En la oscuridad, auscultaba las conversaciones cruzadas que recorrían el vagón, las risas adolescentes, el llanto de un bebé, el respirar pausado de un anciano. Extraña sensación, como si dormitara en su ataúd investigando las charlas que susurra el silencio del velatorio. Le costaba enfrentarse a su nueva realidad. Abrió los ojos, intentando descubrir los rostros que escondían aquellas voces, aquellas risas, aquellos lloros... Miraba. Todo era nuevo para él. Era difícil saber las horas que llevaba allí sentado, ¿dos, tres, toda la mañana?... Tantos años con el reloj parado, el alba y el ocaso, dormir y existir, no había tenido tiempo para mucho más. Sólo para llorar. Ahora podía elegir y bajarse en la parada que quisiera, ¿debe ser eso la libertad? – se interrogó; una mueca cruzó sus labios. Se sentía ridículo con aquel gorro verde, pero hacía frío. Esa ciudad ya no era la suya, la extrañaba. Podía descender en ninguna parte, y desde allí iniciar su camino hacia ningún sitio, escudriñando su no futuro. Tenía todo el tiempo del mundo para hacer nada. Ahora era dueño de su destino, podía imaginar lo que quisiera, incluso atar una soga a su cuello o disparar el gatillo. El tren se paró, y aquel sonido metálico volvió a martillar en su cerebro, recordándole las veces que la reja de su celda se había cerrado tras sus pasos, cuatro veces al día durante los últimos veinte años. Ese sonido le volvía loco, le empequeñecía. Reparó en la anciana de cabellos panocha, en el adolescente espigado, en la mujer que había sentada a su lado… olía su perfume. Cómo había cambiado el mundo. Cerró los ojos y volvió a meterse en su ataúd. Se cerraron las puertas del tren. El futuro podía esperar.
© Xavier Blanco 2011.
Tomado del blog: Caleidoscopio
http://xavierblanco.blogspot.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario