viernes, 24 de junio de 2011

La playa del fin del mundo – Esteban Moscarda & Javier López


Ése era uno de los primeros días de aquel año en el que por fin pude hacer lo que más me gustaba: pasear, descalzo, por la orilla de la playa arenosa e inmensa que tantas veces me había dedicado a recorrer. Lucía el sol de finales de mayo, no tan agobiante como el de julio, en el que además las playas están llenas de turistas y de niños que juegan en la orilla. Entonces, en esa época, prefiero pasear por los jardines de la ciudad.
Siempre me había resultado curioso el pantalán hecho de troncos de madera (al menos, eso me parecía) que podía verse en la distancia. Recuerdo haberme propuesto muchas veces llegar hasta él. Me gustaba porque parecía adentrarse bastante en el mar, y estaba seguro de que sería un buen sitio para sentarme, descansar, tomar el sol y encender un cigarrillo, antes de hacer el camino de regreso a casa. Pero, al igual que la línea del horizonte, el pantalán parecía moverse siempre la misma distancia que yo recorría, y a la vista seguía igual de lejos cuando llevaba una hora de caminata que en el momento en que la había comenzado.
Me desesperé. Un día subí en mi todo terreno y, como poseído por una locura absurda, emprendí una carrera impaciente por alcanzar esa meta escapista. Sin embargo, el resultado fue el mismo: a medida que me acercaba, el maldito malecón parecía reírse de mí a la distancia, alejándose más rápidamente de lo que mi camioneta podía andar.
Pero no me cansé, nunca, y esa fue mi perdición. Dediqué toda mi vida a la empresa fútil de llegar, de pasar esos palos desnudos en el horizonte. Y así me hice viejo y mi cuerpo perdió toda firmeza y mi alma toda determinación.
Y un buen día lo alcancé. Al final parecía que todos mis días habían valido la pena. La justificación de una vida tal vez desperdiciada pero que ya no importaba.
La estructura estaba semiderruida, llenas de óxido sus partes metálicas, y era tan antigua que sus constructores seguramente no vieron el siglo pasado. Un muelle inconcluso, bello pero inútil.
Lo primero que hice fue llorar. Lo segundo, dar el paso posterior, pasar ese límite hasta ahora infranqueable.
Más allá, como imaginarán, no había nada. Mejor dicho, en una playa infinita de dunas irregulares y un mar oscuro y tranquilo estaba la Muerte, mi muerte. El final de todo, el final del universo para mí.
Me desnudé entonces y con paso tranquilo me adentré en el mar, mirando, claro está, el muelle. Esta vez desde un punto de vista totalmente novedoso...

Sobre los autores: Esteban Moscarda y Javier López

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