sábado, 12 de febrero de 2011

Cuestión de tamaños – Gabriela Baade


Octavio paseaba todas las tardes por los jardines de mi castillo. Yo, lo miraba desde la torre más alta ayudada por un catalejo. En cambio, él podía verme a simple vista.
Ese día, y así de la nada me dijo:
—Dale, vamos a tomar un café
—No sé, ya es tarde... Y no tengo dinero.
—¿Pero, te vas a quedar encerrada ahí? Dale vamos. Yo te invito.
—Bueno —el aburrimiento causa estragos entre las gigantes, y no tardé en decidirme. Supuse que el grácil caballero sabía con quién charlaba. Es cierto, la inteligencia no figuraba entre sus dotes.
—Ya bajo. Me cambio y salgo.
Me asomo a la puerta. Un muchachito con cara de nene y una amplia sonrisa me dice:
—¡Finalmente, princesa!
—Octavio, sos muy chiquito.
—Tengo casi treinta años.
Yo no me refería a la edad sino al aspecto, y creció mi ternura.
Subimos al carruaje, acorde a su tamaño. Me quedaba estrecho.
Llegamos hasta una taberna, otras dos personas nos esperaban. Conversamos tres o cuatro horas, por momentos me aburría y, por momentos, me interesaba lo que charlábamos, y me reía. Yo sólo tomé té de hierbas.
Al despedirnos, dice:
—Bueno, los alcanzo...
Pasó de largo mi castillo, y cuando le aviso me dice:
—Es que quería que conocieras mi cabaña.
—Bueno —dije no muy convencida, pensando para que cornos querrá éste que conozca la casa.
Al llegar, me muestra su morada: linda, ventanas grandes, recién estrenada. Dos ambientes amplios. Pocos muebles. El dormitorio era del tamaño justo para una cama, que estaba sin tender.
Nos fuimos al otro ambiente y escuchamos algo de música.
De repente, pasa por delante mío para dejar una copa en la mesa, y al volver a su lugar me da un beso.
—Pará, nada que ver —le digo.
—¿Porqué? Estamos bien, me gustás.
Sentí curiosidad. También pensaba: ¿qué hago acá? ¿Cómo no me di cuenta antes? Pero que boluda, no tengo senderos.
Lo abrazo y confirmo que no es de mi talle. Incómoda, porque era un hombre menudo y flacucho, tratando de pensar y sentir, mi mano se topó con algo mucho más interesante. Ese algo no encajaba con el resto de sus medidas. Ahí, mi curiosidad fue mayor.
Octavio lanzó algo así como un gemido. Un sonido lindo, una carraspera medio ronca, muy suave.
A esa altura, los preparativos habían pasado a un plano más directo.
Yo seguía pensando que la situación no tenía vuelta y me aflojé para disfrutar de simplemente sexo.
Ambos investigábamos la parte del cuerpo del otro que nos merecía más atención por una cuestión gustos, o lo que fuera.
Él subió a un banco, con el mástil cada vez más próximo a mi boca, y hay algo a lo que no me puedo resistir fácilmente, además del dulce de leche. Entonces un mínimo roce con la lengua, mi boca apenas abierta… Y todo terminó, así tan rápida y definitivamente como había empezado.
Volvió a sentarse, se arrojó en el sofá.
Mientras él hablaba y hablaba y hablaba. Yo escuchaba como entre algodones: "No sé qué pasó". "Uy". “Nunca me sucedió”. Y lo único que quería era que se callara. Entonces le dije:
—¿Me traés agua?
Cuando fue a buscarla me puse la ropa, miré a mi alrededor y decidí que me quería ir.
—¿Te acerco a tu castillo?
—Sí, por favor. Te dije que no tenía dinero.
—Mejor, te alcanzo en un coche de alquiler, así no saco el carruaje, ¿eh?
—Mirá, prestame cinco morlacos —no quería seguir oyendo palabras.
Me dió diez morlacos, y en ese instante se me ocurrió decir:
—Bueno, yo no cobro.
—Yo tampoco —mi mirada alcanzó para que no siguiera hablando.

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