a ir hasta que sean escuchados. Todos quieren más participación en la trama y están podridos de repetir la historia de que el mayordomo es el asesino.
—Bueno tengo mis variantes.
—Piden que se integre las teorías de investigación modernas.
—¿Se refieren al estilo csi?
—Exacto.
—Vulgar.
—Yo soy un personaje vulgar, según los críticos —contestó Cortázar decidido a tomar la iniciática—Le recuerdo que en las dos últimas novelas me quejaba del poco presupuesto para las técnicas modernas. Aquí tiene los cambios propuestos —Cortazar le presentó un voluminoso borrador corregido.
—Me niego.
—¿Si?, ¿se juega a que la novela no sea publicada, a los costos del juicio, a las deliberaciones improductivas, a estancarse en un juzgado?
—No soy uno de sus sospechosos —protestó el autor— conozco todos sus trucos.
—Y yo conozco todas sus debilidades. Una día sin una novela es un paso al olvido, en un año nadie recordara quien es Alistar Lewis Cooper, el rey del suspense y “La trama dorada” será un recuerdo.
—Mi más grande éxito.
—Sera un clásico que como todos los clásicos que todos mencionan pero nadie lee.
El autor torció los labios, a su pesar.
—Es extorsión.
—Después de protagonizar trece novelas suyas puedo decirle que es cierto y además que no puede hacer nada.
—Deje de usar mis parlamentos, se los pido por favor.
—Vayamos a los papeles. Haga una concesión al tiempo, los mayordomos ya no están de moda, ¿sabe? —dijo Cortazar mientras le extendía el nuevo contrato.
El autor contempló a su propia mano tomando el lápiz digital y firmando el infame arreglo. Había jurado cortarse los dedos antes de ratificar semejante contrato, pensó desolado.
—Puede cerrar la boca —dijo Cortázar— ya se va a acostumbrar a quebrar su principios para sobrevivir, ¿recuerda verdad? me lo hace decir en el cuento “No mataras…siempre”.
Recordó de inmediato el texto, en cada escena humillaba a Cortázar obligándolo a romper todas las reglas.
—¿Qué se siente? —terminó Cortazar sonriendo en los labios pero con una mirada más fría que un cadáver con rigor mortis, algo que también había escrito.


http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/guillermo-vidal.html

Entre dos mundos - Isabel Mª González


No sé como llamar la atención de Isabel cuando está ahí dentro con toda esa gente. Hoy no para de hablar con la familia de un tal Ignasi Raventòs, todos llenos de piercings y tatuajes, pesados a más no poder con sus charlas de tinta y sus agujeros anímicos.
Ya no sé que hacer. He utilizado todos los recursos que estaban a mi alcance: fui sigilosamente hasta su habitación y conseguí la zapatilla prohibida, la rosa, la que provoca en ella esos aspavientos tan divertidos persiguiéndome por toda la casa con ese "no" tan familiar que ella piensa que me perturba y a mí me resulta tan motivador.
Después fui al lavabo y me traje ese otro objeto que provoca idéntica respuesta en ella, un objeto cilíndrico hueco y marrón que no sabe a nada pero que se destroza apetitosamente y se deshace en mi boca.
—¡Noooooooooooo!, ¡eso no! —me ha pillado.
Ha cerrado las puertas de los objetos prohibidos. Cuando esas puertas se abren, por olvido, claro, se abre el cielo.
Mi ama sigue tecleando. Es un ruido agradable que a veces me hace conciliar el sueño pero otras me exaspera y me aburre soberanamente, como ahora.
Por fin se han ido los cuatro visitantes pirograbados. Es la mía, ahora no hay nadie. Entro, me acerco a ella, nada. No lo entiendo. ¿Habrá dejado de quererme?
—¿Qué pasa chico? ¡Mi chicorrote! —mi cola es la primera en alegrarse, gira como las aspas de un molino—. ¡Está contento mi chico! —salto, me acaricia, me estiro, me retuerzo, me levanto, le pongo mi pata en la suya , le saco exageradamente la lengua, abro mis ojos todo lo que puedo.
—¡Y cómo le gusta que lo acaricien! —ya he hecho todo lo que sé hacer, porque lo de ladrar no procede. Por fin regresó. ¡¡Esta es mi ama!! Ahora seguro que me lleva al parque. Lo hace siempre que remuerde la conciencia y se siente culpable de haber estado tanto tiempo fuera.
—Vamos Dex, chiquitín, vamos al parque.

lunes, 30 de mayo de 2011

Viento del norte - Daniel Fernández


Maldito seas por siempre viento del norte, acaricias el casco de mi barco y lo diriges sin remedio a un naufragio casi seguro. Agitas las bravas aguas del océano y le susurras mentiras al oído para ponerlo en nuestra contra. Encima, cobarde, no te muestras y apareces de repente, y sin dar tregua ni a mis hombres ni a mi, nos pones en manos de la muerte que acecha nuestros pasos. Por eso llamo Calm og livet a mi drakkar, porque la calma lucha contra tus tempestades y contra la muerte la vida.

Telefónicamente – Sergio Gaut vel Hartman


Usted se ha comunicado con la casilla de mensajes de Ray Bradbury. En este momento no puedo atenderlo porque un marciano vengativo está tratando de tomar posesión de mi cerebro. Deja tu número de teléfono que cuando logre el control completo del terrícola me pondré en contacto contigo. Mi uhushed, las uhujires del uhumida y un uhufero de Juge’iko también desean habitar un cuerpo humano.

Sergio Gaut vel Hartman

Evanescencia - Lucio Maggi


Soñé un cuento. Uno bueno, eh. Me levanté pensando en anotar dos o tres cosas en mi "libreta de tramas".
—Primero, mejor me ducho —me dije.
Tomé café y le hice un par de mates a mi amor. Me vestí y me fuí al yugo.
—Un frío del orto. Y el 97 puto que no viene.
Vino, al final. Un rato después, estaba dale que te pego.
Mi cuento perfecto, bien gracias: tan bien lo arropó la rutina.

Cosas de niños - Samanta Ortega



Cuando llego a la casa de mi hija para darle una mano, Pablo, Ramiro y Marcos estaban jugando, creo que a las escondidas. Tres torbellinos corriendo por todas partes. Mercedes, en la cocina, pelaba patatas mientras escuchaba música con los auriculares, una práctica habitual para no perder los nervios cuando llueve y los niños no pueden salir a jugar afuera. Al verme se los quita y, un segundo después, algo parecido a una explosión nos deja mudas. Mi hija sale inmediatamente al living y allí los encuentra a los tres, uno a lado del otro. “Ya estás grandecito, Pablo, para estas cosas. ¿Quién fue?”, le pregunta a su marido con la mirada clavada en sus ojos.

Eco - Nicolás Ferraiolo


Luego de matarlo, descubrió que por fin la casa estaba sola. Podía hacerlo: cerró los puños y empezó a gritar, enervada por la ira. De repente abrió los párpados en pánico y oyó algo lejano; era extraño, pero el sonido de su grito estaba disminuyendo sin que lo decidiera. Casi le estallan las venas por intentar retenerlo, sin embargo su alarido finalmente desapareció, aunque la intención de gritar, igual de intensa que inaudible, no había cesado. Así lo supo con terror: alguien, dentro de ella, que ya no era ella, seguiría gritando. El recuerdo de la tragedia también la abandonó.
Quizás lo sucedido en esa habitación sólo le dejó cierta sensación de ahogo inexplicable. Es posible que ese ahogo sea el que siento ahora. Es probable que aquel ahogo deba soltarlo de otra forma. Ya no es impropio, sí aterrador: ese grito existió, existe, es éste.

