
Comprendió que la operación de  urgencia tras el brutal accidente en la carretera había resultado un  rotundo fracaso cuando, esperando de pie en la orilla, vio cómo aquella  frágil barca se le acercaba con lentitud surcando las oscuras y  pestilentes aguas. Todo coaguló en ese instante: estaba muerto. Jamás  había creído en otra vida que no fuese la terrenal; siempre pensó que la  muerte era el final definitivo, así que se alegró tímidamente porque la  situación podía haber sido mucho peor. Resignado y expectante, aguardó  la llegada de la pequeña embarcación hasta que la proa encalló con  suavidad sobre la arena. Cuando ya se disponía a subir, tras  intercambiar un tímido saludo de compromiso, el barquero le detuvo. Para  cruzar a la otra orilla debes pagarme una moneda, dijo sin ganas,  cansado de repetir perpetuamente la misma frase. Buscó en los bolsillos  aunque no encontró ninguna: jamás llevaba calderilla en los bolsillos,  pues odiaba el tintineo de las monedas al caminar. Se palpó inquieto el  pantalón en busca de la cartera pero no la llevaba encima. Tampoco en  los bolsillos de la chaqueta. Mira debajo de la lengua, antiguamente os  las ponían ahí, añadió el barquero con frialdad. Sin entender por qué  había utilizado el plural, movió la lengua para comprobar esa última  posibilidad, aunque tampoco hubo suerte. Entonces, sintiéndolo mucho,  deberás quedarte en esta orilla condenado a vagar en ella toda la  eternidad, y tras estas palabras dio media vuelta y ayudado por la  pértiga desapareció nuevamente alejándose río adentro. Atónito y  desorientado, recorrió en penumbra aquellas playas desiertas. Le parecía  muy extraño que estuvieran deshabitadas, pues eso significaba o bien  que él había sido el único en toda la eternidad que no había podido  pagar al barquero, cosa improbable, o bien que aquellas almas vivían  ―aunque no sea la palabra más adecuada― escondiéndose entre los arbustos  y las rocas de la playa para no ser descubiertas. Deambuló sin rumbo  durante horas hasta que se sintió cansado y soñoliento, y decidió  recostarse al pie de un ciprés para reposar.
Todo  estaba oscuro cuando despertó. El hedor del Aqueronte se había  transformado en un extraño y penetrante olor a tierra húmeda, por lo que  pensó que todo había sido una pesadilla, una alucinación producida por  la anestesia y la pérdida de la consciencia durante el accidente y la  operación. A tientas, como un mimo ciego, palpó con las manos a su  alrededor algo que parecía la rugosa superficie de unas tablas de  madera, y al momento, intuyó que estaba atrapado en un ataúd, enterrado  bajo tierra. Gritó y pataleó desesperadamente. Golpeó con todas sus  fuerzas las paredes del féretro, pero todo fue inútil, nadie podía  oírle. Buscó en los bolsillos del pantalón su teléfono móvil, pero los  encontró vacíos, sin nada, ni siquiera una mísera moneda con la que  hubiera podido comprar su vida eterna. Y entonces comprendió por qué no  había encontrado a nadie en la playa, y supo dónde pasaría toda la  eternidad.
Tomado de Realidades para Lelos
Tomado de Realidades para Lelos
 
Enhorabuena Víctor por este cuento al que es un deleite leer. (Y gracias por avisar, de ahora en más, por las dudas, siempre una moneda a mano, ja já)
ResponderEliminarUn abrazo