viernes, 22 de julio de 2011

Carmen - Gilda Manso


Carmen no usaba bombacha. Los chicos del barrio iban a su casa a jugar a la bolita con su hijo, y Carmen se sentaba en una silla y ellos miraban debajo de su pollera, que siempre era la misma, una pollera gastada y floreada, con flores chiquitas, blancas y amarillas.
Nadie sabía de qué vivía. Tenía un marido que trabajaba aquí y allá, que gastaba las chauchas en caballos, y que nunca estaba. Eran tiempos duros, pero cada vez que la casa se le llenaba de pibes, Carmen compraba una Coca Cola grande y un paquete de galletitas, y convidaba en cantidades iguales. Ése parecía ser su lujo.
Los hombres también sabían que Carmen no usaba bombacha, pero no lo decían. En esa época las cosas no se decían, se murmuraban; hay quien afirma que esos años fueron mejores. Las mujeres, por su parte, murmuraban que sus hombres sabían que Carmen no usaba bombacha, y luego les gritaban a sus hijos que no fueran a su casa nunca más. El grito, como casi siempre, funcionaba peor que el murmullo; los chicos pasaban por la puerta siempre abierta de Carmen y ella los invitaba, vengan, entren, no se van a quedar ahí afuera. Luego compraba Coca Cola y galletitas, y los pibes se quedaban hasta que sus madres tocaban el timbre como quien descarga un martillo sobre el clavo torcido de la pared, ése que más de una vez nos arañó el brazo.

Un lunes por la tarde, los chicos encontraron a Carmen en el suelo del comedor. El hijo, que había entrado con ellos, se empapó las manos con la sangre en el momento de la desesperación. Para entonces, las flores de la pollera ya estaban perdidas en el húmedo fondo rojo.

Sobre la autora: Gilda Manso

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