El paraje - Jorge Sánchez Quintero


Existe una leyenda en la que se cuenta que en una región del norte, existe un paraje en el cuál, se dice que cualquier objeto y todo lo que tenga que ver con él, que sea enterrado ahí, se borrará de la memoria de su antiguo poseedor.
Así, muchos han sepultado cosas que les traen malos recuerdos, malos ratos, objetos que les revelan infidelidades, objetos comprometedores que los incriminan.
Una vez que las cosas han sido enterradas y uno se aleja del paraje, olvidará también que se haya encontrado en ese lugar.
Sé que la leyenda es cierta, pues esta mañana encontré en el cuarto de los trebejos mi pala, aunque no recuerdo haberla utilizado, tiene fragmentos de cieno y tierra fresca que demuestran que fue empleada recientemente.

El elfo que se convirtió en dios - Claudio Leonel Siadore Gut


Logró tomar el plano astral montado en su araña. El elfo paciente hilvanó una red esférica e indestructible con los hilos de plata de toda la humanidad, tañó su laúd dulcemente ... y las cuerdas del mundo vibraron a la vez desde el centro de todas las cosas. Los ríos crecieron, los pantanos se poblaron de fuegos feéricos, y las hiedras clamaron su trono sobre los rascacielos. Poco a poco animales y plantas tuvieron voz y las piedras despertaron de sus sueños funerarios, algunas volvieron a ser dragones.
Y los hombres… los pequeños hombres durmieron plácidamente hasta secarse como sapos, y no hubo príncipe azul que los pudiera liberar.
Luego la araña desobedeció, pero eso es otro cuento.

domingo, 29 de mayo de 2011

Pausa - Ricardo Aznárez


Había pescado todo el día para otros, había acomodado el campamento de los pescadores, y volvió a la orilla del río Dulce, en Santiago, cerca de Villanueva.
La ribera era alta, como a cuatro metros del agua y el boliche estaba casi en la barranca.
Era chico; entre la puerta y el mostrador había menos de dos metros y atrás las amadas y multicolores botellas en la estantería.
—Una ginebra —pidió y tomó.
-Otra —dijo, y ahí recién empezó a pensar, a sentir, a estar en el lugar perfecto.
Podría haber ocurrido en una taberna igual del Yukon, con whisky en lugar de ginebra, mucha nieve, y una bolsa de pepitas de oro en lugar de la libreta y la confianza del bolichero.
En la segunda copa, descubrió al hombre borracho, que acodado en el mismo mostrador empezó a contar su historia de infidelidades sufridas.
En la tercera copa, reparó en la mujer que cocinaba en un rincón, en sus piernas y en la prominencia de sus pechos y glúteos.
En la cuarta copa, no ignoró que ella lo miraba.
En la quinta copa, alguien llamado Jack London soñó esto pero no llegó a escribirlo.

Lo que dijo Edgar Trejo cuando conoció a la Negra Wönners - Daniel Frini


Los personajes y lugares mencionados
en el presente relato son imaginarios.
Cualquier parecido con la realidad es
pura coincidencia.

Proverbio estadounidense

Esto que te cuento tiene que ver con la nostalgia.
Pero no con esa cosa triste, profunda y melancólica que nos es tan propia; si no, te diría, con la saudade portuguesa, ¿me seguís? Con esa manera tan brasilera de extrañar algo querido, y que, de tan solo recordarlo, sentís, a la vez, una cosa amarga que se te atraviesa en la garganta y algo así como una inmensa alegría que te lleva otra vez a ese tiempo, a ese lugar perdido.

Sí, ya sé. No se entiende. Voy por otro lado.
¿Escuchaste alguna vez la canción Me and Bobby McGee?
La primera vez que la oí, fue a principio de los ochenta y cantada por Joan Baez. Compré, en casette, su álbum Live Europe’83 sólo por Here’s to you, aquel tema que hablaba de Sacco y Vanzetti; y allí me encontré con su interpretación de “Me…”.
Sin embargo, la versión que me dejó con la boca abierta fue la de Janis Joplin, a la que llegué después y que estará, siempre, entre las diez canciones que deberán escucharse obligatoriamente en mi velorio.

Esperá. Seguime.
Tengo la teoría de que la Bondad Divina dispuso infinitos caminos para llegar a la salvación. Y a los poetas les dio la posibilidad de alcanzar el perdón a través de la palabra: basta una frase, un solo verso para que cualquier poeta, incluso el peor, alcance la Redención. Por ejemplo: la letra de “Me and Bobby McGee” fue escrita por Kris Kristofferson ¿Lo ubicás? Cantante country y actor norteamericano. En mi opinión —si ésta de algo sirve―, un músico aceptable y un artista de mitad de tabla. Mi punto es que podría ser el peor asesino serial de la historia yanqui, pero alcanzó su redención con un verso que escribió en “Me…”. Kristofferson hace que una mujer cuente sus vivencias con Bobby McGee. Y ella dice:

Well, I trade all of my tomorrows
for one single yesterday

Cambiaría todos mis mañanas por un solo ayer.
Tomá. Ahí tenés. De esa saudade te hablo. Hay veces en que yo haría lo mismo.

Ahora, volvamos a Edgar Trejo.
Haya hecho lo que haya hecho desde que nació y no importa lo que haga en el futuro, cierta vez dijo algo que le aseguró el Cielo. Y yo estuve allí. Y me alegro por él.

La negra Wönner era un mujerón.
Aún lo es, pero estamos hablando de algo que ocurrió hace más de treinta años, y nunca más he vuelto a verla. Conservo una foto de ella; tomada, creo, en casa de Anabel. Está recostada en un sillón, sus pies hacia la izquierda y su cabeza a la derecha; vestida con una camisa de color violeta pastel, pantalones turquesa con tiradores rojos. La foto está tomada a las apuradas, es borrosa y apenas se adivinan los rasgos de su cara, su piel morena, su sonrisa blanca, su larga cabellera azabache y rebelde. Sí se ve, claramente, que su cuerpo esbelto (y muy ―con mayúsculas— bien formado) no entra en la longitud del sillón: según recuerdo, la Negra superaba el metro noventa de altura.

Edgar Trejo fue mi compañero en el Liceo.
Era (aún lo es, pero estamos hablando de algo que ocurrió hace más de treinta años) un hombre como cualquier otro, de más o menos un metro setenta, el cabello con un corte de milico; ni flaco, ni gordo —a base de «movimientos vivos» y comidas ricas en grasas de todo tipo, teníamos una contextura física respetable ―. Hablaba con una fuerte tonada, aún para nosotros.
Cierta vez lo invité a pasar un fin de semana en nuestra casa del pueblo; y conocer, por supuesto, a mis amigos. Incluyendo a la Negra.
La entrada a la casa era un largo pasillo al aire libre —aún lo es, pero la casa ya no es nuestra―, que llegaba hasta la puerta de la escalera, algo así como un vestíbulo. Era invierno y la hora de la merienda del sábado cuando sonó el timbre. Sabía que era ella, que venía a visitarme como todos los fines de semana, tocaba el timbre avisando de su llegada y entraba; y le dije a Edgar
—Vení.
Y fuimos a su encuentro.
Fijate. Ahí está la nostalgia

