viernes, 1 de abril de 2011

La casa de al lado - Giselle Aronson


Hace más de treinta años, la hija de mi vecino Don Armando, se casó y se mudó al cuartito del fondo de la casa paterna con su marido.
De a poco, fueron construyendo su pequeño hogar sobre el techo de la casa del viejo que permitía una planta alta cumplida y espaciosa.
Cocina, baño y una habitación bastaron para la estrenada parejita durante tres años, hasta que llegó la primogénita y entonces volvieron las palas, los picos, los baldes para alzar una habitación más y un pequeño comedor. Suerte que, tres años más tarde, nacería otra niña y así la instalarían en el mismo cuarto. Eso sí, ya se hacía indispensable una escalera exterior por la que entrar a la planta alta; cuatro personas eran demasiado para atravesar la casa del abuelo. Don Armando envejecía y, a veces, se mostraba molesto cuando su paz senil era interrumpida.
Dos plantas y escalera, la casa de al lado ya era otra.
No mucho tiempo transcurrió hasta que el tercer hijo, esta vez varón, apareciera para completar la familia. Otro ambiente se agregaría, el niño necesitaba su propio espacio, como era lógico. Aprovechando el impulso, sumaron un tercer piso que oficiaba de terraza. Sin embargo, mirándola con objetividad, la casa no era más que una acumulación de injertos y agregados edilicios al ritmo de la planificación familiar.
Pasaron los años y, un día, mi vecino Don Armando murió. Luto mediante, la casa de al lado volvió a sufrir su ya periódica mutación de albañilería, pero esta vez algo más drástica. Sólo las paredes perimetrales fueron respetadas. La gran reestructuración unificó todos los ambientes y dejó como resultado una planta baja completamente modificada, con una cocina comedor, toilette, cochera para auto, consultorio para la hija mayor que ya promediaba la carrera universitaria. En el segundo piso se conservaron las tres habitaciones de siempre, redecoradas con las nuevas tendencias de diseño y con sus infaltables vestidores. El baño fue ampliado para albergar el jacuzzi. En la parte superior, la terraza sumó un glamoroso patio de invierno vidriado en su totalidad.
Los tres hijos crecieron, la prosperidad de la familia se hacía evidente. Cada varios meses, el desfile de albañiles retomaba su tarea: se agregó una pileta en el jardín, una entrada techada al costado para el auto del menor -que ya conducía—, pintura e iluminación nuevas y renovación de todos los pisos, más las baldosas de la vereda.
El tiempo hizo que los hijos un día partieran a formar sus propias vidas. La pareja de vecinos quedó con todo el caserón vacío. Sin dejarse acobardar por el retiro, convirtieron a la planta baja en un local de ropa que ambos atendían. Tuvieron mucho éxito: al año compraron la casa lindera y armaron una galería con una decena de salones de varios rubros comerciales. Sumaron pisos a la galería y, aprovechando la muerte de otro vecino, compraron el inmueble a los deudos.
Lo que era la casa de al lado se transformó en un pequeño mall de locales comerciales y cocheras, coquetamente dispuesto. La dinámica del barrio ha ido mutando del sosiego de la siesta al ir y venir de transeúntes, clientes y autos a toda hora, días hábiles y fines de semana.
Esta mañana, cuando salía para mi trabajo, la vecina tocó timbre y me preguntó si, a mi regreso, podía conversar un minuto conmigo.

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