La pulpera de Santa Lucía era considerada una ninfómana incorregible. Todas las noches iban a verla paisanos de diez leguas a la redonda. ¡Hasta de Areco, venían! Era común encontrar más de cincuenta hombres curtidos en las rudas labores del campo (los que más le gustaban a ella) viéndola bailar sobre el mostrador de estaño, en el palo enjabonado, arriba de las mesas. Luego, los hombres desfilaban por su pieza hasta que el canto del gallo anunciaba los cinco últimos turnos. Era claro para todos que tan maratónicas y rabiosas sesiones no podían ser soportadas sin usar alguna ayuda. Y así era. La pulpera era adicta a tres cosas: sexo, valsecitos criollos y mate amargo. Pero todo cambió cuando la pastillita azul llegó a los campos bonaerenses con los sojeros y los pules. Así no se puede, protestó la pulpera; si no implementan el control antidoping, me retiro.
Sobre los autores: Daniel Frini, Sergio Gaut vel Hartman
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