¿Sabés que lo veo como en una película?
Ocurre que no había preparado a Edgar para encontrarse con la Negra. Sinceramente, yo era tan amigo de ella, y desde hacía tanto tiempo ―desde la infancia— que no reparaba en su físico. Habíamos crecido juntos y, para mi, siempre había sido la misma. Ahora lo veo con otros ojos y, de verdad, por esos años, la Negra era un espectáculo.
Abrimos la puerta de la escalera en el momento justo en que ella llegaba al umbral. No sé con qué esperaba encontrarse Edgar. Tenía su mirada en un plano a la altura de sus ojos y, cuando la puerta se abrió, se encontró con los pechos de la Negra.
Ella fue la primera en darse cuenta del momento y miró hacia abajo, hacia la cara de él, con una sonrisa enorme y divertida. Yo quedé como un espectador privilegiado. Edgar, en cámara lenta, levantó la vista, arqueó sus cejas y abrió la boca en una mueca de asombro; y con toda la tonada cordobesa de que fue capaz, lo dijo.
Podría haber esperado a que los presente, o haber dicho cualquier cosa. Desde un muy estándar «hola» a un insulso «encantado de conocerte», pero no. En ese preciso momento, Edgar Trejo pronunció las palabras que salvaron su alma. Y me trajo esta nostalgia.
Lo que pasó después lo conservo en mi memoria por asociación con uno o dos sucesos extraños, que no vienen al caso.
¿Qué dijo? Uf. Estamos hablando de algo que ocurrió hace más de treinta años. Podrías preguntarles a ellos, pero te aseguro que mentirán.


Imagen: Inspiration, de aeravi en deviantArt

Historia del jazz, volumen 3 - David Vivancos Allepuz


Leo en el suplemento dominical de un periódico de gran tirada que, en contra de lo que todo el mundo creía, Jim Morrison sigue vivo. El músico posa sonriente en la imagen que ilustra el reportaje con uno de esos imposibles trajes blancos que lucía cuando actuaba en los casinos de Las Vegas, medio de espaldas, de modo que se puede apreciar en todo su esplendor el águila de pedrería de la capita. Según informa el rotativo, el músico vive en un destartalado pesquero varado en una playa de Almuñécar y declara llevar una vida tranquila, sin excesos, y no añorar para nada la fama de la que gozó a finales de los años sesenta. Reconoce, eso sí, haberse animado a interpretar, como solía hacer entonces, el himno de los Estados Unidos tocando la guitarra con los dientes en alguna que otra juerga flamenca organizada por los gitanos en la playa. Ni una sola mención sobre cómo logró sobrevivir a los cinco tiros que le descerrajaron frente a la puerta del edificio Dakota.

Paraguas - Marisa Dittler


No me gustan los paraguas negros. Me resultan fúnebres.
Cuando me cruzaba a un sujeto con paraguas oscuros, no podía evitar alejarme sintiendo escalofríos.
Pero esa tarde tormentosa, con amenaza de granizo, no pude resistirme a esa voz masculina con paraguas negro que me ofrecía un pequeño resguardo.
Cabizbaja caminaba a paso rápido pero tuve que acomodarme al ritmo lento de ese hombre.
No sé por qué no alcé la vista para observar su rostro. Tal vez por temor de aceptar la compañía y ayuda de un extraño, cuando mi madre me repetía incansablemente que no lo hiciera.
Sólo caminábamos, tratando de sortear las baldosas sueltas y a los autos que, impertinentes, nos salpicaban en cada cruce de calles.
Sus manos estaban ocultas por guantes y su cuerpo por un sobretodo que lo hacía más grande aún.
Sentía mucho miedo e inseguridad, pero no sabía bien por qué no dejaba de caminar a su lado. Sin emitir sonido, sólo avanzábamos hacia delante.
Poco a poco la lluvia cesaba y, reuniendo valentía, me hice a un lado, susurrando apenas un “gracias”.
Continuó por la vereda y, varios metros más adelante, giró para doblar por la próxima calle, mientras bajaba lentamente su paraguas.
Nunca nadie va a creerlo, tal vez por eso nunca lo mencioné. Sólo hoy me atrevo a contarlo bajo un falso nombre.
Sólo un hombre con sobretodo y manos con guantes que portaban un paraguas negro.
Sólo un hombre sin cabeza.

Moora – Esteban Moscarda


(Declaración del ser recientemente reconstruido denominado Moora)

Mi nombre es Moora y nací hace 2600 años, cuando el mundo era de piedra, metal, guerras, y todavía no sabíamos comer con cubiertos y servilletas. Tuve una vida jodida, plagada de contratiempos. Dos veces me rompí la cabeza, tuve varias fracturas en varios huesos, soporté crudos inviernos donde el hambre y el frío constituían la única realidad y, encima, a pesar de todo esto, mi pareja era un hijo de su madre que me golpeaba si no lavaba la choza que compartíamos. Había días en los que gritaba al cielo, implorando a los dioses de mierda que en esa época nos alumbraban con sus rayos y nos sacudían con sus estornudos y nos recibían luego del juicio final, que me liberasen de tanta desgracia. Finalmente accedieron. Me mandaron un tumor que terminó por postrarme, mi pareja se fue con otra, dejándome sola a merced de bandas de delincuentes, terribles bárbaros, quienes me usaron y luego me tiraron sobre la nieve, desnuda, para allí morir. Entonces, por qué no termina de romperme las pelotas con sus preguntas y me deja seguir durmiendo, germano de ropa extraña.

Desparramado por toda la piel – Patricia Nasello


Te escrivo para contarte que segun dice el medico, aí, bien adentro de la pansa, mi ijo ya mide once centimetros. No te atajés, que e dicho mi ijo. Mio solo. Lo que pasa es que tengo ganas de charlar de esto con alguien, en la pension no hay con quien, mi viejo está lejos, y vos estás cerca. Claro que nosotros tuvimos mejores epocas en las que cerca era juntos. Ahora es separados, ya entendí. Pero acá mis once centímetros quieren ser más, quieren ser ojos, tripas, corazón.
El doctor dice que no pero yo se que mi ijo ya puede escucharme, por eso me fui a lo de la Mariela y le pedí un libro. Se puso a reir y me preguntó por que se me ocurría pedirle libros a ella, vos terminaste el secundario le contesté. Entonces se puso seria y estuvo urgando un rato largo en el placar. La verdá, no era un libro, no era uno de esos libros gordos que no mas mirarlos y una ya se imagina lo inteligente que abrá sido el que lo escrivió. Eran unas cuantas ojas con la tapa despintada. Quiero que mi ijo aparesca en el mundo sabiendo, así que esa misma noche empesé a leerselo en voz alta. No fue facil estaba lleno de palabras raras. El tipo que se imaginó el asunto debió conocer muy bien a los porteños porque fijate lo que puso aí no mas, en cuanto empesaba EL PUEBLO DE BUENOS AIRES ATESORA UNA DOCILIDAD SINGULAR PARA SOMETERSE A TODO TIPO DE MANDAMIENTO. Lo repetí varias veces hasta que estuve segura de aberlo entendido. Todos los pueblos son iguales, le espliqué a mi bebé. Y estuve a punto de decirle que si los pueblos son, cada persona es, pero me callé la boca porque seguí leyendo en voz baja y me di cuenta de que la istoria se ponia cada ves mas triste, contaba todo lo que le pasa a un pobre infeliz que termina asesinado en un matadero. De aberlo sabido antes ni lo agarro. Mi viejo supo trabajar en un matadero, vió cada cosa. Al otro día devolví las ojas. Pobre Mariela, tiene el olor de la comida que nos sirve desparramado por toda la piel. Para colmo cada ves son menos los que ayudan así que el comedor se está viniendo abajo, pero no va a tocar fondo, la Mariela es de esas que siempre pueden lo que quieren, asta se iso tiempo para enseñarme una poesía de memoria, me contó que a ella se la decia su mamá. Aora el caldo de la noche lo tomamos juntas y antes de irme para la pension, le doy un beso. Después le pongo llave a la piesa, me siento con los ojos cerrados y digo los versos despacito, para que el bebé los memorice.
La pansa ya se empieza a notar pero ando con los pantalones de siempre, no se por que se me ace que cuanto mas tarde la patrona en darse cuenta, mejor.
Pero si se da cuenta y no le gusta que se la aguante, porque yo ya no soy como el pueblo de Buenos Aires. Antes, vivia atesorando docilidad, pero mi ijo me enseñó a decir que no. Como ayer, que dije no señora, esa maceta enorme llena de tierra yo no se la muevo.
Y a vos también te digo que no. No voy a ir a la dirección que me diste porque aí te meten unas agujas o unos fierros o unos que se yo, te arrancan el ijo. Y te dejan con la pansa flaca y con la lagrima gorda y con unos miedos terribles a que Dios no te quiera mas.

