martes, 9 de agosto de 2011

Quiso la fortuna que esa noche no hubiera Luna – Gabriela Baade & Héctor Ranea


—Las memorias nubladas —dijo el profesor Franz Gaul von Martinezhopfhausen— tienen la rara virtud de que, atándolas a una cuerda, son capaces de centrifugar fuerzas electromotrices y cáñamos de diversa laya.
Los asistentes a la convención de memorias, cuerdas y supercuerdas, miraban azorados a la gran yegua, de raza percherón, blanca que aparecía tras bambalinas, sin que el profesor, aparentemente, se diera cuenta de su presencia. Pero él la señaló impetuosamente, cosa que hizo que la yegua reculase.
—El problema es, caballeros, que o subís al caballo ajeno aun a riesgo de que os tire al heno, o sufrís de la fiebre del heno que es como no querer pensar para no tener que recordar, pero con moco y estornudos.
Un asistente del profesor ató su cuello a una cuerda mientras profería órdenes a la yegua. Los asistentes gritaron un grito corto pero el profesor los atajó con un ademán brusco y con la voz típica de quienes están siendo ahogados por compresión de tráquea, dijo:
—Mis recuerdos son muy vagos, mis memorias nubladas, necesito que me den soga para ponerme cuerdo, aunque a veces no sé si me recuerdo o me dan cuerda, pero cuerdo casi nunca o bien, no tengo idea. No os preocupéis que nada me pasará más que recuperar algo de esa cuerda lírica que tanto soñó alguien para mí. No me miren anonadados que parecen haber conjugado mal el verbo mágico y les va a salir por la espalda lo que debió nacer en la carne y regodearse en el cuchillo.
El asistente le asestó un golpe de puñal por la espalda que hizo saltar sangre hasta la fila diez desde la boca del profesor moribundo.
La yegua aceptó el cuerpo inanimado mientras los espectadores no salían de su asombro. Lo que habían presenciado parecía tomado de una película de Mel Gibson. En eso, apareció este desde adentro del cadáver del profesor gritando:
—¡Así se filma la muerte de un cuerdo que se quedó sin cuerda por ser ateo! Sus espaldas adoloridas y mi mano achicharrada generan esta fantochada.
Para beneplácito de quienes no se desmayaron, el profesor pareció resucitar, el caballo convertirse en dos dobles de riesgo y la galera del asistente se transformó en un conejito blanco a cuerda que, moviéndose despacio se suicidó cayendo al foso de la orquesta, muriendo en rodajas cortado al atravesar las supercuerdas del arpa.

Sobre los autores: Gabriela Baade y Héctor Ranea

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