domingo, 15 de mayo de 2011

La caverna - Javier López, Héctor Ranea & Esteban Moscarda


Recuerdo que era el mes de julio. Subíamos por la Cuesta de Afrodita y los aromas de la noche ateniense nos embriagaban. Jazmines, azahares, lavandas y orquídeas mezclaban sus perfumes con los de la salvia, el tomillo y el romero, que crecían en cualquier montículo de tierra. El cielo, oscuro y limpio, transparentaba cada una de las constelaciones del firmamento, y al elevar la mirada podíamos ver el Templo que dominaba la Acrópolis, iluminado por cientos de antorchas y candiles.
—Una noche perfecta para la diversión —opinó Lisandro.
—Esperemos que ese local del viejo profesor esté tan animado como prometió —respondí.
Éramos cuatro jóvenes con ganas de diversión, en una noche de viernes que recién comenzaba y presagiaba un fin de semana divertido.
El profesor Aristocles, al que ya todos conocían por Platón, y del que éramos alumnos en su Academia, nos había obsequiado con unas invitaciones para asistir a la inauguración de su nuevo local, "La Caverna". Un lugar para el ocio situado en la parte alta de la ciudad. Mientras nos acercábamos, hacíamos conjeturas sobre lo que íbamos a encontrar allí: una buena comida, buen vino, mujeres hermosas, y seguramente algunas sorpresas más.
Llegamos a la puerta del local y pasamos a su interior. El nombre no era caprichoso: una gruta artificial hecha con estuco, correctamente iluminada con lámparas de aceite, y un ambiente que se nos antojaba selecto. Una veintena de mesas estaban preparadas para grupos pequeños de comensales, perfectamente vestidas y engalanadas con finas cuberterías y magníficas vajillas y cristalerías.
El banquete estuvo amenizado por diversos actos: poetas que recitaban sus versos, una joven que tocaba el laúd, y más tarde una representación destacable por encima de las otras: lo que veíamos como fondo del local era en realidad una pantalla hecha de lienzo blanco, detrás de la cuál ardía un fuego que proyectaba las sombras de diversos actores de los que solo podíamos ver sus siluetas. Aristocles nos estaba sorprendiendo con la primera proyección de cine de la historia.
Tras la comida seguimos bebiendo vino, y nuestros diálogos se fueron animando. Charlábamos sobre la república, el arte y la filosofía, sobre los conocimientos que el maestro nos había enseñado en la Academia. Estábamos en eso cuando el propio Aristocles apareció para darnos la bienvenida.
—¿Todo bien, están cómodos, les gusta mi nuevo local?
—Perfecto, maestro —respondimos casi al unísono, agradecidos.
—Pues no se vayan, ahora viene lo mejor de la velada. Disfrútenlo.
Dicho y hecho. Minutos después él mismo, oficiando como maestro de ceremonias, presentaba el plato fuerte de la noche. Cuatro chicos melenudos y enfundados en túnicas negras, recién llegados de la Britania, nos entusiasmaron con sus canciones acompañadas de una música novedosa y desconocida hasta el momento. Sonaban realmente bien y pronto todos los asistentes nos encontrábamos de pie, balanceándonos o bailando y coreando sus canciones. Las muchachas gritaban extasiadas, y el vino corrió durante toda una noche de una diversión como nunca antes la habíamos conocido.
Siempre recordaremos aquella noche del verano ateniense. Todos pensábamos que habíamos contemplado el nacimiento de algo nuevo y diferente, de lo que probablemente se seguiría hablando siglos más tarde. Salimos del local convencidos de que el maestro Aristocles era un genio. Ya lo sabíamos por las lecciones recibidas en la Academia. Pero ahora nos había demostrado ser un visionario para los negocios y un verdadero hombre de espíritu moderno.


Javier López
Héctor Ranea
Esteban Moscarda

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