jueves, 30 de diciembre de 2010

Nuevo viaje a Citeres - Héctor Ranea


El paquebote de lujo se desplazaba majestuoso por las aguas negras del Mediterráneo. En él viajábamos desde hacía dos días, desde Barcelona a Génova, de Génova hacía Amalfi, cruzaríamos el estrecho de Scilla y Caribdis para enfilar a la isla del amor.
Mi mujer, flamante esposa, me había instado a ahorrar el dinero ganado en la construcción de dos casas en Barcelona para hacer este viaje a la isla del amor y la sensualidad. Y ahí estábamos, gozando de un tiempo excepcional, un estupendo mar, maravillosos atardeceres y mejor comida y bebida.
Poco después de pasar Messina, se desató la peste y no hubo forma de volver. Era una epidemia rara. El capitán nos convocó ante los primeros casos para informarnos que no tenían abordo forma de curarlas, sí de aliviar los malestares, pero la cura sería recién al tocar puerto, y Estambul quedaba aún a dos días de navegación, de modo que iríamos estudiando la evolución de la enfermedad.
Al parecer, era rarísima, pero no mortal. Una comida pudo hacer que este desaguisado se desatase. Puede que nuestra intención inicial al iniciar el viaje haya sido el romance, pero esta peste nos arruinó, al menos el traslado, en parte la cuestión romántica.
Esta peste se manifestaba de manera inequívoca en tanto en las mujeres provocaba flatos hediondos y sonoros (en decibeles, el equivalente a un automóvil a alta velocidad) y en los hombres en erecciones involuntarias y, al decir de Henry Miller, personales, es decir, irresistiblemente sensibles y urgentemente deliciosas.
Todo esto constituía un cuadro por demás patético, dado que las flatulencias hediondas abundaban y los hombres insatisfechos se paseaban como animales sin paz, tratando de encontrar maneras naturales de satisfacer esas erecciones.
Por las primeras doce horas, el capitán pudo proveer de medicinas tranquilizantes a los pasajeros para ahorrarles el bochorno, pero con las damas aún el carbón era insuficiente para moderar sus sonoridades y, hay que decirlo, dejaba inequívocos rastros negros pulverizados. Y resolvían menos aún el espantoso hedor de las mismas.
Se trató de aislarlas a todas ellas pero, luego de desvanecimientos por el olor y de los aullidos de los hombres solitarios, debieron dejarlas salir. Para colmo, ese pretendido aislamiento produjo un fenómeno nuevo, la sincronización de los flatos. Si bien ésta no era perfecta, era evidente que la mayoría de las mujeres que habían compartido el toalet por esas horas, habían traspasado algún marcador y, como suele pasar con comunidades de mujeres que sincronizan su ciclo menstrual, habían sincronizado esta aparatosa ventosidad.
Al convertirse en colectiva, la peste se hizo insoportable. El capitán había encontrado una manera de disimular, al menos en parte, el batuque de los vientres femeninos, sonando la sirena acomodándose al reloj interno provisto por el contacto.
El médico concluyó que era hormonal, pero poco decía esto de encontrar una manera de curarlo. Esa sola sugerencia debió haber bastado para iniciar algo en su mente y por eso, pensamos todos, se encerró en el hospital de abordo para encontrarla. En realidad, se vino a saber que él estaba atacado de la fiebre del balano y se satisfacía con una enfermera que, extrañamente, no tenía esa propensión al flato estentóreo.
Mientras tanto, mi mujer y yo tratábamos de pasar lo mejor posible el trance, yo con los oídos tapados, ella con la mejor disposición para satisfacerme, pero no era sencillo. La peste, además de haber hecho estragos, estaba mutando y ahora para los hombres el problema no sólo pasaba por la erección descontrolada sino también por una tendencia inusual a despertar sus tendencias homosexuales, lo cual puso nervioso al capitán, sobre todo.
Este nuevo aspecto comenzó a desarrollarse poco antes de atracar en Estambul, por lo cual el capitán debió recurrir al encierro de los pasajeros con semejante virus mutante y él tomar una medicina especial. Obviamente, la indignación crecía en todos quienes viajábamos por el paquebote, pensando en los juicios a la compañía que nos transportaba si salíamos con vida de Turquía dado nuestro comportamiento oprobioso.
Cuando bajamos en Estambul, nos enteramos que nuestra enfermedad ya había llegado a todos los rincones del mundo, al parecer, transportada por una gaviota que tocó nuestro barco en el momento de sincronización de los disparos escatológicos de las damas o alguna eyaculación ex – vientre de algún caballero onanista. El volátil había infectado poblaciones enteras de peces y de ahí pasó a todo el Mediterráneo. Por lo que alcanzamos a entender, ya era una pandemia peor que el SARS, peor que el dengue, peor que la recesión económica y la fiebre amarilla juntas.
Quedamos detenidos en Estambul en un hotel bastante bueno. Sirven poco de comer, pero al menos a los caballeros nos dan atención higiénica de calidad con nuestra tendencia eréctil. Las señoras ahora se quejan porque comenzó otra mutación en el virus y ellas también están sintiendo un picor especial en salvas sean sus partes íntimas. Los que podemos acudimos en su auxilio, pero otros están demasiado atacados por la mutación a la homosexualidad como para atender a sus esposas.
Todo parece provenir, según entiendo por lo que dicen en el canal italiano de televisión, de cierta partida de pastillas cuya fórmula trabaja como una molécula que libera a óxidos nitrosos que salió mal, horriblemente mal, y liberó los gases en las mujeres y potenció el efecto en los varones.
Siempre tuve mis fantasías con esto del viaje a Citeres. Pero esto se lleva las palmas de las cosas raras que me pudieron pasar. Finalmente, como con casi todos los virus normales, a la semana el organismo controló la situación y volvimos a la normalidad. Me di cuenta porque esa mañana pude escuchar completa la versión de Moby Dick, con Bonham en los tambores, sin interrupciones flatulentas.

Héctor Ranea

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