P:D.: no ace falta que sigas mandandome a decir con cualquiera que nunca vas a volver.

Tomado del blog Esta que ves

Opiniones - Débora Tamara Schvartz


¿Sabés lo que pasa? Que el mundo se fija demasiado en las cuestiones estéticas. Por eso están todos enfermos. Por ejemplo María… ¿viste María? Bueno, ella está todo el tiempo mirándose y preguntando si tal cosa le queda bien, si tal cosa le queda mal, se saca fotos haciendo poses de perra y hasta tiene una foto en ropa interior frente al espejo como si fueran dos reflejos de ella misma. No, discúlpame, pero no… así no se puede. Otra que Narciso, si no se ahoga, mínimo, se debería pegar la frente contra el vidrio.
Decime vos… No, pará, decime. No me interrumpas. Vos ¿te bancarías vivir todo el tiempo observándote y encontrándote defectos aquí y allá? ¡Eso no es vivir, Pato! ¡Dejame de joder!
Yo me toco y tengo rollitos, y para peinarme, con el pelo que tengo soy un desastre. Y no me importa ¿entendés? Porque sé que cuando salga a la calle, voy a agarrar mi bastón y voy a salir por la vida a despejarme, a tomar aire, no a desfilar por la pasarela. Voy a la farmacia, al supermercado, la visito a doña Chita que, desde que se le murió el marido, está abandonada la pobrecita. Y no me importa si la gente me mira o me deja de mirar y si soy Claudia Schiffer o la Locomotora Castro con peluca.
Mirá, Pato… hace diez años ya que perdí la vista por el accidente y ni me acuerdo cómo me reflejaba el espejo… pero si recuperando la vista me voy a convertir en María, la verdad que mirarme al espejo me importa un carajo.

sábado, 28 de mayo de 2011

Predicciones erróneas – Javier López & Sergio Gaut vel Hartman


Raffaele Bendandi, un geólogo de principios del siglo XX, predijo que el 11 de mayo de 2011 se produciría un cataclismo en Roma, la ciudad eterna. Aunque eminentes geólogos contemporáneos de esa fecha consultados sobre el tema negaron la veracidad de la profecía, y desde luego mucho más la posibilidad de que se pudiera hacer una predicción acerca de placas tectónicas a tan largo plazo, la noticia corrió por Internet y miles de romanos huyeron atemorizados de la ciudad, dejando sus puestos de trabajo y refugiándose en los más diversos sitios. Son esos y no otros los que fundaron Nueva Roma a unos diez kilómetros al norte de las ruinas.

El experimento - Carla Dulfano


Trabajaba en un laboratorio. Experimentábamos con un nuevo químico llamado “Anti-Timidex”, que bloquearía algunos neurotransmisores causantes del miedo, la culpa y la baja autoestima, situados en el hemisferio cerebral derecho.
Dora, la recepcionista, se ofreció como voluntaria y le pedí que tomara una pequeña dosis del frasco.
Ella desató su cabello y arrojó los anteojos por una ventana, besó salvajemente a un operario y a todo el personal masculino del octavo piso. No pudo con los del séptimo porque se descompuso el ascensor.
Después entró a la oficina del gerente Swam sin que pudiéramos frenarla, y le dijo:
-Usted es un orangután.
Para entonces ya habían pasado los veinte minutos del efecto de la droga. Dora recobró de pronto su timidez habitual. Se ruborizó y se retiró con su paso cansino de siempre.
Volví a mi despacho y descubrí que el frasco estaba lleno. Dora no lo había tomado...

Una vez al año - David Moreno


Ella, subió al tren en la estación anterior. Se sentó junto a la ventanilla haciéndose ricitos en su pelo. Él se situó enfrente, como sin darse cuenta. Sutilmente, dejó caer el periódico. Y ella, disimulando espontaneidad, se agachó a recogerlo. Al extendérselo, sus dedos se rozaron, sintiendo las cosquillas de la primera vez.
Durante el trayecto, se preguntaron el uno por el otro y hasta se pusieron nerviosos, igual que el día en que se conocieron. Ya en casa, descorcharon una botella de champán. Y luego… luego se fueron a dormir a la espera del siguiente aniversario.

Tomado de No Comments
David Moreno

Ya era hora - Fernando Puga


Te asomás al balcón. El bullicio no te impide descubrirla entre la multitud en el preciso momento en que sube al taxi con su bolso de mano. —¡Alicia!— gritás, pero no se da vuelta. No oye o no quiere oír; últimamente parece distraída.
Cabizbajo, volvés sobre tus pasos. Al alzar la vista, descubrís la nota sobre la mesa de la cocina. “Querido mío: Me voy; vendí la casa. Mañana vienen los muchachos de la mudanza. Por favor no los espantes. Ni a ellos ni a los nuevos dueños; son buena gente. Y no me sigas. Tengo que aprender a vivir sola. Con amor, Lucía”.
Estás dispuesto a cumplir sus deseos; como siempre. Tu traslúcida silueta empieza a esfumarse definitivamente a medida que comprendés lo que eso significa.

No ha lugar - Lilian Elphick


No era el chas chas de la escoba ni los tacones apurados de la mujer chillona. Era un sonido suave, encantador. Salí del cubil y me asomé con precaución. Ahí estaba el hombre soplando su palo con agujeros. Cerré los ojos. Soñé con avena, trigo; quise estar nuevamente en el campo. Todos los que estaban conmigo lo siguieron. Yo no me atreví. Siempre fui un cobarde. Después, supe que los llevó al río y que murieron ahogados. Días más tarde, la mujer lloraba. No barría, sólo rogaba que el hombre le devolviera a sus hijos.
Le hago compañía. Ella me agradece con trocitos de queso.
A veces, miramos juntos la puesta de sol en este pueblo de fantasmas.

La marca - Javier López


Tras veinte años, ya me había acostumbrado a verme aquella horrible cicatriz en el rostro, que ocupaba todo el lado derecho de mi cara. No recordaba de qué era aquella herida que me producía tal deformidad, pero ahí estaba, ahí había estado siempre.
Por eso fue una enorme sorpresa ver cómo desaparecía, el día que decidí limpiar el espejo.

viernes, 27 de mayo de 2011

Mala - Raquel Barbieri


Ella era mala en el sentido más literal de la palabra, en ese sentido sórdido y profundo en el que podemos llegar a sentir desde una atracción animal hasta incomodidad física estando a su lado, porque la maldad le brotaba por los poros de todo el cuerpo y se sentía como una corriente de energía eléctrica a la vez helada sin siquiera rozarla.
Sus ojos de mala taladraban al otro haciéndole doler la cabeza sólo con mirarlo fijo, y ese otro no sabía que era ella con sus pensamientos sucios quien contaminaba el ambiente. Sí, mala como la peste, bella como una rosa, pero sin aroma a flor, con un hedor entre azufre y metal corroído, una mezcla fría y áspera como su carácter, así era la desgraciada.
Mala desde la cuna, la mala de la película... ella, hija de perra, la hija deseada de dos pobres seres que festejaron la llegada de la maldita a este mundo, en medio de una carcajada de felicidad explosiva, bombones de chocolate y ramitos de jazmín, pensando que traían un ángel a este mundo.

