sábado, 21 de mayo de 2011

La eternidad - Luisa Hurtado González


Agotada de las voces interiores que escuchaba en todo momento y que tantos abismos abrían a su alrededor, saturada de los susurros llenos de miedo en los que nadaban sus desafortunadas neuronas, cansada de luchar contra los negativos pensamientos que rebotaban como pelotas de tenis entre sus sienes, se quitó la vida buscando la paz.
Y sólo después de ser espectadora impasible de su propio entierro, cuando se quedó definitivamente sola, ya sin ser, para siempre, descubrió la terrible verdad, lo inesperado: detrás de la vida no se abría el frío del silencio que había ido a buscar, no, detrás estaban las voces de los muertos. Estaban sus gritos, aquellos en los que reclamaban la vida que habían perdido o que no llegaron a tener, en los que daban cuenta de los deseos insatisfechos, en los que contaban las injusticias de las que fueron objeto o las razones que les llevaron a actuar mal, los que llenaban de los recuerdos que querían guardar y que quizás habían ido inventando con el único propósito de hacerse oír y llamar la atención dentro de aquel interminable estruendo.
No, no era lo que ella había esperado encontrar pero pronto descubrió que, por lo menos, en aquella eternidad, le era absolutamente imposible oírse.

Sobre la autora: Luisa Hurtado González

Sueño, desdén, interpretación y despedida de la Biblia – Héctor Ranea



José despertó a sus hermanos para contarles un extraño sueño
—Ustedes me tiraban dentro de un pozo —les dijo —para luego venderme a una caravana de mercaderes de esclavos.
Los hermanos se sonrojaron.
—En una ciudad de Egipto me compraba un alto servidor de Faraón que, si no me equivoco en la lectura de los jeroglíficos del sueño, se llamaba Putifar.
Rubén estaba muy nervioso.
—Putifar —continuó José —me confió todas sus transacciones comerciales, gracias a que nuestro padre me enseñó el arte de manejar números y hacer cuentas.
Los demás se enojaron ostensiblemente.
—Pero esto no es nada. Putifar tenía una mujer bellísima como esposa que me rogó que le hiciera el amor. Pero me negué.
Rieron todos a carcajada limpia.
—¡Ni en sueños te gustan las mujeres, José!
—Estáis equivocados —señaló el joven. —Esto me salvó la vida y me hizo llegar aún más cerca del faraón a quien le hice disipar toda duda acerca de mí, explicándole el significado de unos cuantos sueños. Con eso me convertí, definitivamente, en su hombre de confianza y tuve todas las mujeres que hubiera querido. Al menos así sucedía en el sueño.
—¿Te olvidaste de nosotros en tu sueño, hermano desalmado?
—No; de hecho, ustedes aparecen al final del sueño. Me piden perdón, medio muertos de hambre y nuestro padre, que me creía muerto, llora de felicidad. ¡Yo era tan rico y poderoso!
Aquella noche, Rubén convenció a sus hermanos que, de hecho, eso de tirar al pozo a José era mala idea para curar a todos de tanta envidia.
—Mejor dejemos las cosas como están, si no, nuestra envidia será eterna —dijo.
—Uno de ellos comentó —si hubiera soñado yo con la mujer de ese Putifar —¡con ésta que la iba a dejar! —e hizo un gesto soez.
Todos rieron, olvidando para siempre la idea de vender a su hermano como esclavo. Al día siguiente, directamente lo mataron. ¡Qué tanta historia!

Sobre el autor: Héctor Ranea 

viernes, 20 de mayo de 2011

Nocturnal - José Manuel Ortiz Soto


Apartó de su rostro jirones de pelo humedecido y buscó la luna, la encontró desvanecida tras un cúmulo de nubes casi blancas. Un estertor de olas resquebrajadas alcanzó a su cuerpo, salpicándolo de espuma. Ante la imposibilidad de morir dos veces, Alfonsina cerró los ojos y aguardó a que terminara de subir la marea.

Preguntando se aprende - Alejandro González Foerster


—No comprendo la realidad —le dijo el hombre a Dios, cuando tras mucho esperar pudo hablar con Él—. Por favor, ¿me podrías explicar?
—No te molestes —le respondió el Señor, señalando hacia arriba con un gesto mecánico de Su mano—; tampoco Él la comprende. Hace ya mucho, mucho tiempo, cuando tras mucho esperar pude hablar con Él, Yo le pedí lo mismo que tú a Mí. Y Él, señalando hacia arriba con Su mano, me respondió lo mismo que Yo a ti.

Alejandro González Foerster

Brindis - Héctor Ranea


Me compré una buena botella de champán. Ya sé donde encontrar al encargado del edificio, ése que siempre nos pega y maltrata. Estoy dispuesto a perdonarlo. Con la botella en mano me dejará acercarme, le romperé el cráneo con ella y me comeré su seso brindando con champán. ¿Acaso no puedo festejar el año como cualquier zombi del planeta?

Héctor Ranea


Imagen de:http://www.abelpau.com/

Me gustaría ser optimista pero… - Guillermo Vidal


Se fueron a vivir a una nube, descargaron en egobits todo lo que les pareció importante, en un servidor protegido con redundancia y doble cortafuegos; luego se deshicieron del cuerpo sin pensarlo dos veces. No extrañaban casi nada, el casi fue todo un drama.
—Extraño cumplir años, las velitas, los regalos.
—Lo entiendo, yo extraño los asados, el vino. Es cierto que se pueden hacer simulaciones…
—Pero les falta algo.
—Exacto.
—No se puede volver al cuerpo.
—A uno artificial.
—No es lo mismo.
—No.
—Que contradicción, tenemos todo, vivimos mil años, carecemos de enfermedades.
—Somos perfectos…
—…Infelices.
—Exacto.
Habían borrado parte de su pasado, donde ya envejecidos apenas se dirigían la palabra.
—La desdicha nos reúne.
—Exacto.
De conservar los ojos, se hubieran mirado enamorados.

Guillermo Vidal

Desastre interrumpido – Sergio Gaut vel Hartman


El terremoto había sido devastador. Miles de edificios se derrumbaron, aplastando a decenas de miles de personas. La mayoría de los sobrevivientes, asustados y muertos de frío, no esperaban que la ola mayor del tsunami fuera algo tan pavoroso y fueron incapaces de ganar las colinas para ponerse a salvo. Pero a esas colinas, aisladas, rodeadas de agua, como islas siniestras y abandonadas de la mano de Dios, nunca llegó la ayuda que esperaban y las desgraciadas víctimas del desastre no tardaron en padecer dos nuevos flagelos: las enfermedades y el hambre…
—¡Aldo! Basta ya de mamarrachear ese cuaderno y vení a tomar la leche.
—Sí, mamá.

Sergio Gaut vel Hartman