miércoles, 8 de diciembre de 2010

Un ser superior - Miguel Dorelo


Por fin había alcanzado la cima.
Costó su buen esfuerzo, pero la inmensa satisfacción que sentía en ese momento lo compensaba todo. Había decido coronar aquella cumbre en una escalada libre, solo con la ayuda de sus manos y pies.
Una demostración cabal de lo que el Hombre, podía realizar cuando se lo proponía; nada ni nadie podría impedirlo.
La raza dominante del planeta, sin dudas. Por algo Él los había hecho a su imagen y semejanza, aunque algunos necios aún insistieran en negar su existencia.
Habían sido meses de un duro entrenamiento físico ya que nunca fue un amante de los deportes, pero en esto radicaba el desafío que se había propuesto: demostrar que un miembro promedio de la especie estaba destinado a cumplir cualquier tarea que se propusiera sin que nada ni nadie pudiera interponerse.
Además, lo sabía muy bien, contaba con aquél plus que algunos llaman “alma”, los únicos habitantes del planeta que la poseían, los únicos que vivirían eternamente, aún luego de sus desapariciones físicas.
Contempló el paisaje que lo rodeaba, a miles de metros de altura, rodeados de picos nevados en aquella inmensa cadena montañosa. Y él dominando el mundo.
Se permitió unos minutos de egoísmo, se los merecía, había llegado hasta ahí en solitario. Un metro ochenta de altura, setenta y cinco kilogramos de peso, una mente lúcida y toda la fuerza de voluntad que un ser humano poseía. No hacía falta nada más.
Cientos de metros más abajo revoloteaban unas aves que, debido a la distancia, no alcanzaba a distinguir de qué tipo se trataba.
—Ni siquiera ellas pueden llegar hasta aquí —murmuró pleno de orgullo.
Decidió que era hora de emprender el regreso.
Contempló por última vez aquél maravilloso paisaje, respiró muy hondo y gritó:
— ¡Gracias Padre por hacerme como Tú! ¡Gracias por tanta vida!
Una pequeña, casi insignificante roca, precipitó el final. Se desprendió en el preciso instante que apoyaba su pié en ella, en el momento menos adecuado.
El cuerpo detuvo su caída cientos de metros más abajo y quedó completamente destrozado.
Las aves carroñeras, últimos seres vivos que sus ojos contemplaran, comenzaron a acercarse. Sus primitivas mentes no alcanzaron a comprender la trascendencia del momento; no reconocieron la grandeza superior de ese ser inerte ni vieron elevarse de su cuerpo mutilado alma alguna.
Nunca sabrían del metro ochenta de altura ni los setenta y cinco kilos de peso, de fuerzas de voluntad o de razas superiores; menos aún de semejanza alguna con algún ser imaginario.
Quizás, tan solo quizás, supieran que en toda comida siempre algo se desperdicia.




No hay comentarios:

Publicar un comentario