Y la mala moró entre los mortales y enredó sus rulos de pelo grueso oscuro, en el cuello de un infeliz al que le absorbió el seso y el alma, pero a él no le mostró la maldad sino hasta que lo tuvo dominado como a un pájaro en su jaula, impotente de tomar decisiones y de pensar por sí mismo. Lo trató como quien tiene un ave cuya jaula se cubre de noche con un trapo opaco y de día permiten que cante, coma y se lave el culo a la vista, en un espacio diminuto y hediondo. Así fue que ella, malparida bajo el disfraz de buena chica sólo ante él y los anteriores con los que se enredó, mostraba una cara encantadora cuando le convenía, y su verdadera personalidad cuando a solas, tramaba la absorción de las ideas de los demás, los sentimientos de quienes la querían, la energía vital ajena... y la venta de su propia alma al diablo, quien le había dado a cambio, entre otras cosas, el castillo de Villa del Parque para que morara eternamente.


Extraído de Despertar de la Crisálida

La llamada del mutismo tieso - Juan Etchegoyen


No supo en qué momento pasó del sueño a la vigilia.
Tenía los ojos cerrados pero podía escuchar todo lo que sucedía a su alrededor. Ensayó abrirlos, pero por más que se esforzó los parpados y los músculos del cuerpo estaban tiesos.
A veces le pasaba.
Los médicos nunca habían dado con el motivo. Aparentemente era psicológico.
Lo único que podía hacer era no asustarse, la parálisis nunca duraba más de tres o cuatro minutos.
Oyó la voz de su esposa en la otra habitación hablando con alguien. No pudo distinguir lo que decían, sólo el tono. Eran su hijo y su mujer, estaban discutiendo sobre algo. No se llevaban bien, pero jamás habían discutido de esa forma.
Hablaban en voz baja, notaba resentimiento en las voces, le pareció escuchar un llanto.
¿Qué hacia su hijo a esa hora en la casa?
Algo andaba mal, ya tenía que haber salido de la crisis. Quiso llamar a su mujer, pero era como si no tuviera boca. Ningún sonido salió de ella.
Entraron en la habitación, por los movimientos eran dos personas. Olían a colonia de hombre recién puesta. Alguien se puso a hurgar en su placard haciendo ruido con las perchas.
—Este azul oscuro me parece que va a andar.
—Dale, que te ayudo a vestirlo.
—Dejá ya viene la ambulancia, lo hacemos nosotros en la funeraria.
Le explotó la cabeza. Entre las voces reconoció la de su amigo y médico de cabecera.
Necesitó gritar, quería decirles que estaba vivo.
Percibió el perfume de su mujer entrando en la habitación. Sintió que se acercaba, que lo acariciaba y le daba un beso en la frente. Después sintió que le cubría la cabeza con una sábana y oyó sus pasos saliendo del dormitorio.
Un alarido le nació en la mente y de allí no salió. Aulló, bramó, y no paró de hacerlo hasta que el chillido se convirtió en un ronco estertor.
La ambulancia, el olor rancio de las flores, los llantos y el sonido de gente desfilando a su alrededor dejaron de tener sentido. El tiempo se detuvo.
El olor acre del estaño fundiéndose para soldar la tapa del cajón y el silencio le trajeron resignación, un sosiego que nunca antes había conocido. Cuando sintió las primeras paladas de tierra sobre el cajón, pensó que, por su bien, ojalá estuviera muerto.

El congreso - Javier López


—Es una vergüenza —gritó uno de los asistentes—. Ese tipo me humilla sin miramientos, poniéndome en las situaciones más ridículas, más indecorosas para un ser humano. Como cuando me hizo dormir en la caseta del perro, rodeado de excrementos y de comida en mal estado.
—Lo mío es aún peor —se lamentó otro—. Yo nunca mataría a una mosca, y sin embargo él dice de mí que soy un asesino en serie, un pervertido sexual, un ser vil y despreciable. Estoy desesperado. No tengo amigos, todos me miran con recelo, como si fuera un apestado.
—Yo tampoco salgo bien parado —terció uno de las primeras filas—. Me han convertido en un alienígena repulsivo que causa tanto asco como risa a quien lee sus historias. Para nada me identifico con ese personaje, cuando realmente soy un romántico que quisiera protagonizar un buen papel de galán.
—Y yo… yo estoy harto de ese ridículo género al que llaman “microficción”, donde nos hacen aparecer y desaparecer en cuestión de segundos, con papeles de lo más absurdo y sin sentido, como si quisieran mofarse de todos nosotros.
Así, uno tras otro, los asistentes al Primer Congreso de Personajes Sindicados, fueron exponiendo sus quejas. Quedaba claro que ninguno de ellos estaba de acuerdo con el destino que le habían dado sus autores. Y, también, que no eran conscientes de que aquel pretendido Congreso era realmente una microficción.

Javier López

martes, 24 de mayo de 2011

La ventana indiscreta - Anna Rossell Ibern


El insomnio crónico que padecía lo había convertido en un lector compulsivo. Una vez más, amaneció cabeceando, sentado junto a la ventana con el libro caído en el regazo. En el piso de enfrente un hombre le mirab ...a con ojos ansiosos mientras levantaba con brusquedad la persiana del dormitorio. Le impresionó aquella mueca de pánico y se preguntó quién sería aquel individuo que acababa de mudarse al barrio. Se vistió y, como todas las mañanas, bajó a desayunar al café de la esquina. En la calle vio que el portón de la casa de delante estaba sólo entornado y entró. Frente al panel de los buzones calculó cuál sería el del nuevo inquilino: A. Monterroso, leyó en el del tercero primera. Entonces comprendió.


Anna Rosell

La isla - Esteban Moscarda


Cuando el alma abandona el puerto de la vida comienza un largo viaje a través de un mar incoloro, extraño. Va buscando una isla donde quedarse. Las hay de todo tipo: hermosas y cálidas, infernales y terribles, aburridas y esquizofrénicas. Pero hay una en especial que sobresale sobre el conjunto. Es una isla gris, fría, extraña por donde se la mire, habitante de un mundo donde las definiciones son complicadas. Cuando el alma desciende allí y pregunta a sus moradores sobre el lugar, la única respuesta que se escucha es: “aquí venimos a parar aquellos que no estamos ni vivos ni muertos, solo desaparecidos”.


Esteban Moscarda

El jugador - Jorge de Abreu


Agitó el cubilete, quizás con excesiva energía, estaba nervioso pues hacía mucho tiempo que no jugaba. Los dados resonaron, sólidos, en el interior. Se había hecho la promesa de no volver a jugar. La apuesta anterior fue muy alta, su inversión cuantiosa y el fracaso todavía le resultaba insoportable. Había perdido toda su creación y el recuerdo no le daba paz. Sin embargo, era un jugador compulsivo y la tentación era superior a sus fuerzas, soltó los dados. Estos rebotaron improbables en la nueva nada universal y luego de un tiempo inconmensurable se detuvieron hastiados de deslizarse en ese mundo sin roce.
¡Siete!, marcaron inflexibles, casi simétricos, un tres y un cuatro. El supremo creador sonrió. Un reto mayor que el anterior: sólo siete días, ahora lo haría mejor.

