martes, 28 de diciembre de 2010

Lápidas - Gabriela Baade


Delfina tenía flaco hasta el nombre. Nos caía mal. No por flaca ni por nada. Nos caía mal y punto.
Con los pibes, al volver de la escuela después de aplastar hormigas todo el camino, nos juntábamos en la vereda de la granja, en una esquina de ese barrio de mierda. Barrio callado. Los únicos que metíamos un poco de ruido éramos nosotros, “La barra de la pollería”.
Delfina siempre nos andaba diciendo que no sabíamos tratar a los animales. Porque los insectos, nos dijo una vez, son animales. ¿Qué le importaba a ésa?
El Pedro sabía que a mí, en el fondo, la flaca me gustaba.
Delfina nos miraba de costado, raro nos miraba. Parecía que nos buscaba. Ella pasaba por la esquina en la que nosotros parábamos cuando volvía del colegio o de la profesora de piano, danza o inglés. Podría haber dado una vuelta más grande, pero se ve que ella quería pasar por ahí. Capaz que yo le gustaba también. O el Pedro.
Parecía buena. Linda. Como larga. Pelo lacio. Pecas. Ojos oscuros, redondos. Pero tenía la mirada escondida.
Una vez se vino a la esquina con una moneda de cincuenta.
—¿Qué querés?
—La paloma —la flaca estiró la mano pinchuda y nos mostró la moneda.
—Rajá, esqueleto —le dijo Pedro—. Y cuidate del viento.
—Dejen tranquilo al pobre animal, no les hizo nada —la flaca seguía con el brazo estirado y mostrando la moneda.
—Está muerta —levanté la paloma de una pata y la sacudí—. ¿Ves?
—La quiero enterrar.
—Dejá de joder.
—Me da pena.
—Ay, Patas de Fosforito tiene pena de la paloma muerta —dijo uno de la barra, y los otros pibes le hicieron coro.
A mí me gustaba la flaca. Y cuando se ponía triste, me gustaba más.
—Ta’ bien —le dije con una enorme sonrisa—. Tomá, flaca —le ofrecí la paloma—. Para mañana te tengo otro muerto. Si querés. Digo.


Al día siguiente, la flaca Delfina apareció con más plata.
—Hola Pedro. Y, ¿dónde está mi muerto?
Sonreía raro, se pasaba la lengua por los dientes.
—¿Qué muerto? —dijo Pedro.
—Él me prometió —la flaca me señaló con la pera y estiró la mano huesuda mostrando un billete—. Traje dos pesos.
—Hoy no hay muerto, vení mañana.
—¿Me prometés, Pedro?
Turra la flaca: le hizo una de esas sonrisas que a mí me partían la cabeza.
—Sí, flaca. Rajá.
No había vuelta que darle: a Pedro le caía mal.
—¿Qué agarramos, Pedro? —dije viendo cómo se alejaba esa bolsa de huesos. No le podía fallar a Delfina. Y yo, yo quería verle otra vez esa sonrisa.
—Nada —Pedro estaba serio—. Yo no mato bichos. La paloma se murió solita. Largá.
—Dale, Pedro. Un gorrión. ¿Qué hace un gorrión? Joden los gorriones.
—No mato bichos, te dije.
Volví a mi casa puteando bajito. De una patada tiré una bolsa de basura y una botella de plástico al medio de la calle. En la zanja vacía, a mitad de cuadra, encontré un sapo aplastado. Seco. Chato.
Algo es algo, pensé. Lo cacé como si fuese una figu y lo guardé en la mochila.
Pasé por la puerta de la casa de la flaca Delfina, las ventanas estaban cerradas. Me asomé por la reja para cogotear el fondo. Oí cantar bajito. Era Delfina:
—Nadie sabe dónde vive. Nadie en la casa lo vio. Pero todos escuchamos al sapito glo.. glo... glo...
Pero esta flaca es medio bruja, pensé. Y me puse a cantar:
—El sapo vivía en la calle, y un auto lo reventó. Nadie en la casa lo veía, porque lo tenía yo.
Entre carcajadas llamé:
—¡Delfina! Acá tengo tu muerto.
Silencio. Aplasté unas cuantas hormigas. Negras y culonas. De esas que muerden.
Delfina abrió la puerta de rejas del costado y me invitó a pasar.
Fuimos para el fondo. Yo la seguí marcándole las piernas flacas, la pollera corta del vestido floreado. Ella, cada tanto, se daba vuelta y me miraba mordiéndose un mechón de pelo.
—Yo acá tengo mi cementerio de animales —Delfina hizo un arco con el brazo, la palma al cielo: señalaba una zona con la tierra removida, bien húmeda y bien negra. Un círculo desparejo de baldosas blancas separaba ese sector del resto del jardín—. ¿Me trajiste algo?
—Algo —dije despacio—. Un sapo-tarjeta —riendo le mostré el bicho, plano como una milanesa.
La flaca puso cara de asco.
—No me sirve.
Pegó media vuelta, y de una casilla que había en el fondo, cerca de su jardín de paz, trajo una especie de valijita como de colegio, o de médico. Sacó una caja de fósforos diferente: larga y fina, como ella. La abrió. Los fósforos parecían fideos. Sacó uno, lo encendió. Y se puso a quemar, vivas y de a una, a las hormigas negras que cruzaban sus baldosas. Las hormigas se encogían, se hacían bolita y largaban un ruido sordo, un chasquido.
—Las muy putas saben muy bien que por acá no se pasa. Las que vienen huelen la carne muerta de éstas, y se arrepienten.
Sacó de su maletín una palita de metal, la clavó en la tierra recién removida, y escarbó, y desenterró la paloma que yo le había dado horas antes. La paloma, pobre. Partida al medio con la panza vacía y negra de tierra. Noté que el borde de la palita le había quebrado una pata. En una caja de bombones Bonafide, estaban las tripas que ella se puso a caranchear con una pinza de las cejas.
—¿Mirá? Son como nosotros: corazón, pulmón, intestino.
Erizaban la tierra más seca pequeños montículos, coronados con cruces hechas con palitos y piolín.
—¿Ves esos papeles en las crucecitas? —dijo Delfina—. Abajo del nombre del animal enterrado, puse qué le hice.
Vi. Leí.
—¿Sabés qué me encantaría? —ella se restregaba las manos—. Un gato. O un perro. Medio muertos. Los corto. Y les veo el corazón cuando se apaga.

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