viernes, 24 de junio de 2011

Recordando cuentos – Alvaro Ruiz de Mendarozqueta


Hay cuentos e historias inolvidables. Tengo libros prendidos en la memoria que marcaron mi vida. Con Poe descubrí a los cuentos de terror, y también estuvo Bradbury y Sturgeon. Encontré el placer de leer un libro de un tirón, sin parar, quizás fue uno de Fowler Wright. Ballard y algo de Aldiss. Más o menos para la misma época vino el ABC –Arlt, Borges y Bioy, Cortázar-; recuerdo a El Jorobadito, insólita lectura en aquel pobre colegio secundario. La sorpresa de La Invención de Morel como una novela fantástica igual o mejor que cualquier otra.

Años más tarde, como en otra remembranza, como en otro festejo de la falsa idea de que lo pasado fue mejor, añorando esos libros idos, empecé a releer alguno. Craso error: me encontré que si bien recordaba las historias y, en parte, sólo en parte, volvían los recuerdos de los mismos –imaginados- escenarios y personajes, varios de ellos no me produjeron el mismo placer original. Surgió la pregunta, aunque cuando uno piensa no tiene forma de pregunta, sobre cómo sabía que no me producía el mismo placer. Concluí que lo que sentía mientras leía no podía compararse con el recuerdo que tenía de aquella primera lectura. De la primera lectura quedaban retazos en forma de recuerdos y el placer de la lectura eran pedazos del placer o una forma de placer. Quedaba eso más que lo que recordaba de la historia. Hice el ejercicio y escribí lo que recordaba de El Hombre Ilustrado y no llegué a dos páginas. Entonces cómo es que para mí es el más hermoso libro de mis doce años. ¿Acaso mi biblioteca entra en unas pocas páginas que creo recordar? ¿Adónde se fueron esos libros?

Es claro que dejé de releer a aquellos libros que había leído: unas pocas desilusiones bastaron para suspender la empresa. Prefería y prefiero quedarme con aquellos recuerdos sobre esas bellas obras. Entonces pensé en inducir a mis hijos a leer esas mismas historias y reproducir en ellos el mismo placer que los autores vertieron en mí. Tuve más fracasos que éxitos y los éxitos estuvieron de la mano de la lectura, en voz alta, de algunos cuentos de Bradbury. Les leí ese en que los niños de una familia tenían una habitación con pantallas tridimensionales en donde se proyectaba una pradera africana con leones, tan real que al final los leones se comían a los niños. A mis hijos les gustó. Mucho más les gustó cuando leí ese en que unos niños, pioneros en Venus si mal no recuerdo, encierran en un armario a otro niño durante los únicos diez minutos al año en que sale el sol en ese mundo y en ese cuento. ¿Han visto más crueldad que esa?, ¿han visto una representación más cabal de la famosa crueldad de la infancia que la de ese cuento? Cuando se lo leía a mis hijos pude, sólo en ese cuento, saber que era idéntico a mis recuerdos sobre él.

Asistí luego a talleres de lectura y a lugares en donde se leían o se contaban cuentos y en parte reviví la experiencia; si bien no fue como en los difusos recuerdos de mi infancia cuando me leían cuentos, al menos traté de reproducir en mí lo que vi en las caras de mis hijos cuando les leí cuentos. Hasta que encontré una solución, onerosa por cierto, pero a la que accedí hace muy poco generando una importante deuda bancaria. Instalé, en una habitación de mi casa, una serie de proyectores holográficos y pantallas y equipos de sonido. Todo eso junto a un poderoso computador de última generación que contiene la biblioteca virtual que compré. Los proyectores generan las imágenes tridimensionales de los autores de la mayoría de los libros que leen, mejor dicho relatan como en la mejor tradición oral, a los libros de su autoría. Las voces y las cadencias son las originales por lo que Rayuela tiene la ‘r’ gutural y afrancesada de Cortázar y El Jorobadito tiene una voz que desconocía. Borges inicia todo cuento con un ‘perdone mi ignorancia’ lo que me parece, al menos, un exceso del marketing.

Me siento y enciendo el equipo, selecciono algunos libros del catálogo, trato de concentrarme porque las novelas son muy difíciles de seguir por la concentración que requieren y con Los Siete Locos tuve algunos problemas y lo peor es que me aburrí. No me decido con cuál libro seguir y prefiero irme a ver televisión pero se me ocurre que podría ir y elegir un libro clásico, uno de papel e irme a leerlo a la cama con una ginebra como apoyo logístico. Me levanto –pensando en El Aleph- y me dirijo a la consola para apagar el equipo. Borges y Ballard, y Bradbury con Bioy –es que voy por la B- me dicen que no, que de ningún modo, que no puedo irme todavía, que mis recuerdos no son relevantes, que lo que vale es la literatura y que ella son ellos, que los que hacen literatura son ellos en este momento y que mejor no me vaya que apenas han empezado. Me siento y ellos sonríen y es Bradbury el que comienza a leer un cuento sobre un señor que posee una habitación de juegos y pantallas en dónde varios escritores famosos –sus imágenes- se reúnen en un lugar que parece una sabana africana, y leen sus cuentos e historias y le dicen al dueño de casa que mejor se quede allí, quietito, escuchando.

Me quedo allí con mucho miedo, pero me quedo.

Sobre el autor: Álvaro Ruiz de Mendarozqueta

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