miércoles, 1 de diciembre de 2010

¡Fuera bombas! - Paul De Filippo


El escuadrón de largo alcance B-5 “Shelly O”, había salido de la base de la Fuerza Aérea McConnell, en Kansas, apenas unas horas antes.
Los bombarderos Stealth llegaron a Igboland, al sudeste de Nigeria a las 3:13 AM, hora local.
Las defensas aéreas de la dictadura hostil y recluida (con un Estado ausente, desde el colapso de la industria global del petróleo después de la aparición de la energía generada por microbios a partir de la basura), no pudo detectar a los invasores.
Sin embargo, la carga liberada por los bombarderos, fue un asunto completamente diferente. Cada paquete era tan grande como un baño químico, envuelto en una espuma protectora y con un conducto de paracaídas.
Pronto, una especie de hongos sintéticos, florecieron como puntos en el cielo nocturno de Igboland.
Las tropas nigerianas se movieron para enfrentarse con eso en cuanto descendiera.
Cuando las descargas tocaron el suelo, la espuma protectora y los paracaídas se destruyeron automáticamente, borrando toda evidencia de su aterrizaje.
En el noventa por ciento de los aterrizajes, los soldados llegaron primero a la escena, elevando sus armas al rodear las estructuras. Parecían efectivamente baños químicos: una estructura plástica, sin ventanas y con un panel curvo como puerta.
En esa posición amenazante, esperaron que los camiones militares llegaran para llevarse a los invasores.
En ocasiones, los ciudadanos comunes, llegaron primero a las bombas. En general cooperaban con las autoridades, entregando las estructuras. Algunos intentaron esconderlas, pero fue en general, fue en vano, porque aunque los ciudadanos se movían rápido, los soldados aparecían y se las llevaban. Muchas veces, con brutalidad y derramamiento de sangre.
Pero un pequeñísimo porcentaje logró pasar inadvertido y quedó a buen resguardo, en manos de civiles.

Un muchacho soltero y huérfano, Okoronkwo Mmadufo, cultivaba mijo perlado y criaba cabras, en el límite de una planta china, procesadora de coltan, que estaba abandonada. A nadie le interesaba esa tierra cubierta de desperdicios tóxicos.
A la granja de Okoronkwo le costaba proveer de alimentos a una sola persona. El suelo arruinaba los cultivos y la vegetación enfermaba a los animales.
Okoronkwo se desesperaba por ser rico y poder, algún día, sostener a una esposa y una familia.
La noche del bombardeo, el granjero estaba despierto atendiendo a una cabra enferma. Miró hacia arriba cuando escuchó un golpe y, entonces, vio la bomba asentarse sobre un manchón de plantas de mijo escuálido. Soltó la cabra y se apresuró hacia la estructura.
Empezó a empujar la bomba, inútilmente, ya que esta era casi tan grande como su casa Pero entonces vio un botón grande, rojo y sin etiquetar, junto a la puerta. Lo oprimió.
La bomba se elevó sobre un set de ruedas, con un efecto de colchón de aire.
Okoronkwo corrió con la bomba hacia la fábrica, decrépita y vacía. Una pequeña dependencia anexa parecía impenetrable tras derrumbarse sobre sí misma, pero Okoronkwo sabía el secreto de su acceso.
Movió algunas maderas y empujó una pared de acero galvanizado. Allí escondió la bomba. Luego, con una rama, borró las huellas que habían quedado al arrastrarla el artefacto desde su punto de aterrizaje.
Los soldados lo encontraron acunando a su cabra enferma. Luego de interrogarlo, y de discutir entre ellos, decidieron no investigar en la planta abandonada: habían escuchado decir que los desperdicios tóxicos remanentes podían causar el encogimiento de los genitales. Bromearon un rato acerca de los genitales encogidos de Okoronkwo y se fueron.
Okoronkwo esperó hasta la noche siguiente para investigar la bomba en el cobertizo. Cuando la puerta curva de plastico se abrió, la luz inundó el interior de la bomba. Okoronkwo penetró y cerró la puerta.
El interior de la estructura era mucho más pequeño que lo que aparentaba desde afuera, evidenciando que había maquinaria oculta. Las únicas características visibles eran: una tolva de entrada, un canal de distribución y un teléfono celular.
Okoronkwo tomó el celular que, de pronto, cobró vida y dejó ver el rostro de un joven blanco.
—Aquí, Pegajoso. ¿Cuál es su nombre?
—Okoronkwo Mmadufo.
—Voy a llamarlo OM. A partir de ahora usted es el orgulloso propietario de una BioFab Unidad de Campo. La misma viene provista de materias primas, cosas comunes que en el futuro usted podrá obtener con facilidad, y de microbios inteligentes que controlarán su propia reproducción. También está provista de la ingeniería de diagnóstico, y la instrumentación de la interfaz. Usted puede utilizar el BFU para hacer casi cualquier medicamento o producto, de todos los procesos orgánicos naturales o sintéticos. La Unidad de dosis medida de los agentes activos, así como su dispersión en el medio ambiente, se ejecuta a través del teléfono celular. Ahora en la pantalla táctil verá el panel de control, con un enlace a un tutorial interactivo. Haga clic en los términos del acuerdo, por favor, OM. Bien. ¡Adiós!
—¡Espere! ¡Tengo muchas preguntas!
—Perdón, pero los Federales no me pagan para responder sus preguntas. Soy estrictamente independiente. Así que, me voy. Salvo que… ¿puede conseguirme alguna grabación de shows en vivo?
—¿Le gustan los shows del Dr. Sir Warrior?
—¡Sí!
—Puedo conseguir de esos.
—Tráigame grabaciones que no tenga, y estaré a su servicio.
Durante la siguiente semana, Okoronkwo y su nuevo amigo, usaron la BFU para fabricar un tratamiento que mejorara el suelo, una cura para el mijo perlado y nutrientes para las cabras.
Okoronkwo tomó confianza en el manejo de la BFU, y eventualmente, le dijo adiós a Pegajoso. Supo que podía continuar ayudándose a sí mismo y a sus vecinos, y que en su vida personal, su futuro incluiría una mujer e hijos. Pero primero debía fabricar la cura para cierto virus letal, anclado solo en genoma de los hombres que dictaban las reglas en Nigeria. Esos hombres eran poco estrictos en el uso del condón, y ciertamente, obtener su simiente no sería un problema.

