
El hombre se desperezó con lentitud. El intento de dormir una siesta no funcionó; la cintura le dolía cada vez más. Es normal, pensó, hay mucha humedad. Se miró al espejo; le gustaba cómo le habían cortado el pelo.
—Papá, ¿tomaste la pastilla para la presión?
—No la necesito, mi amor.
—Papá…
—No la necesito. Si te tranquiliza, la tomo, pero no la necesito.
—Me tranquiliza. Tomala.
El hombre sonrió y obedeció. Luego se volvió a mirar al espejo.
—Andrea, ¿me quedan bien estos pantalones?
—Sí, claro. Son más o menos parecidos a los que usás siempre. ¿Pasa algo?
—No, nada. El jueves es mi cumpleaños.
Esta vez fue Andrea quien sonrió.
—Ya sé, papá. Setenta y uno. ¿Es eso lo que te pasa?
—No me pasa nada, hija. ¿Estuviste afuera? ¿Hay mucha gente?
—Muchísima. Como siempre, o como nunca, no sé.
Se abrió la puerta y entró el encargado.
—Che, es la hora. Vamos.
Andrea abrazó a su padre. Él se miró al espejo por última vez, sacudió la melena leonina, subió el cierre de sus pantalones de cuero, agarró la guitarra eléctrica, y salió al escenario.
La gente quería rock.
¡Bravo, Gilda!
ResponderEliminarMe encantó!!!
¡Muy bueno! Eso para homenaje a los que somos de la tercera juventud... ¡Gracias, Gilda!
ResponderEliminarSí, sí, quién pudiera, no? Llegar en ácido y guitarras distorsionadas a los ochenta!!!
ResponderEliminarmuy bueno, Gilda...
Excelente, realmente.
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