domingo, 29 de mayo de 2011

Lo que dijo Edgar Trejo cuando conoció a la Negra Wönners - Daniel Frini


Los personajes y lugares mencionados
en el presente relato son imaginarios.
Cualquier parecido con la realidad es
pura coincidencia.

Proverbio estadounidense

Esto que te cuento tiene que ver con la nostalgia.
Pero no con esa cosa triste, profunda y melancólica que nos es tan propia; si no, te diría, con la saudade portuguesa, ¿me seguís? Con esa manera tan brasilera de extrañar algo querido, y que, de tan solo recordarlo, sentís, a la vez, una cosa amarga que se te atraviesa en la garganta y algo así como una inmensa alegría que te lleva otra vez a ese tiempo, a ese lugar perdido.

Sí, ya sé. No se entiende. Voy por otro lado.
¿Escuchaste alguna vez la canción Me and Bobby McGee?
La primera vez que la oí, fue a principio de los ochenta y cantada por Joan Baez. Compré, en casette, su álbum Live Europe’83 sólo por Here’s to you, aquel tema que hablaba de Sacco y Vanzetti; y allí me encontré con su interpretación de “Me…”.
Sin embargo, la versión que me dejó con la boca abierta fue la de Janis Joplin, a la que llegué después y que estará, siempre, entre las diez canciones que deberán escucharse obligatoriamente en mi velorio.

Esperá. Seguime.
Tengo la teoría de que la Bondad Divina dispuso infinitos caminos para llegar a la salvación. Y a los poetas les dio la posibilidad de alcanzar el perdón a través de la palabra: basta una frase, un solo verso para que cualquier poeta, incluso el peor, alcance la Redención. Por ejemplo: la letra de “Me and Bobby McGee” fue escrita por Kris Kristofferson ¿Lo ubicás? Cantante country y actor norteamericano. En mi opinión —si ésta de algo sirve―, un músico aceptable y un artista de mitad de tabla. Mi punto es que podría ser el peor asesino serial de la historia yanqui, pero alcanzó su redención con un verso que escribió en “Me…”. Kristofferson hace que una mujer cuente sus vivencias con Bobby McGee. Y ella dice:

Well, I trade all of my tomorrows
for one single yesterday

Cambiaría todos mis mañanas por un solo ayer.
Tomá. Ahí tenés. De esa saudade te hablo. Hay veces en que yo haría lo mismo.

Ahora, volvamos a Edgar Trejo.
Haya hecho lo que haya hecho desde que nació y no importa lo que haga en el futuro, cierta vez dijo algo que le aseguró el Cielo. Y yo estuve allí. Y me alegro por él.

La negra Wönner era un mujerón.
Aún lo es, pero estamos hablando de algo que ocurrió hace más de treinta años, y nunca más he vuelto a verla. Conservo una foto de ella; tomada, creo, en casa de Anabel. Está recostada en un sillón, sus pies hacia la izquierda y su cabeza a la derecha; vestida con una camisa de color violeta pastel, pantalones turquesa con tiradores rojos. La foto está tomada a las apuradas, es borrosa y apenas se adivinan los rasgos de su cara, su piel morena, su sonrisa blanca, su larga cabellera azabache y rebelde. Sí se ve, claramente, que su cuerpo esbelto (y muy ―con mayúsculas— bien formado) no entra en la longitud del sillón: según recuerdo, la Negra superaba el metro noventa de altura.

Edgar Trejo fue mi compañero en el Liceo.
Era (aún lo es, pero estamos hablando de algo que ocurrió hace más de treinta años) un hombre como cualquier otro, de más o menos un metro setenta, el cabello con un corte de milico; ni flaco, ni gordo —a base de «movimientos vivos» y comidas ricas en grasas de todo tipo, teníamos una contextura física respetable ―. Hablaba con una fuerte tonada, aún para nosotros.
Cierta vez lo invité a pasar un fin de semana en nuestra casa del pueblo; y conocer, por supuesto, a mis amigos. Incluyendo a la Negra.
La entrada a la casa era un largo pasillo al aire libre —aún lo es, pero la casa ya no es nuestra―, que llegaba hasta la puerta de la escalera, algo así como un vestíbulo. Era invierno y la hora de la merienda del sábado cuando sonó el timbre. Sabía que era ella, que venía a visitarme como todos los fines de semana, tocaba el timbre avisando de su llegada y entraba; y le dije a Edgar
—Vení.
Y fuimos a su encuentro.
Fijate. Ahí está la nostalgia

¿Sabés que lo veo como en una película?
Ocurre que no había preparado a Edgar para encontrarse con la Negra. Sinceramente, yo era tan amigo de ella, y desde hacía tanto tiempo ―desde la infancia— que no reparaba en su físico. Habíamos crecido juntos y, para mi, siempre había sido la misma. Ahora lo veo con otros ojos y, de verdad, por esos años, la Negra era un espectáculo.
Abrimos la puerta de la escalera en el momento justo en que ella llegaba al umbral. No sé con qué esperaba encontrarse Edgar. Tenía su mirada en un plano a la altura de sus ojos y, cuando la puerta se abrió, se encontró con los pechos de la Negra.
Ella fue la primera en darse cuenta del momento y miró hacia abajo, hacia la cara de él, con una sonrisa enorme y divertida. Yo quedé como un espectador privilegiado. Edgar, en cámara lenta, levantó la vista, arqueó sus cejas y abrió la boca en una mueca de asombro; y con toda la tonada cordobesa de que fue capaz, lo dijo.
Podría haber esperado a que los presente, o haber dicho cualquier cosa. Desde un muy estándar «hola» a un insulso «encantado de conocerte», pero no. En ese preciso momento, Edgar Trejo pronunció las palabras que salvaron su alma. Y me trajo esta nostalgia.
Lo que pasó después lo conservo en mi memoria por asociación con uno o dos sucesos extraños, que no vienen al caso.
¿Qué dijo? Uf. Estamos hablando de algo que ocurrió hace más de treinta años. Podrías preguntarles a ellos, pero te aseguro que mentirán.


Imagen: Inspiration, de aeravi en deviantArt

6 comentarios:

  1. Perfecto, Daniel. Ojalá yo hubiese podido evlocionar en mi escritura al ritmo que lo hiciste (y estás haciendo)vos. Te felicito.

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  2. Quizá descifrar cuáles palabras fueron las que dijo Edgar, sea motivo para que la Bondad Divina salve a alguno de tus admirados lectores.

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  3. coincido con Francisco, pero además agrego que algunas frases me dejaron un poco de nostalgia, me remitieron a un pasado fresco y que, visto desde este ahora, se ve tan acogedor...

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  4. Je, donde dice "evlocionar" léase "evolucionar".

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  5. Un comentario lleno de nostalgia por esas palabras posiblemente perdidas. ¡Snif! ¡Muy bueno el cuento, che Frini!

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