miércoles, 30 de marzo de 2011

Vuelo a Washington - Alvaro Ruiz de Mendarozqueta


Compró un pasaje barato en clase económica seis meses antes de viajar. El destino era Washington y el vuelo tenía una duración de once horas.
Atravesó la penurias de Ezeiza con ansiedad (sentía un cosquilleo en las palmas de las manos) y llegó temprano al embarque.
Su asiento asignado estaba en medio de la fila central de cinco asientos y antes de sentarse presagió que el vuelo sería una pesadilla. Vio una película y tomó una pastilla para dormir y dormitó de a ratos. Soñó lo mismo que cuando era niño: que volaba y luego caía y antes de llegar al piso despertaba.
Una de las veces que despertó miró su reloj y se sorprendió al ver que habían pasado más de once horas. Una azafata le informó que estaban a mitad de camino. Creyó que soñaba porque eso mismo le sucedió ocho veces; las ocho veces una azafata dijo que estaban a mitad de camino. Le dolía todo el cuerpo y cada vez se sentía peor. Se esforzó en mantenerse despierto y a las diez horas se durmió rendido para despertar de repente a mitad de camino. Fue al baño varias veces y pidió comida una docena de veces. Sacó su cuaderno y calculó que llevaba al menos cuatro días de viaje. Le pregunto a otros tres viajeros: uno no sabía cuánto faltaba y dos le dijeron que calculaban que estaban a mitad de camino porque habían volado seis horas y un poco más. Sentía las piernas entumecidas y dolores en la espalda, tenía la ropa sucia y en el espejo del baño su semblante se veía deteriorado. Todos a su alrededor lucían como si hubiesen viajado seis horas y nadie parecía darse cuenta de lo que le pasaba.
El dolor de piernas se le volvía cada vez más intolerable. El sueño de la caída se repetía cada vez que dormía profundamente. Cada vez que iba al baño intentaba limpiarse lo mejor posible, por suerte siempre había jabón y toallas de papel. Se tomó el frasco de pastillas entero y prefirió dormirse para siempre: despertó a mitad de camino.
Después vino el momento del insomnio. Lo único que varió fue que permanecía despierto. Cada vez que preguntaba obtenía las mismas respuestas. Pasaron dos semanas.
Se levantó decidido a todo, fue a una de las puertas de seguridad, leyó las instrucciones con cuidado. Forcejeó un poco con una palanca pintada de rojo y, a pesar que la alarma sonó y que dos azafatas se acercaban corriendo, la puerta se abrió y la presión lo empujó al vacío.
El aire helado lo despabiló, estiró las piernas y brazos, se sintió cómodo por primera vez en semanas. El silbido del aire lo arrulló, presintió feliz que estaba en un lugar sin fin, y se durmió.

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