domingo, 20 de febrero de 2011

En carne propia - Victoria Fargas


Me perdí en el tiempo, la misma tarde en que te trajimos a esta clínica. Ya no sé si es de día o de noche. Si lo que nos sucede nos transforma en otras personas, o si siempre fuimos las mismas y no nos habíamos enterado.
Enchufo los parlantes al iPod y enseguida oigo “…don’t leave me…”. Es Freddie Mercury.
—Hay gente como Freddie, que nunca muere… —solías decirme—. Gente que nunca se termina de ir.
Por eso, una de mis tareas en esta habitación, es que Queen, tu grupo favorito, no deje de sonar. Porque quienes creen me dicen: “Puede estar escuchando en donde fuese que esté”.
Pero, aunque me esfuerzo, no veo ningún cambio. Y, sin embargo, Freddie sigue insistiendo —como si supiera— con que no me dejes. Amor de mi vida, no me dejes. Y que vuelvas, que vuelvas pronto.
Decoré el lugar con fotos. Fotos nuestras, de viajes. Fotos llenas de vida. Para que no hagas ni un esfuerzo en recordar, si por algún milagro abrís los ojos.
—A quien sea… ¡yo lo desconecto! —Sentencié aquella noche, en la cena de los viernes que compartíamos con nuestros amigos—. ¡Si fuera por mí, lo desconecto!
—Pero Jime, no hables así —mi amiga Eugenia intentó frenarme.
—¿Qué dije, Euge? —contesté sin comprender—. ¿Qué estoy diciendo de malo? ¿O tiene algo de bueno dejar a alguien conectado a un aparato, cuando ya es un vegetal? Yo no le veo nada de cristiano.
Recuerdo que te miré. Desde la otra punta de la mesa, me mirabas desconcertado. Sí, desconcertado, ésa es la palabra. Como si no me conocieras. Como si nosotros, esa noche, no fuésemos nosotros.
—Me parece —dijo mi amiga— que estás siendo muy terminante. Uno nunca sabe cuándo se puede producir el milagro.
—¡Ah, bueno! —grité—. Si el pobre vegetal tirado en una cama va a depender de un milagro… ¡estamos fritos! ¡Déjense de joder! ¿Quién puede creer en los milagros? Yo ni dudo: ¡lo desconecto, y a la mierda!
Esa noche no me dirigiste la palabra. Y yo no me animé a dirigírtela.
No comprendí el porqué de tu silencio. Algo nuevo para nosotros, porque siempre que discutíamos hablábamos horas y horas. A veces gritábamos, nos heríamos. Pero nunca, nunca, nos quedábamos callados.
Esa noche me lastimaste con tu silencio. Y yo te lastimé con mis palabras gélidas.
Seguís sin hablarme. Pero ahora desesperadamente te pregunto por qué. Desesperadamente te reprocho que no me hayas callado esa noche. Y también, desesperadamente, volvería el tiempo atrás para borrar mis palabras. Aquellas palabras vacías, que hoy sólo me carcomen de culpa, pues imagino lo aterrado que estarás tirado en esta cama como un vegetal. Y convencido de que alguien, autorizado por mí, va entrar en cualquier momento a desconectarte.
No puedo ni quiero quitarte los ojos de encima. Sentada al borde de tu cama, te extraño. Extraño tu sonrisa, tus gestos.
“Hay gente que nunca muere…”, me digo. Te digo. Pero no logro comprender la incoherencia de tu cuerpo inerte. Aquél que ayer solía brindarme magníficos placeres. Éste que hoy sólo me provoca un dolor agudo que me perfora el alma.
Espero tu regreso.
Es tan inmenso mi deseo por traerte…
—¡Dios mío! —te grito—. ¡Apretaste mi mano! ¡Mi amor, apretaste mi mano!
Salgo corriendo como una loca a buscar al médico, corro por un pasillo interminable.
—¡SÍ, SÍ, DOCTOR! —le digo a los gritos, agarrándole las manos y haciéndole la mímica—. ¡Le juro que me apretó la mano, me la apretó! Es un milagro.
El médico apenas me mira. Y me golpea con sus gélidas palabras:
—Imposible, señora. Lo que dice es imposible. Pero, si usted quiere creer en milagros…
Y al fin comprendo, después de meses, tu silencio.

Victoria Fargas

"En carne propia" fue publicado en el Suplemento culturtal del diario Perfil en febrero de 2011.

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