martes, 16 de noviembre de 2010

Leco - Agustina Pérez


Un leco invadió hasta lo más profundo de sus tímpanos, obligándolo a permanecer inmóvil con la respiración acelerada. Aún cuando el sonido se enredó entre unas ráfagas de viento que azotaban el ventanal, diluyéndose, tampoco acertó a moverse. La transpiración es densa y helada, los pensamientos disparan hacia zonas inhóspitas queriendo escapar al hermetismo opresor. Lo único claro es que debe deshacerse de él. Mueve los pies para comprobar que siguen allí, se incorpora y prende la luz. Estira la mano con gesto mecánico y alcanza un manojo de hojas amarillentas y un lápiz que habían quedado olvidados en el segundo cajón de su escritorio.
Deja caer la cabeza sobre la almohada, vuelve a escucharlo. Otra vez presa del sonido incomprensible, del alarido que penetra en su sien como un hierro hirviendo, intenta correr pero sus pasos se ven jaqueados por el espesor de una noche donde el aire supo adquirir una densidad inimaginable. Aniquilarlo es la opción única, inequívoca. Con la firmeza incorruptible presente sólo al segregar cantidades exageradas de cortisol, toma el lápiz y empieza a escribir, inseguro del éxito que pueda lograr esa jugada iniciada casi por azar. Redacta segundo a segundo los horrorosos hechos de aquella oscura tarde, poniendo énfasis en los detalles, revisando una y otra vez cada escena en su memoria para que nada quedase incompleto. Escribió por horas, días, semanas; quién sabe, el tiempo parecía haberse evaporado entre trazo y trazo.

***

Lo distrae el rumor de las hojas, siente al viento arremeter con fuerza contra las copas de los árboles, de repente el panorama se transforma en quietud sepulcral y muda. Ya no teme, sabe el procedimiento: hojas y lápiz en mano, se lanza a plasmar aquello que creía terminado. Con una caligrafía apretada y fina, escribe lo que la conciencia le impone, sin respetar el orden cronológico de los hechos ni vacilando ante oraciones que se unen sin lograr tener cohesión.
Ella. Ella estaba ahí, ajena. Es decir, casi no estaba, nunca estuvo. Yo traté de alcanzarla, rozar su piel con la yema de mis dedos, retenerla aunque no sea por más de unos minutos. Sacudirla y empujarla de la quimera, que pueda verlo todo. Pero sólo era egoísmo y orgullo, deseaba verlo yo, entender el por qué de sus pausas eternas, cómo se fue forjando ese muro de cemento que la reviste. Ella se dejaba hacer sin oponerse, y era su indiferencia traducida a docilidad aquello que tanto me irritaba. Muñequita delicada, azotarte es mi manera de traerte aquí, de que sientas. Fuente libidinosa de mis mayores alegrías y desgracias, de este mismo manantial no distingo si lo que brota es tu sangre o mis lágrimas.
El sonido se pierde en la oscuridad, al mismo tiempo él cae rendido ante un profundo sueño.

***

De ahí en más, ante los encuentros con el leco cada vez más frecuentes y voraces, mantuvo su rutina de manera sistemática como quien se persigna ante una iglesia más por hábito que por convicción. Los papeles comenzaron a invadir la habitación que ya no solía abandonar, hojas desparramadas bloqueaban puertas y ventanas, la luz del sol era un recuerdo difuso.
Una tormenta que persistió días enteros dio batalla al cielo atravesándolo de norte a sur hasta partirlo en pedazos. El viento impulsa una rama que impacta contra el ventanal. El agua entra indiscreta, se adueña de cada centímetro, el papel mojado cede dando lugar a una pasta vegetal pegajosa que lo invade todo: primero, la sala de estar, luego la cocina, los baños, los tres dormitorios que nunca habían sido habitados y finalmente el suyo. Se quita los zapatos ayudado por sus pies y se recuesta sobre la cama. No intenta huir.
Ella regresó el jueves siguiente, como siempre. Para ese entonces la pasta de papel se había condensado dando lugar a una masa relativamente firme y pegajosa que lo abarcaba todo. Él seguía recostado con los ojos en blanco, las manos cubriendo sus oídos, y una expresión lasciva en su rostro, un esbozo de sonrisa.

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