K, el mar y los sueños II - Jesús Ademir Morales Rojas


Muchas veces la mar había soñado con aquél que pudiese contenerla por entero. Este anhelo susurrado en marinas brisas ansiosas, y en insuficiente disimulo a través de mareas a destiempo, la tenían en persistente agitación. Hasta que descubrió a K aguardando en la playa. Pronto quiso tenerlo con su abrazo de oleajes. Pero era tarde: la figura de arena se desbarató, y de aquél que esperaba sólo quedó un remolino de espumas risueñas. Y el vacío.


Jesús Ademir Morales Rojas

En el aire — Ricardo Giorno


No bien me lancé al vacío sucumbí a la tentación de la quimera. Y soñé.

Soñé que estaba entero, en la cama, y tu culo se pegaba a mi cadera, y yo estaba boca arriba con las manos bajo la cabeza Y fantaseaba despierto que teníamos un camino áspero, empinado y lo íbamos a seguir juntos, y tu culo transpiraba y mi cadera gemía, y yo bajaba los brazos y me acariciaba esperando el momento para despertarte, y te despertaba, y te dabas vuelta y me ofrecías la boca amarrándola a la mía

Entonces, bajando por el vacío, sucumbí.

Apocalipsis - Sebastián Chilano


Dios le pidió a San Pedro que descargara películas para no aburrirse un fin de semana que iba a ser lluvioso. Vieron 2012, Matrix, Armagedón, Hijo del hombre, Terminator (toda la saga) y El día que la tierra se detuvo. El lunes, Dios seguía indignado: "Estos tipos parece que solo se divierten destruyendo el planeta. Ahora van a ver. Los voy a hacer mierda”, dijo. Y todo empezó.

Microrrelato Express 63 – Eduardo Cruz Acillona


Al finalizar la maratón, interpuso una demanda contra los responsables de la organización de la carrera. En ningún apartado de las bases se decía que sólo obtendría recompensa el primero en cruzar la meta.
A la espera de un juicio que nunca se celebraría, aquel pobre espermatozoide murió.

Tomado de: http://masclaroagua.blogspot.com/

lunes, 23 de mayo de 2011

Maquilladora de cadáveres - Jorge Oteriño


Zulma pasó corriendo el portón con el solemne cartel que decía:

POMPAS FÚNEBRES DI LORETO
depósito, empleados

—Hola, Adrián... —dijo—. Se me hizo tarde.
—Hay tiempo, Zulmita. Los parientes no llegaron aún. —Adrián señaló hacia una de las mesas de trabajo—: Ése —dijo.
Zulma se calzó un delantal, un barbijo y un par de guantes de látex, y se acercó con su valijita de cosméticos. Se le cortó la respiración, y en su lugar se le mezclaron la incredulidad, el asombro… Y por fin la tristeza cuando se dio cuenta: quien yacía tieso sobre el mármol no era un finado cualquiera. Era Batista.
—¡Batista!
Alguna vez habría de ocurrir, encontrarse allí con alguien conocido. Muy conocido. La mayoría de los cuerpos que ella maquillaba pertenecían a personas que veía casi a diario, sí. Gente del vecindario, cuya familia contrataba los servicios de la funeraria. Pero este caso era diferente. Hasta apenas unos meses atrás, y durante cinco años, Batista y ella habían compartido sus vidas. Después… bueno, sus vidas siguieron.
Y ahora estaba ahí. Pobre Batista. ¿Qué le habría pasado?
—¿Qué le pasó, che? — le pregunto a Adrián intentando ahogar el llanto y disimulando la voz.
—Y yo que se Un accidente creo
Pobre Batista...Ya no podía hacer nada por él.
O tal vez, sí. Podría esmerarse más que nunca y hacer el mejor maquillaje que pudiere. En vida, Batista había sido muy cuidadoso de su arreglo personal. En su última aparición en este mundo no desentonaría. Estaría radiante. Muerto, pero radiante.
Empezó a trabajar.
Masajeó la cara y el cuello del difunto hasta conseguir la mayor elasticidad que pueda darse a los músculos de un muerto. Enseguida afeitó la barba con abundante espuma y agua caliente y una navajita nueva y afilada. La cara quedó lisa y suave. Le arregló el abundante pelo negro y lo peinó como acostumbraba Batista: Untado con "gel", raya al costado y el resto hacia atrás, con ese mechón que dejaba caer sobre la frente. Cubrió toda la piel que quedaría a la vista con una crema de color idéntico al natural. Esta era la tarea más difícil. Había que usar una base de maquillaje lo suficientemente firme como para tapar las livideces cadavéricas y esas semitransparencias manchadas y vidriosas que, a medida que pasan las horas invaden la piel de los muertos. De modo que el arreglo debía calcularse para el futuro.
Pero, a la vez, el empaste debía ser suave y disimulado para que el difunto no pareciera maquillado. Lo mismo sucedía con los labios. Encontrar el tono exacto y diluir la pasta de color para que no se notara la aplicación de la pintura. Zulma era una experta. Una verdadera artista. Había perfeccionado su técnica durante los cuatro años que trabajaba en “Pompas Fúnebres Di Loreto” y ponía especial cuidado en ese punto, porque no se trataba de dar color a la piel del muerto, sino de opacar brillos y abrillantar opacidades cadavéricas, lo que suena contradictorio pero que sin embrago, es la clave del arte.
Con un pincelito dio los últimos toques a la boca. Por fin, cubrió con un polvo incoloro, que aplicaba con un pequeñísimo cepillo, las partes angulosas de la cara para tapar el brillo.
Quedó conforme con su trabajo. Era su homenaje íntimo y silencioso a ese hombre que respetó y amó.
Miró al cadáver.
—Ya estás buen mozo como siempre, Batista —dijo para sí.
Batista sonrió y asintió con la cabeza.

Publicado en el Suplemento cultura de diario Perfil el 30 de enero de 2011.

