viernes, 24 de junio de 2011

Evolución natural – Gilda Manso


En aquel momento pensé —y sigo pensando— que el destino me eligió por las decisiones que tomé. Por dos decisiones en especial: ser veterinaria y parir en mi casa. La primera me permitiría hacer las cosas de la manera más idónea posible, y la segunda evitaría el escándalo. Eso tuvo en cuenta el destino, o Dios, no sé, cuando determinó que mi hijo sería un mono. Mi hijo nacido de mí, quiero decir. Engendrado por mí y por mi marido.
Cuando Rafael nació, mi marido y la partera se desmayaron. Yo estuve a punto, pero logré mantenerme consciente por mi hijo. Que estaba ahí, recién salido de mi cuerpo, y era un mono. Entonces Rafael se prendió a mi teta y nada más me importó.
Una vez pasada la sorpresa inicial —y fue un inicio que duró mucho tiempo- mi marido y yo debatimos sobre qué debíamos hacer; para empezar, convencer a la partera de que tenía que guardar el secreto: pasara lo que pasara, atraer a la prensa sería algo malo. La partera, por fortuna, también lo entendió así, y juró no decir nada. Nos consta que cumplió: la prensa siguió ocupándose de algún romance famoso e intrascendente, y nadie vino a golpear nuestra puerta. Por otra parte, a los vecinos y a los parientes les dijimos que Rafael nació muerto; no nos costó fingir dolor, ya que llorábamos en serio cuando hablábamos de nuestro hijo fallecido; llorábamos de culpa, y luego colgábamos el teléfono y abrazábamos y besábamos a Rafael, no humano pero vivo.
Rafael se quedaría con nosotros. Eso decidimos. Cuando la gente empezó a preguntar de dónde había salido ese mono, dijimos que había sido abandonado por su madre (culpa, llanto) y que por el momento estaba a mi cargo. Así pasaron un par de años.
Un tiempo después empezamos a notar que había algo que no andaba bien. Rafael era un hijo dulce, inquieto y alegre, pero cada tanto caía en pozos depresivos, cada vez con más frecuencia. Comía poco, dormía mucho, se sentaba frente a la ventana y miraba a lo lejos, y lo lejos era la pared de la casa de enfrente. Y lo peor de todo, lo que más nos destrozaba, era que ni él sabía qué le pasaba. Doler y no saber el motivo convierte al dolor en tortura. Entonces sumé dos más dos, y el resultado fue que Rafael era nuestro hijo pero también era un mono. Mi marido y yo no dudamos: había que hacer un viaje.
Rafael cambió de ánimo apenas llegamos a la selva. Miró a lo lejos y la mirada fue realmente lejana; no le alcanzaban los sentidos para llenarse de cosas. Corrió y gritó de alegría, mordió una fruta que encontró en el suelo, se trepó a un árbol, se cayó, se volvió a trepar. Nunca había visto a mi hijo tan feliz.
Los monos llegaron al rato, convocados por los gritos de Rafael. Él los miró con sorpresa y temor, y luego corrió y se abrazó a mi pierna. Los monos se acercaron con cautela y lo olieron. Rafael, al ver que nada malo pasaba, le tocó la cabeza al más cercano. El mono hizo lo mismo con Rafael. Rafael me miró.
—Andá, nosotros nos quedamos acá —le dije. Rafael soltó mi pierna y siguió a su nueva manada; en el camino se dio vuelta, quería vernos.
—Estamos acá, hijo —agregó mi marido.
Rafael, más tranquilo, se fue con los monos.
Ese día dejamos todo y nos mudamos a la selva.

Sobre la autora: Gilda Manso

3 comentarios:

  1. Me gustó mucho la idea, Gilda. Lo que al principio parece chocante, al final resulta siendo natural. Si somos, es porque ellos fueron antes. Además, se adaptan mejor que nosotros y saben vivir en consonancia con su entorno. Adoro a los monos. Y también este relato.

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  2. Muy buen relato Gilda. Y claro que natural, y tanto. Hay un paso muy corto entre la evolución y la involución...
    Saludos!!!

    Que no me canso de ser

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  3. Me ha gustado, tendremos que volver a las raices...

    Saludos desde el aire

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