En un hotel que rezuma desinfectante barato, la rubia permanece en la cama. Desnuda, acariciándose los senos.
—Todavía siento que estoy vibrando —me dice, como si yo le hubiese preguntado.
La calle me susurra por las rendijas de las persianas. No le hago caso. Miro a la rubia
—Le regalé una rosa —le digo de pronto. No es que tenga necesidad de hablar pero las palabras salen solas— y me explicó que no era algo natural. Que le había dado una naturaleza muerta. “Si hasta las espinas le sacaron”, agregó.
La rubia deja de acariciarse y se sienta. El pelo despeinado parece de utilería. Me mira frunciendo el ceño.
La calle deja de susurrar para hablarme en voz alta. Tampoco ahora le hago caso.
—Entonces —dije— le regalé un libro de poemas de amor. “Seguro querés adoctrinarme; no te gusto como soy”, me dijo. Salí corriendo a buscar algo con qué conquistarla. Me frené justo frente a una veterinaria. Un cachorrito todo ojos me miró con la tristeza que consigue el abandono. Pensé que la conmovería. Qué estúpido: “Los perros son el reflejo del esclavo feliz. ¿Eso pretendés de mí, que sea tu esclava sonriente?”.
—No sé de qué estás hablando. —La rubia arquea las cejas.
El miedo y la sorpresa le besaban la boca.
“Vení”, me gritó la calle, “si ya sabés la historia. Vení, perdete, no le des más bola”.
—Al borde del abatimiento —digo sin prestarle atención a los comentarios de la rubia ni a los de la calle— me encontré una vez más en la búsqueda de algo. ¿Qué hacer, por Dios? Vi el diamante engarzado en un exquisito anillo. ¡Este será el vencedor! Me dije. De rodillas ante ella, y ella sentada en el sofá, le extendí el presente. No bien lo tomó, se miró en las facetas de la gema. “No hay nada más material y frío que una roca pulida”. Levantó la cabeza. Me habló con los labios apretados: “Y los diamantes son para las queridas que trabajan de putas”. No, no, le dije yo, ¿cómo podés pensar eso? “Sí, sí, eso querés para mí, yo no me engaño”. Te digo que no, grité entre lágrimas.
Ahora, la rubia desvía la mirada hacia el techo descascarado. Trata de peinarse ese nido de caranchos. La habitación, antes hirviente, se me presenta gélida. Amenazante.
—Me tiré a sus pies y ahí nomás me extirpé el amor, todo mi amor, y se lo regalé. “Muchas gracias”, me dijo en tono jovial, abrazándose con ternura. Y se marchó.
—¿Y esto qué tiene que ver con nosotros?
—Todo tiene que ver con nosotros. A vos te voy a dar lo único que lamento no haberle dado a ella.
Fui a mí portafolios y saqué el bowie, treinta centímetros de hoja reluciente.
—Todavía siento que estoy vibrando —me dice, como si yo le hubiese preguntado.
La calle me susurra por las rendijas de las persianas. No le hago caso. Miro a la rubia
—Le regalé una rosa —le digo de pronto. No es que tenga necesidad de hablar pero las palabras salen solas— y me explicó que no era algo natural. Que le había dado una naturaleza muerta. “Si hasta las espinas le sacaron”, agregó.
La rubia deja de acariciarse y se sienta. El pelo despeinado parece de utilería. Me mira frunciendo el ceño.
La calle deja de susurrar para hablarme en voz alta. Tampoco ahora le hago caso.
—Entonces —dije— le regalé un libro de poemas de amor. “Seguro querés adoctrinarme; no te gusto como soy”, me dijo. Salí corriendo a buscar algo con qué conquistarla. Me frené justo frente a una veterinaria. Un cachorrito todo ojos me miró con la tristeza que consigue el abandono. Pensé que la conmovería. Qué estúpido: “Los perros son el reflejo del esclavo feliz. ¿Eso pretendés de mí, que sea tu esclava sonriente?”.
—No sé de qué estás hablando. —La rubia arquea las cejas.
El miedo y la sorpresa le besaban la boca.
“Vení”, me gritó la calle, “si ya sabés la historia. Vení, perdete, no le des más bola”.
—Al borde del abatimiento —digo sin prestarle atención a los comentarios de la rubia ni a los de la calle— me encontré una vez más en la búsqueda de algo. ¿Qué hacer, por Dios? Vi el diamante engarzado en un exquisito anillo. ¡Este será el vencedor! Me dije. De rodillas ante ella, y ella sentada en el sofá, le extendí el presente. No bien lo tomó, se miró en las facetas de la gema. “No hay nada más material y frío que una roca pulida”. Levantó la cabeza. Me habló con los labios apretados: “Y los diamantes son para las queridas que trabajan de putas”. No, no, le dije yo, ¿cómo podés pensar eso? “Sí, sí, eso querés para mí, yo no me engaño”. Te digo que no, grité entre lágrimas.
Ahora, la rubia desvía la mirada hacia el techo descascarado. Trata de peinarse ese nido de caranchos. La habitación, antes hirviente, se me presenta gélida. Amenazante.
—Me tiré a sus pies y ahí nomás me extirpé el amor, todo mi amor, y se lo regalé. “Muchas gracias”, me dijo en tono jovial, abrazándose con ternura. Y se marchó.
—¿Y esto qué tiene que ver con nosotros?
—Todo tiene que ver con nosotros. A vos te voy a dar lo único que lamento no haberle dado a ella.
Fui a mí portafolios y saqué el bowie, treinta centímetros de hoja reluciente.
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