viernes, 5 de agosto de 2011

El día después de mañana - Miguel Dorelo


Carlos la encandiló con su charla al principio, la sedujo con sus lindos ojos luego y terminó de conquistarla esa primera noche en su casa y en su cama. Idílica relación sin fisuras, anillo al dedo, complemento perfecto de sus sueños más soñados, el hombre esperado y esperable. Amanda supo en esos días que no se podía ser más feliz.
Disfrutaba todas y cada unas de sus salidas, él sabía complacer a una dama, le abría y cerraba la puerta del coche, arrimaba su silla en el restaurant, jamás se olvidaba de preguntarle como andaba apenas se encontraban.
Y finalizar cada velada en el departamento de él o la casa de ella, un buen vino, alguna película consensuada y después, siempre, absolutamente siempre, un derroche de caricias sin guardarse nada para más tarde.
Horas deliciosas, días de ensoñación, meses de felicidades inauditas.
Y, claro, el desgaste que trae aparejada la rutina, aún la más deliciosa.
No siempre es así, por supuesto, hay amores que perduran y se consolidan aún atenuados por el paso del tiempo y la pasión se convierte poco a poco en ternura, que no es igual pero que alcanza. Pero, para que esto suceda hacen falta dos voluntades parejas y lamentablemente este no es el caso; Amanda amaba a Carlos las veinticuatro horas del día, en cambio Carlos…
Y un día, simplemente, él le dijo esto ya no va, hasta aquí llegamos, es lo mejor para ambos.
Verdad o mentira a medias, escudada en el patético egoísmo del que dejó de amar: era lo mejor para él y el fin del mundo para ella.

Al principio intentó reconquistarlo en vano, pero poco tiempo después él volvió a estar en pareja con una chica bastante más joven que ella. Lloró mucho y luego volvió a llorar. Después, ya no tuvo más lágrimas y fue peor, buscó alegrías que resultaron falsas en cuerpos ocasionales una y otra vez, pero ya no pudo volver a derramar lágrima alguna.
Se fue vaciando de a poco, casi sin darse cuenta; sin proponérselo se fue convirtiendo en una cáscara vacía, hueca y seca. Justo ella, tan fruto jugoso y fragante hasta hacía casi nada.
Ya no era una pendeja, es cierto, pero tampoco tan mayor como para alcanzar semejante deterioro. Hacía ya casi dos años que odiaba los espejos: al grande de su habitación lo tapó con aquella manta que ya no usaba.
Y todo por culpa de ese reverendísimo hijo de puta, se dijo por centésima vez sabiendo que se estaba mintiendo, que mucho de la culpa probablemente fuese suya, aún sin quererlo, sospechando sobre su nula capacidad de retención  de lo amado.
Amar así siempre trae consecuencias, la puta madre: ¿Por qué mierda no lo pensé antes?

Después, mucho después, demasiado después, comenzó de a poco a resignarse, adoptó el mejor sola que mal acompañada y trató de llenar sus días con actividades de todo tipo que solamente la ayudaban a acortarlos.

Nunca supo bien por qué, tal vez un poema leído en sus cada vez más largas noches, o la estrofa de una canción escuchada en el estéreo de su auto camino hacia su trabajo, pero un buen día, uno de esos que deberían ser obligatorios, se acostó tranquila y esa gloriosa mañana se levantó distinta, se metió en el baño, llenó la bañera, usó por  fin esas sales que en lejanos y mejores tiempos había comprado. Sumergida en el agua tibia, remembranza de vientres y mejores tiempos  gritó  bien fuerte ¡No me merecías, desgraciado! y volvió a nacer.

2 comentarios:

  1. admiro la capacidad que tienen algunos hombres, muy pocos, para entender algunas cosas del mundo femenino. bien logrado miguel. me encanto releer el texto.

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  2. Gracias, Aída. A mi a veces me preocupa un poco esta comprensión ya que temo terminar mimetizándome demasiado; no es por nada pero estoy en una edad que resulta poco apta para andar cambiando de bando. Decí que uno es muy hombre, que si no...

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