sábado, 24 de septiembre de 2011
Frente al retrato - Fernando J. Veríssimo
“La historia nos pisa los talones. Nos sigue como nuestra sombra, como la muerte.”
Marc Augé
No habiendo terminado de remover los últimos vestigios de protector solar UV factor 30 que persisten con la tenacidad un tanto inextricable que a veces manifiesta la materia inanimada, Cato, con sus bermudas color caqui, su mochila colgada del hombro derecho, con el peso muerto, exangüe como el cadáver animal que un cazador carga hasta su campamento tras la montería, Cato, con su gorro de algodón con olor a naftalina, sus alpargatas blancas, se detiene frente al retrato de Don Juan Guzmán de Frías, que desde un sitio más o menos lejano de la historia de España lo provoca con su mirada más noble.
Mira Cato la superficie de la tela como quien mira la de un espejo, pero con la conciencia clara de quien conoce la diferencia. Ve en la mirada de Don Juan, primero, la serenidad de quien se conquistó a sí mismo a través de las batallas, de las largas jornadas marítimas, de las meditaciones conventuales; después y más allá del remanso, vislumbra el orgullo, la huella que deja el intenso amor por las hembras, el arrebato que conduce a la furia y su posterior sosiego. Percibe también la ambición, la soberbia, la intolerancia, la devoción, el arrepentimiento. Cato baja la mirada a las manos del noble, recogidas sobre el pecho, entrelazados los dedos sobre los botones nacarados, el pliegue de su camisa oscura, el talle de su abrigo algo rústico. Vuelve sobre sus manos. Se concentra sobre sus dedos que tal vez hayan empuñados floretes, espadas, facas, pistoletes, obuses. Piensa en los floretes, en los pechos en los que esos floretes se hundieron lacerando la carne que, irremediablemente, la corrupción alcanzaría poco más tarde. En la sangre derramada. En otras manos que, por reflejo, se aferrarían al florete como queriendo detener el tiempo en su prensión fútil y con él a la muerte. Piensa en el aliento de esas bocas que intentarán contener el gemido final con mayor o menor éxito. Y en la mirada agónica que pierde el brillo, que se lleva el alma que se va como se va la sangre por la ínfima oquedad que el pecho del ahora casi muerto abriga. Hay en uno de los dedos –para Cato el mayor derecho– un anillo de sello en el que pareciera poder reconocerse el escorzo de un águila con las alas plegadas. La pincelada no deja más que intuirlo con esfuerzo. Sube sobre los trazos hasta donde el óleo define una barba prolijamente recortada en la que se destacan los bigotes vastos y tupidos. Cato se acerca y, ahora sí, la destreza de las pinceladas permiten casi distinguir los brillos de la luz en cada uno de los pelos, como si hubiesen sido pintados de a uno con una cerda tan fina que permitiera reproducir cada destello según su modo individual, único. Se aleja y medita sobre las batallas que él mismo no llevó adelante, sobre la rutina de los días que transita con continua desazón. Considera los amores perdidos, las decisiones que no fueron y, por ello, no pudieron siquiera ser las equivocadas. Piensa en su existencia más débil, en sus días que se precipitan sin sentido alguno.
Vuelve a detenerse sobre la mirada de Don Juan Guzmán de Frías mientras lleva lentamente la mano al bolsillo de su camisa blanca, saca un encendedor plateado, lo abre, acciona la rueda y lo acerca con morosidad al retrato.
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