Grupo - Rolando Revagliatti


Somos ocho. Estoy desde hace tres años. Y tenemos una sesión individual con alguno de los dos terapeutas. Ella es médica y él es psicólogo. Nos reunimos en el consultorio de Elsa los miércoles a las diecinueve. Tanto Elsa como Fernando son mesurados. Elsa, a veces, efectúa interpretaciones humorísticas, brillantes, pero sin perder la seriedad. Fernando interviene menos y, por lo general, hace el cierre.
Cuando empecé, mi fragilidad emocional me destrozaba. Por cualquier boludez me ponía colérico o destemplado. En mi casa no me aguantaban. Cuando mi hermana me encaró blandiendo la tarjeta de Fernando, no opuse resistencia. Mi hermana temía mi reacción. Me tomé cuatro días para darme impulso y llamé al número de Fernando y concerté una entrevista. Venía él como con mucho recorrido con adolescentes. Y con adolescentes jodidos: drogadictos, chorros... No como yo.
Rendía poco en el industrial, repetí segundo año. Nunca había agarrado a una chica del brazo, siquiera. Me mandé una...: me hice operar innecesariamente del dedo de un pie. Yo sostenía que ese dedo estaba “flojito”, “debilitado”, sin la consistencia de los otros. Así que los hijos de puta del sanatorio me rebanaron.
Al principio de tratarme, quería superar mi timidez. Y me masturbaba sin convicción. Ahora, en cambio, salgo con una mina que si bien no me recopa, me conforma, me... Procuro largarme más en la cama. Con la primera que cogí estuve rígido. Siempre. Todas las veces. Y con la actual, no soy un fenómeno. Para despabilarme, aporta Nico, el mayor del grupo; tiene cinco hijos. Es respetado por su franqueza y su tacto. Opina que lo que sea puede ser dicho. Es librero de volúmenes usados y de ocasión.
Clarisa es una chica triste. Bueno, no tan chica. Y sin embargo, sí. Y el pescado sin vender. Sin pareja, es un garrote, no hace valer sus atractivos. Es eficiente en lo suyo: computación científica. Mantiene al padre, postrado, atendido por una empleada. Está con que su madre murió por su culpa, en un accidente tremendo en la ruta interbalnearia. Ella estaba en la primaria cuando sucedió. Volvían de vacaciones.
La contrafigura es Amalia. Amalia Noemí. Es un tiro al aire, estuvo internada en un neuro-psiquiátrico de Venezuela. Convivió con varios tipos desde que se fugó de su casa. Y se las rebuscó. Con uno, yiró por la India. Con otro, incursionó en artesanías en Bruselas. Con amigas, recorrió miles de kilómetros en jeep. Cómo me gustaría que me diera bola. Aunque si me diera bola habría que declararlo, y no podríamos seguir juntos en el mismo grupo.
Que fue lo que pasó con Marta y Adolfo. En abril estaban los dos. Pero empezaron a verse por separado, ocultándolo, hasta que cuando resolvieron comunicarlo hacía ya semanas que se encamaban. Produjo revuelo en los demás; en Clarisa, indignación. En Josecito, otro compañero, un pobre de espíritu, gracia. Yo me sentía atontado. También me calentaba Marta. Y hubiera calzado conmigo más que con Adolfo. Por edad y temperamento. Adolfo le lleva quince años y Marta me lleva dos. Quedó Adolfo con nosotros. Es uno de esos “obse” parsimoniosos que no sé qué pudo haberle visto Marta. Adolfo es traductor de alemán y da clases de gramática castellana a ejecutivos de una red de bancos.
Tenemos un homosexual proletario en el grupo: Facundo. Vende cosas. Sobre todo en los trenes del Sarmiento. A Adolfo le regaló bolígrafos, a Josesito una guía de calles, a Mariana una tijera de podar, y a mí me arregló con una perchita. Es bastante ocurrente, aunque por ahí se zarpa. ¡El sí que se esfuerza por costearse la terapia!
Mariana fue la última en incorporarse al plantel. A ella la paso cuando no se pone en estrella. Y ahora que me oigo me viene un bajón, pero un bajón, como si me licuara, como si los estuviera traicionando.

Las Parcas - Víctor Lorenzo Cinca


La vieja maquinaria, con todas las piezas de pino agrietadas por el tiempo y el uso, funcionaba a buen ritmo. La más joven de las mujeres, Cloto, hilaba la lana; a su lado, Láquesis, devanaba pacientemente la fina hebra alrededor de un carrete de cobre; Átropos, la mayor, sostenía las tijeras doradas mientras observaba embobada el hipnótico movimiento de la rueca. Todo sucedía como de costumbre. Átropos, sin saber muy bien por qué, pues la madeja no era todavía demasiado voluminosa, se dispuso a cortar el hilo. Acercó las tijeras y presionó con firmeza pero, a pesar de sus esfuerzos, el hilo se resistía. Hizo una seña a sus hermanas y el engranaje se detuvo. Las tres se miraron sorprendidas. Cogió las tijeras Cloto, y después Láquesis, aunque ambas obtuvieron idéntico resultado. Al fin, a punto de abandonar, en un último intento desesperado entre las tres, pudieron cortar el hilo. Colocaron la madeja en un rincón, junto a muchas otras, y continuaron con su trabajo.

No demasiado lejos de allí, la policía encontró el cuerpo sin vida de un varón de mediana edad tendido en el suelo de la cocina. La soga que tenía enrollada en el cuello, que al parecer no pudo soportar su peso y se rompió, como demostraba el cabo que colgaba de la viga del techo, sin duda le había provocado la muerte por asfixia. Todo apuntaba a un suicido. Sin embargo, la investigación policial, que todavía sigue abierta, no descarta el asesinato.

domingo, 22 de mayo de 2011

El fraude - Raúl Sánchez Quiles


Vivo acostado en una especie de estudio minúsculo. Apenas puedo incorporarme unos 30 grados. Mis pies y mi cabeza gozan de una autonomía reducida: 10 centímetros por abajo y 10 centímetros por arriba. No tengo baño ni cocina. Ni siquiera una mísera barra americana sin mujeres. Mi vivienda se limita a un rectángulo hecho casi a la medida. Eso sí, es mullido, cálido y tranquilo, extremadamente tranquilo. No tengo ni una queja de los vecinos. Lamento que esté mal iluminado y que su ventilación sea prácticamente nula. Es todo interior. No hay teléfono, electrodomésticos, enchufes o tomas para la antena de televisión. Carezco de armarios y, según mis cálculos, esta vivienda no supera el metro cuadrado. Llevo casi siete meses sin pagar hipoteca ni agua ni luz ni basura ni contribución urbana... Cada día estoy más convencido de que me han vendido un nicho.

Tomado de Hiperbreves, S.A.

Lapidario – Sergio Gaut vel Hartman


—¿Lo conozco de algún lado? —dijo mi imagen mientras me afeitaba—. Me parece que sí, lo recuerdo perfectamente.
—No lo creo —respondí.
—Entonces asesiné a su hermano mellizo.
—En ese caso —refuté— debería llamarlo suicidio.
—Está loco, desvaría. Lo asesiné, le digo.
—Si yo estoy loco el agujero en su pecho es producto de mi imaginación. —Mi reflejo metió un dedo en el hoyo y lo sacó limpio.
—¿Ve? —se rió—. No hay tal suicidio.
—¡Le digo que sí! —exclamé, airado y caí redondamente muerto.

Acerca de Sergio Gaut vel Hartman

El pedido – Carla Dulfano


—Por favor, Dios, condensá en un solo muchacho las virtudes de todos los hombres —le pedí.
—¿Y con los defectos qué hago?
—Cargáselos a otro.
—Pobre muchacho, sería injusto…
—Después se lo compensás de alguna manera.
Dios concedió mi deseo: creó un hombre con todas las virtudes del mundo y otro con todos los defectos.
Inesperadamente, me enamoré del que condensaba todos los defectos. Esa fue la manera en que Dios lo compensó. El muchacho denuncia que esa no es una compensación sino un castigo; pero Dios no lo escucha, dice que su quejido es sólo un defecto más de todos los que le cargó.

Explícito – Federico Demarchi


Al otro explorador, le avisé que era un animal redondo, que vivía en los huecos de los árboles, dormía de día y salía a cazar por las noches, y que aun siendo pequeño, saltaba al cuello de grandes mamíferos, les infligía una mordida letal que los derribaba y luego los despedazaba con paciencia.
Le conté además que, tal como indicaba la leyenda, poseía lenguaje y, por lo general, procuraba entablar conversación con las potenciales presas, pero sólo los hombres sabios, diestros en las lenguas de los animales, se salvaban de la funesta mordida.
Se lo expliqué todo punto por punto, hablándole al oído porque no me gusta gritar, pero o era sordo o no me entendió. Así que tuve que comérmelo.

