lunes, 29 de agosto de 2011

Hugo del Carril - Gilda Manso


Para D.

—El otro día escuché a un cantante, un muchacho. Es nuevo, no lo conocía. No sabés lo bien que canta. No le digas a Roberto porque va a decir que estoy loca y que no entiendo nada, pero para mí canta mejor que Gardel, mirá lo que te digo. Sólo tiene un defecto: es peronista. No me puedo acordar cómo se llama.
—¿Hugo del Carril?
—¡Ése! Hugo del Carril. ¿Lo conocés?
Marina no pudo evitar sonreír, y luego se sintió culpable. No tenía que sonreír. No era gracioso.
Ocurría que Marina no veía dolor en su abuela. El dolor estaba en ella misma, en su mamá, en su tío, en el resto de la familia, pero no en su abuela. Su abuela estaba en un lugar confortable, parecía. Un lugar en donde el cuerpo era joven, Roberto estaba vivo, y Hugo del Carril comenzaba con eso de la inmortalidad.
La madre de Marina lloraba todo el día; su madre no la reconocía. Incluso había días en los que la llamaba Norma, o Susana, o mamá. Su madre la llamaba mamá. Mamá, mirá los aros que me regaló Roberto, y los ojos se le llenaban de pájaros. Soy tu hija, mamá, por Dios, lloraba la mamá de Marina, y Marina quería decirle que no le dijera eso, que simplemente le sonriera y le asegurara que los aros eran hermosos, pero nunca se lo decía; no sabía qué se siente tener una madre sin tiempo, una madre sin fronteras entre el pasado y el presente.
—¿Vos cómo te llamás? Qué lindo pelo tenés.
—Marina.
—Sos rubia. A Roberto le gustan las rubias, espero que no se enamore de vos –decía la abuela de Marina, y reía. Marina también reía, y su cabeza –un huracán—, no entendía en qué momento su abuela se había convertido en una chica de su misma edad. Las arrugas estaban donde siempre, también las canas, el mismo cuerpo viejo, pero Marina miraba los ojos de su abuela y podía ver que ahí había otra cosa, algo más real, por extraño que esto pudiera parecer, y aunque su madre no pudiese percibirlo.
Esa noche, la abuela la llamó.
—Marina, ¿estás ahí?
—Sí.
—¿La otra chica dónde está? La que llora.
—Es mi mamá. Está en la cocina, tomando un té.
—Ah, está bien, está bien. Hace frío.
—¿Necesitás algo?
—Sí. Decile que la quiero. Que la amo. Que no esté triste, que estoy bien. Pero no le digas a Roberto que Hugo del Carril me gusta más que Gardel.
Y sonrió.

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