lunes, 10 de octubre de 2011

Mi sangre llegará al río – Patricia Nasello


Estás en el borde de la tierra, de cara al puente que atraviesa el abismo.
Hacés un paso, tus pies se apoyan sobre un trozo de madera vieja, angosta. Después de esa madera hay un hueco; y otra madera y otro hueco y otra madera. No podés ver porque es de noche y esta noche no tiene luna. Sujetas las manos a las cadenas que corren paralelas a tu cuerpo y comenzás a cruzar el puente; mientras, oís un murmullo, sabés que lo produce el río que corre abajo, en el fondo del abismo.
Avanzás, despacio, apoyando con cuidado los pies, de madera en madera, aferrado a las cadenas. Con cada paso la estructura se balancea, tus piernas tiemblan, se aflojan.
La temperatura es baja pero vos sudás, la ropa húmeda te provoca escalofríos. Una de tus manos resbala, la cadena te corta la palma. Querés ver la herida pero tus dedos regresan veloces a cerrarse sobre el mamotreto oxidado. Tu sangre corre por la cadena, cae, se hunde en el precipicio.
—Mi sangre llegará al río —decís.
Tu voz suena extraña, suponés que fue otro el que habló. Girás la cabeza y sólo ves pedazos de tablas perdiéndose en la oscuridad. Dudás, no sabés si ibas en la dirección que apunta tu pecho o tu cara.
—Es lo mismo —decidís, y continuás avanzando.
Cadenas, tablas, huecos, negrura, calma.
Silencio.
Ya no oís el río.
—El río se llevó toda mi sangre y ahora me sobra piel: su maza pegada al esqueleto me agobia. Quisiera ser una entidad formada sólo por músculos, no, los músculos se agarrotan con el frío, mejor ser un ojo. Mejor aún, una mirada. Las miradas atraviesan espacios vacíos sin sufrir. Una mirada. O un grito.
Hacés equilibrio. Soportás el vértigo, la nausea que provoca el vaivén del puente, los agujeros.
Llegás a la orilla.
Es la orilla de otro puente.

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