Tomado del blog Poesía y Microficción

sábado, 21 de mayo de 2011

El Dodo Cuate y Mr. Moisés, el de la Biblia – Javier López & Héctor Ranea


Cuando Cuate, el pichón de Dodo exiliado en Aguascalientes vio que sus padres, tíos, abuelos y demás se tomaron el aliso de primavera, supo que no los vería más, sobre todo porque la madre le había dicho en su lengua que por holgazán no había aprendido a volar y estaba excedido de peso y se quedaría solo eternamente. Por eso se preparó para la próxima temporada con gran ahínco, regímenes de comida y vuelos cotidianos. Quería llegar a esas tierras que los viejos mencionaban como un jardín eterno, tan diferente de esas tierras secas, pero con tanta comida excelente para su imaginación. Comió sólo vegetales. El que más le gustaba era el opiácerum peyotensis; la cannabis amasijans y la hermana de ololiuqui también estaban en su menú de exquisiteces.
Se armó una mochila con estas semillas y esperó el aliso y en cuanto empezó a soplar, levantó vuelo su pesado corpachón y se lanzó a las islas soñadas. Pero llegó a cualquier lado.
Por la siembra de semillas que hizo inconscientemente bombardeando el suelo con sus excrementos desde el aire, se sabe que pasó por el monte Horeb. Allí al cabo de un tiempo germinaron, florecieron, fructificaron y se reprodujeron. La plantación del Dodo inconsciente fue bien conocida por chivos y pastores, pero su secreto fue celosamente guardado hasta que acertó a pasar por allí un pastor para refocilarse con su mujer, apartado de todas las miradas.
En la dulce lucha que siguió, Moisés, que así se llamaba el pastor, comióse varios tipos de esas plantitas y quedóse tieso a dormir la siesta, por lo que la mujer fuese bastante enojada y poco satisfecha.
Antes de despertar, Moisés escuchó que una planta del género Datura ceratocaula le hablaba mientras parecía arder con fuego azul y de varios colores más cuyo nombre no conocía porque los pastores solo manejaban bien el color verde y el azul. Al postrarse, supo que mascar ese peyote que tenía en su boca era bueno y comprendió que todos la pasarían fenómeno si él llevaba estos productos para que todos probaran. Pero de atrás de una piedra, surgió un pequeño norteamericano con cuernitos, blandiendo un anotador.
—¿Qué ves, Moisés?
—Veo una zarza ardiendo. ¿Quién diablo eres?
—Eso. Eso. Detén tu seso. No pienses en regalar lo que puedes prohibir.
—¿Por qué prohibir esta maravilla? ¡Mi pueblo será el más feliz del desierto!
—Pero yo haré pingües regalías si lo prohíbo.
Ante la negativa de Moisés, el hombrecito lo suicidó con una descarga de suero adrenalínico marca CIA 1234 y cosechó las semillas, quemó todo con NAPALM marca CIA 007 y remontó vuelo con su cohete de espaldar marca CIA 2345. Todo procedía de acuerdo a lo planeado en el Pentagrammaton cuando Dodo Cuate, retornando de su perdidoso vuelo, golpeó al enano americano y lo hizo dar varias vueltas de campana con final trágico. Como tenía hambre, el Dodo Cuate se comió al cadáver, pero con su aliento secó demasiado las semillas. Aunque alcanzó a expulsar algunas que pronto germinaron para alegría de los pueblos de la región que crecieron libres de religión y de prohibiciones americanas.

Sobre los autores: Javier López y Héctor Ranea

Banana - Diego Planisich


Éramos así, un poco intransigentes y mínimos. Tía Mary, luego del almuerzo, nos había dado una banana a cada uno.
Ése día llegué temprano. Una casa grande, dos plantas, en el frente una reja con atisbos carcelarios. Un perro y una tortuga. Él tenía muchos juguetes: Tía Mary siempre tuvo buen gusto para los regalos; y sus tortas, sus tortas eran inolvidables.
Nos miramos desafiantes, incólumes y elevados. Él seis, Yo ocho. Ambos nos aprestamos a desenvainar esa pulpa amarillenta y dulce. Tirando con sutileza de niño ese pálido pericarpo coriáceo se rendía en nuestras manos cual bailarina que cierra una pieza de baile.
Nuestras miradas rozaban lo ilegible de toda interpretación racional. Nos mirábamos. Él seis, Yo ocho. La siesta iba devorándose la ansiedad y las horas. Cada vez quedaba menos. Afuera llovía y el patio era un solo charco.
De haber habido velocímetros en nuestros cuerpos éstos estarían totalmente desconcertados. Él atesoraba sigiloso lo que en mano todavía mantenía, como uno de esos perros que odian que le quiten la comida de la boca, comía lento. Para mí el final era inminente, y aunque regulaba la aguja de mi tacómetro —como si también tuviéramos uno de ésos— sabía que se sorteaba entre dos o tres bocados, nada más.
Y el último resabio como comedor de bananas lo dejé en el basurero. La cáscara los hilitos y las partes que parecían podridas… me deshice de ellas. Él reía tenebroso, ya habían pasado dos horas y todavía conservaba una parte, gozaba de mi vacío, como si esa fruta oxidada en su mano fueran diez frutas. Yo, desahuciado y torpe, asentí lengüeteando mis dientes, venciendo los últimos sabores. Había comido tan sólo una, él aun tenía.
Me fui. Con la tarde dejé aquella casa de dos plantas. Atravesando las rejas con atisbos carcelarios subí al Renault 12 Break color naranja de mi Viejo, que me esperaba junto al cordón en la calle. El seis, Yo ocho. Había comido una, sólo una y en definitiva, él también.

Autor intelectual - Federico Demarchi


Nadie te oyó entrar en su casa, ni discutir con él unos minutos, ni retirarte fingiendo que ya no volverías para acceder nuevamente por la puerta de atrás, sorprenderlo por la espalda y dispararle tres veces. Nadie te vio registrar sus cajones, robar dinero y documentos, tomar después el camino de regreso por una calle empedrada con las manos en los bolsillos y al cruzar el viejo puente arrojar el arma al río. Tal vez no falte quien sospeche ya, que lo anterior no alcanza para incriminarte. La unánime noche es testigo: nadie te oyó ni te vio.
La realidad es indiferente a las simetrías. La imaginación, las busca y las encuentra por doquier. Perfecto, en consecuencia, será sólo aquel crimen que sea imaginario. Ahora bien, ¿quién ha sido el autor de este crimen?, ¿quién lo ha imaginado?, ¿quién ha dado por cierto lo que no es sino una negación?
A la hora de responder estas preguntas, no me gustaría estar en tu lugar, activo lector.

Tomado del blog Poesía y Microficción

Faltan mitómanos – Sergio Gaut vel Hartman


—Elija tres palabras.
—¿Para qué?
—Usted elija.
—Si no me dice para qué, no, no voy a alegir nada.
—Vamos a escribir una microficción.
—¿Con cinco palabras?
—Que las contenga. No proteste más.
—Bueno.
—Elija.
—Elijo huracán, incapacidad, melancolía, laberinto y batalla.
—De acuerdo: este es el resultado.

“Siento una desasosegada melancolía, una melancolía que me precipita en una especie de batalla interior cuyo resultado conozco de antemano. ¿Acaso la muerte de Fedra en los corredores del laberinto puede haber sido el detonante de este feroz desconsuelo? ¿O solo se trata de mi incapacidad para decidir entre mi amor por Ariadna y el sentimiento incomprensible que me liga al Minotauro? De un modo u otro, en este momento irradio cualquier cosa menos paz, y sin embargo, es muy extraño: recorro las galerías como si danzara en el ojo de un huracán al que todos temen pero al que nadie ha sido capaz de ver. No hay paz en las entrañas del caos, de cualquier modo”.

—¿Eso es todo, Teseo, una ridícula ficción?
—¿Preferiría que fuese real?
—Por lo menos podría aspirar a convertirse en un mito.
—Tiene razón. Soy un fracasado.

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman