domingo, 12 de junio de 2011

Inseguridad – Gabriela Baade


—¿Viejo, estás despierto? —murmuró Elisa.
—Mmfr
—¡Viejo! —Elisa zamarreó a su marido—. Despertate que se oyen ruidos.
—¿Qué? —Vicente se pasó la mano por la cara, giró y buscó los anteojos en la mesita de luz.
—Me parece que hay alguien adentro de casa —Elisa se cubrió el pecho con las sábanas.
—No oigo nada, vieja. Será el ventilador este de mierda.
—¡Qué ventilador ni ocho cuartos!
Un sonido seco, un golpe seguido de una puteada los hizo saltar de la cama.
—Vos quedate, Elisa.
—No, viejo, voy con vos.
Y los dos, Vicente adelante y Elisa fuertemente agarrada del hombro de su marido se acercaron a la puerta del dormitorio.
Vicente pegó la oreja a la puerta y Elisa pegó la suya a la espalda de Vicente.
—Elisa, llamá al 911.

—Emergencias —contestaron del otro lado del teléfono.
—Señor, hay gente en mi casa —Elisa hablaba en susurros.
—Mire que suerte. ¿Y por qué llama?
—Por eso mismo —dijo en voz más alta Elisa. Vicente, apostado en la puerta del dormitorio, se puso el índice en la boca y le lanzó un chistido a Elisa—. ¿Me está tomando el pelo?
—No señora, disculpe. Es que después de tantas fiestas. En estas semanas la gente se pone pesada. Borrachos. Pendejos drogados. Todos quireren hacer chistes…
—Hay ladrones en mi casa —Elisa silabeó las palabras.
—Dígame la dirección y le mando un móvil
—San Antonio 1397. Uno, tres, nueve, siete.
—Listo. El móvil ya sale.

Apenas las diez de la noche, una noche de verano con altas temperaturas nocturnas. En la mayoría de las casas las ventanas estaban abiertas, los ventiladores encendidos, las heladeras gruñendo y algunos afortunados con aire acondicionado quedaban afuera de los hechos que estaban a punto de ocurrir.

—Escuchá las sirenas, Manuel —dijo Julia señalando con la pera—. Fijate por la ventana.
—¡Shhhhhh! Dejame ver el partido.
Resignada, Julia se levantó del sillón y llevó en sus manos al perro. Al acercarse a la ventana el cuzco empezó a ladrar con un chillido insoportable.
—Deben ser ladrones. Llamá a la policía, Manu.
—¡Shhhh!
Julia dejó al perrito en el piso y llamó ella misma.
—Comisaría 55, a su servicio.
—Agente, hay ladrones en la casa de los vecinos —Julia se había vuelto a acercar a la ventana y espiaba por la cortina.
—Dirección.
—San Antonio al 1300.
—Especifique.
—Cerca de la esquina —Julia resoplaba.
—¿Qué esquina?
—La que está más lejos cruzando Cruz —miró a su marido y levantó las cejas.
—Cruz y San Antonio, entonces.
—No, la otra esquina.
—Especifique.
—San Antonio y Cruz, pero la otra esquina —dijo ya molesta.
—Señora, necesito datos concretos.
—Agente. Hay ladrones. Vengan ya mismo.
—Dígame su dirección.
—San Antonio 1394.
—Apellido.
—No sé el apellido… son Elisa y Vicente. Viven antes que nosotros en el barrio, son gente de bien. Jubilados.
—El suyo, doña.
—¿El mío qué?
—Su apellido.
—Ay, no quiero quedar involucrada, agente. Manden un patrullero y listo. Ya hay otras sirenas que se aproximan.
Julia colgó el auricular y se sentó junto a su marido, lo agarró del brazo y se quedó acurrucada en el sillón.

Un barrio tranquilo, de casas viejas, algunos conventilos. Muchos chicos de vacaciones jugando en las veredas e ilusionados zapatos exhibidos en las ventanas. En cada esquina montoncitos de pasto achicharrado y palanganas de plástico coloridas con agua tibia en la que nadaban insectos.

¡Último momento!
Todos los canales de noticias lo anunciaron de inmediato. Por la radio se hablaba de un asalto con toma de rehenes en el barrio. Ampliaremos, decían. En la televisión, casi una cadena nacional, se mostraban imágenes de la calle San Antonio y un movimiento inusual de patrulleros, camiones de exteriores y un enjambre de periodistas con micrófono rodeados de productores con papeles y maquilladores con pinceles, cepillos y peines. Los camarógrafos cargaban al hombro las cámaras y los reporteros gráficos ponían los zoom.

—¡Es acá! En la otra cuadra, Graciela. Vamos, levantá a los chicos y vamos a mirar.
—¿No es peligroso, Santiago?
—Pero, no. Dale, en este barrio nunca pasa nada. Por ahí nos hacen un reportaje y somos famosos.
Graciela, obediente, levantó a los chicos de la cama. Les puso una remera limpia, shorcitos y ojotas.
Cuando salieron a la puerta, la emoción los embargó. Reconocidos cronistas de la tele pululaban por la cuadra, tomando declaraciones a diestra y siniestra. Pateaban las palanganas y pisoteaban el pasto.
—Má —el más chico de Graciela y Santiago se restregaba los ojitos y tiraba del pantalón de su madre—. ¿Y los Reyes?
—¿Qué reyes, Nahuel?
—Los Magos.
—¿Qué magos?

El grupo comando entró al domicilio denunciado por los vecinos y redujo a balazos a los intrusos, Vicente y Elisa cayeron en la balacera. Los vecinos encendieron velas y pusieron flores frente a la puerta de la casa agujereada por los proyectiles.
Humo y olor a pólvora cubrían la escena.
Las cámaras de los noticieros mostraron las imágenes de los orificios de bala, la sangre chorreando por las ventanas. Los cuerpos de los abatidos: por un lado la pareja de ancianos en pantuflas, del otro lado tres personajes ataviados con ropajes extraños y anacrónicos. Un anciano, un moro y un barbudo. Tres camellos muertos en el jardín de la casa de San Antonio 1397.
Ese 6 de Enero, los zapatos quedaron vacíos.

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