domingo, 18 de septiembre de 2011

El profesional – Ricardo Giorno


—Bonitos zapatos —le dije.
—Gracias, me los regaló mi mamá. Ayer fue mi cumpleaños.
—Ah, bueno, muchas felicidades entonces, aunque sean atrasadas.
—Gracias, ¿quiere un cafecito?
—No, muy amable —yo deseaba terminar rápido—. ¿Tiene escalera?
—Aaaaay... no —me dijo y apretó los labios—. Qué contratiempo, ¿no se arregla con un banquito?
—No, tiene que ser una escalera.
—Mi tía Pocha tiene una. Pero vive a diez cuadras de aquí.
—Es muy lejos para ir caminando —dije pensativo en voz alta—. Y en el auto no entra.
—¿Está seguro que con un banquito no se arregla?
—No quiero ofenderla pero —le respondí alzando el mentón—, ¿quién es el profesional?
—Usted lo es, lo sé muy bien —se dio vuelta y se llevó las manos a los costados de la cabeza — ¡Estoy desesperada!
Confieso que sentí un poco de pena. Giró hacia mí: ojos dilatados y marcas húmedas a su alrededor.
—Estoy pensado en que le voy a aceptar ese cafecito, nomás —le dije como para cortarle el llanto.
—Sí, claro —y vi esperanza en sus ojos.
Marchó hacia la cocina. Me quedé solo en el living. Desde allí le grité:
—Seguro que ni tiene sábanas viejas ni un pliego grande de plástico.
—Sí, eso tengo de sobra.
Entró al comedor con una bandeja blanca de plástico donde una taza blanca humeaba. Al costado de ella, una cucharita dentro de una azucarera también blanca.
—No le puse azúcar porque no sé cuánto le pone usted.
—Bueno, muy gentil.
Tomé la cucharita y vertí dos medidas de azúcar. Probé el café.
—Está muy rico, la felicito.
—Gracias —y se fue para la cocina.
Me senté saboreando mi café. Ella volvió restregándose las manos en los costados de la falda.
—¿Pensó lo del banquito?
—¿Tiene guías telefónicas?
—Sí, tengo. Dos comunes y la amarilla que está sin uso.
—Creo que con eso llego —le contesté, y sus ojos danzaron en una mezcla de alivio y aprehensión—. ¿Adonde puedo cambiarme?
—En el baño. Venga que lo acompaño.
Una vez en el baño, lo primero que vi fue un pesado velador de bronce. Estaba en el piso, al lado del bidet. Sufrí un escalofrío. Por lo demás era un baño común y corriente, quizá un poco viejo.
Cuando salí, el banquito me esperaba colocado en posición: delante del placard de la habitación principal. Al entrar, pegué un vistazo a la cama matrimonial. Al seguir mi vista, ella se sonrojó.
—¿Y las guías? —pregunté.
—Ay, qué torpe. Ya mismo se las traigo.
—No se olvide de las sábanas y del plástico.
—Están debajo de la cama —me dijo desde otra parte del departamento.
Saqué las sábanas y el plástico. Corrí la cama todo lo que pude. Coloqué primero las sábanas en el suelo. Luego tomé el plástico y lo acerqué lo máximo posible del zócalo para que cubriese las sábanas. Entonces, ella llegó con las tres guías telefónicas. Se me ocurrió algo en ese momento:
—¿Tiene diarios?
—Sí, ya le traigo —marchó de prisa volviendo con varios de ellos.
Envolví las guías con el papel de diario y a éste lo sujeté firme con cinta de embalar. Así formé un bloque que se asentaba sólidamente en el banquito. Las guías sueltas resultarían peligrosas si tenía que hacer un movimiento brusco.
—¡Qué inteligente! —me aduló divertida, sus ojos chispeaban.
—Soy un profesional, no es la primera vez.
—Pero lo fue para mí.
Volví a ver aprehensión en sus ojos.
—Tampoco es para amargarse —traté de darle ánimos—, la situación resultó incontrolable. Sólo debo realizar un pequeño toque final.
—¿Quiere otro cafecito? —dijo mirando hacia afuera. Me di cuenta de que quería cambiar el rumbo de la conversación.
—No, gracias —me subí a las guías apoyadas en el banquito—. Voy a iniciar mi trabajo.
Probé hacer unos movimientos y la invención respondió bastante bien.
—Bueno, lo dejo solo —me dijo y se marchó.
Abrí las puertas superiores del placard y bajé la masa. Para mí, siempre será la masa.
No trabajaría mucho con ella. La deposité en el medio del plástico, que plegué cuidadosamente, tratando que no se me formasen falsos dobleces. Luego de una sencilla inspección, fui poniéndole encima las sábanas, asegurándolas cada tanto con cinta de embalar. Al fin tomó la forma requerida. Tanteé el peso y me pareció el apropiado. Me recordé que había dejado el auto a media cuadra pero me pareció que no tendría problemas. El departamento permanecía silencioso.
—¡Terminé!
—Enseguida voy —me contestó de un lugar cercano.
Cuando la vi me di cuenta de que había llorado.
—¿Cuánto es?
—Lo que habíamos convenido.
Ya tenía el dinero preparado en el bolsillo de la falda. Fui de nuevo al baño a cambiarme. Por suerte había sido uno de los pocos trabajos en que no me manché. Cuando salí, ella todavía estaba en el mismo lugar.
—Lo acompaño hasta la puerta —dijo sin mirarme a los ojos.
Cargué la masa a mis hombros. Y ella me condujo hasta la puerta de salida, aunque yo conocía el camino.
—Adiós, Gerardo —dijo de improviso, mirando la masa, mientras lloraba.
Cerró la puerta de golpe, dejándome a solas en el palier, a la espera el ascensor.

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