Título original: Bombs away
Traducción del inglés: Jorgelina Etze

Sin palabras - Fernando Puga


Constanza estudia en el jardín a la sombra del sauce que planté el día que nació. Su perro salta en el charco que la lluvia dejó bajó la ventana.
Hamacándome en la mecedora, la de siempre, los contemplo indiferente a través del vidrio.
Este viejo chaleco, esta copa de licor y esta taza de café me ayudan a disimular el frío que Constanza aún no siente.
Abrigado el chaleco marrón, sin botones, ya chingado; bien tejido por mamá hace años para este hijo que hoy se va. Dulce el licor de jengibre y miel que se macera en la oscura despensa de la casa. Llena de tibio café negro la taza decorada con flores.
El pelo me crece por detrás tapando la nuca, pero se cae por delante y no corrijo sus designios. Hay quien pretende hacerme sentir bien, como si bastara con encender el hogar, arroparme o tomar una bebida caliente.
No sé las consecuencias que traerá lo que hice. Atravesó mi boca y la dejó seca. Mis manos tiemblan mientras buscan gritar lo que hice, pero no tienen lengua. Se anuncia ya la náusea que antecede al final.
A mí las palabras me cuestan. Ya se sabe: no soy Borges, ni Rivera. Tampoco quise ser un loro que habla sin conciencia. En el silencio estoy a mis anchas y puedo deslizarme mansamente hacia la nada.
Junto a la mecedora no habrá más que una taza de café vacía, una fina copita de licor a medio beber y una lapicera sin palabras que espera en vano sobre un papel en blanco.

De maderos quebrados - José Antonio Parisi


—Está bien, Juliana. Ya está bien.
—Pero, don Anselmo, si no me ha probado bocado…
—Ya está, he dicho. Llevate el plato. El libro no lo toqués.
Y, bajo la enorme araña de alabastro, protesta Juliana al levantar la mesa :
—Hace días que no me come, señor.
—No. También dejá la copa. Y andate a tu cuarto, a descansar nomás.
 Anselmo se contuvo hasta que vio salir a la empleada del comedor. Tosió sus flemas y  repasó con el índice el lomo de aquel libro que últimamente tenía siempre a mano. Con el pañuelo se secó los lagrimales y, cargando la dificultad de la artritis, se levantó. Se acercó a la ventana, oteó la desolación del campo en el invierno. El viento roncaba y ponía en torbellino a la lluvia. El hombre echó un ala del poncho hacia atrás, para abrigar la garganta: desde hacía rato, el caserón estaba muy frío. Y él hoy no tenía planeada la siesta.
Una puerta se abrió con estruendo. Lerdo, sosteniéndose en los muebles, fue y le puso llave. Y de regreso se topó con un retrato gris. Agrisado por las décadas, mejor dicho. Hablaba de un tiempo de sol, de plenitud. Un tiempo ido en el tiempo. Aquellas glicinas en flor y la pérgola, hoy vencida de maderos quebrados. Su mujer, sus hijos matándose de risa. Los varones y las mujeres. Y él, el sombrero altivo, ancha la figura.
No era bueno recordar tiempos felices. Entristecía. Era un infierno.
Los viejos viven como los chicos, pensó, no ven un futuro. Pero a sus espaldas hay un pasado. Un pasado perturbador, que porfía lacerante para no perder presencia.
¿Y él? ¿Acaso ahora no se había convertido en un viejo más?
Y no era realmente la vejez lo que le pesaba, no. Los años le pesaban. Aquellos años plenos y bien vividos, que lo atrapaban como una ciénaga. Que lo hundían.
Volvió a la mesa y, antes de sentarse, vació la copa de vino sin respirar. Abrió el libro por el señalador: “El Horla”, de Maupassant. Una vez más, leyó en silencio:

Para las mentes que piensan demasiado, la soledad resulta peligrosa. Cuando nos quedamos solos mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío.

Y lo cerró acariciando la  tapa. No todo estaba muerto: quedaban los libros.
Vio agotarse el último leño en la chimenea, ya pronto el comedor se poblaría de fantasmas. Se pasó las yemas por la frente,  llevó la misma mano al cinturón y sacó la navaja. Una Rodgers, del viaje a Londres. Los dedos nudosos y titubeantes,  fuertes todavía, abrieron la hoja. Volcó la otra muñeca sobre el libro y aspiró hondo al surcarla con el acero. Un tentáculo de sangre desbordó la tapa y corrió  hacia el vaso. Y lo contorneó agrandándose.
Abatida su cabeza en el respaldo del sillón, el brazo se le descolgó de la mesa, y el dorso de la mano dio en el piso. Los ojos entornados, la respiración pálida y el pecho ya sin qué  bombearle; el viejo abrió una sonrisa mansa. 

Uñas - Cristian Mitelman


Una noche mis uñas crecieron de una forma desmesurada. Me avergoncé frente a esa señal de primitivismo y decidí cortarlas. Sin embargo, a medida que iban cayendo en el lavabo, comenzó a ganarme una tristeza mineral. Había algo injusto en ese ritual de aseo; una especie de profanación, tal como si se arrancaran las ramas de un árbol centenario.
Al siguiente amanecer volvieron a presentarse tan largas como la jornada anterior. Pero esta vez decidí que ellas prosiguieran su curso. La situación no era en sí tan problemática: no trabajo; las rentas que me llegan de antiguos negocios familiares colman mis expectativas. Enviudé hace años. Soy solo.
Gradualmente fueron incrementando su longitud; llegaron a ramificarse de un modo impensado. Lo que para muchos era algo repugnante, a mí me daba una desacostumbrada sensación de placer.
No eran las mías uñas profanadas por la suciedad del mundo. Crecían poderosas, blancas, como el nácar de antiguas formas geológicas.    
Hay días en que creo advertir en su desarrollo las formas cambiantes de un friso hindú.
Poco a poco me he ido cubriendo de mí mismo. Tengo un solo temor. El índice izquierdo, insubordinado, ha generado una formación demasiado filosa que, tras un largo rodeo por toda la casa, ahora apunta a mi cuello.
Tal como está la situación, es imposible que busque unas tijeras. Pero aunque las tuviera a mano, tampoco me animaría a cercenar una obra que orilla entre lo barroco y lo atroz.
Ya no espero piedad, sino que esa uña obre con rapidez.

No hay peor cuña que la del propio palo – Sergio Gaut vel Hartman


Es lícito que el lector suponga que Amadeo Amador Amor era el hombre más amado del planeta, pero no. Lo odiaban todos los humanos, la mayoría de los animales, miles de vegetales y hasta las piedras, que no vacilaban a la hora de arrojarse como kamikazes contra su cabeza cada vez que este patético sujeto se ponía a tiro. La máxima ocurrió una tarde de noviembre, a las diecinueve, para ser más preciso, cuando obedeciendo a un impulso tan extravagante como incomprensible, las propias manos de Amadeo procedieron a estrangularlo.

Círculo vicioso - Rita Vicencio


Madre mía, que estoy cansado. No se en qué se me ha ido el día, pero estoy cansado. Cansado y harto. Todos los días la misma rutina, como loco, esforzándome sin avanzar. De la mañana a la noche lo mismo, y lo único que cambia es la luz que poco a poco va menguando, como mis fuerzas y mi motivación.
Pero mañana no será igual, estoy decidido a cambiar, mañana iré en contra del destino, cambiaré todos mis patrones de comportamiento. ¡Mañana, ya lo verán!
.....¡Mira, por fin, el Hamster está corriendo para el otro lado!

Tomado del blog:http://saborajenjo.blogspot.com/">http://saborajenjo.blogspot.com/

No es fácil decir te amo - Fernando Puga


Empezó a escribir cuando se enamoró. Llenó un cuaderno de pretenciosos poemas románticos. Miel pura. Copió a Benedetti, a Becquer, a Neruda. Quería que notara su presencia, que viera más allá de la tartamudez; esa trampa en su boca. No era feliz y la esperanza que viajaba en cada cartita hasta los ojos de la amada lo mantuvo en pie hasta hoy.
Empezó a escribir para encontrar el modo de decirle que la amaba y en este refugio junto al fuego, con todos los achaques de los años sobre el alma, aún lo intenta.